Existe hoy como una adoración
excesiva hacia las librerías, como si no fueran únicamente el lugar donde
comprar libros, como si resultara ahora que fuesen donde respirar los libros, donde
tocarlos y olerlos, el lugar donde enamorarse de los libros, el lugar donde
hablar con voz queda de sus palabras, el lugar donde aprender a elegirlos bien,
donde conocer cuáles están hechos para nosotros, cuáles han sido escritos para
nuestra piel, para dejarnos en ellos los ojos , donde perder parte de nuestra
alma, la parte reservada a los libros, la parte del alma que los escritores
conocen, la que dominan quienes ofician de magos de las eses y las uves, como
si no fueran insisto las librerías otra que cosa que tiendas, como si no fueran
más que esa clase de sitios donde soñar a sabiendas, esa manera de soñar que en
verdad nos hace libres, la forma en que los sueños nos convierten en animales
iluminados, como si las librerías no sirvieran más que para vender libros, para
que paguemos por lo que quienes saben quieren que sepamos, para que nos
llevemos a nuestra casa el único alimento que acabará recomendando la OMS, esa
comida para el espíritu que expenden en los ultramarinos de los libros, en las
librerías.
[en la imagen: Lola Samper Ramos, en su librería Gaia, en Valencia]
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