El segundo largometraje del australiano Adam Elliot es una de esas películas de animación que nos animan, como dije del primero suyo (Mary and Max, de 2009): se titula Memoir of a snail y en mi idioma lo llamaron Memorias de un caracol, estrenado en 2024. Puro arte de ese llamado animación fotograma a fotograma (más conocida por su denominación en inglés: stop motion), un arte del que Elliot (autor de los guiones de sus filmes) es un consumado especialista.
Memorias de un caracol dura una muy precisa y preciosa hora y media perturbadora (donde se mezclan genialmente el drama y la comedia, el dolor y la alegría), cuenta con la música de Elena Kats-Chernin y con la dirección fotográfica de Gerald Thompson.
Para FilmAffinity se trata de
la segunda mejor película australiana de todos los tiempos y la cuarta mejor
película del año 24. También la octava mejor obra de animación en stop-motion,
una de las mejores cincuenta (la 42) películas de animación de la historia. Y
no me extraña.
El crítico cinematográfico Javier
Ocaña llegó a decir de Memorias de un caracol en El País que se
trata de una “perversa joya de la animación adulta” expuesta con “una fina
ternura no exenta de numerosos trazos de comedia negra”. Hay perversión y
ternura, pero, matizo yo, lo que predomina es la ternura. O eso me pareció
percibir.
De “fábula preciosa” la tildó Oti
Rodríguez Marchante en ABC, toda ella con su “gran voluntad de desgarro
y aún mayor de sorpresa y entretenimiento”.
Qué curioso, también Begoña Piña
habló de Memorias de un caracol como de una fábula preciosa” cuando
escribió sobre ella para Cinemanía.
Es que lo es. Una fábula preciosa conmovedora. Otra obra de arte de Adam Elliot. La luz luchando hermosamente contra la tenebrosa oscuridad.



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