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Mi madre me enseñaba inglés con canciones de Queen, POR Maite Núñez


Durante algún tiempo me gustaron aquellas salidas. Los viernes por la tarde, mi madre venía a buscarnos al internado. Si Marek –mi medio hermano– y yo salíamos y ella todavía no había llegado, la esperábamos bajo el porche de la entrada principal. Luego se presentaba derrapando, como si el asfalto del aparcamiento estuviera mojado. Marek y yo nos adueñábamos del asiento de atrás, lo convertíamos en nuestro reducido y bicéfalo reino. Teníamos que apartar las latas de cerveza, alguna que otra botella de ginebra o de bourbon: tintineaban al chocar entre ellas, en una sinfonía etílica. Los demás chicos se asomaban a admirarla. Notábamos su envidia sobre nuestros hombros infantiles. Nosotros nos sentíamos orgullosos de ella, como si belleza y bondad fueran una misma cosa. Luego nos dejábamos llevar, carretera adelante, dispuestos a recuperar en esos dos últimos días la dosis semanal de amor materno.

Si los demás internos nos preguntaban por nuestro padre, decíamos que era diplomático. Inventábamos destinos que nos sonaban exóticos: Nairobi, Beirut, Ulan Bator, la enamoradiza Roma, eran los más repetidos. En realidad, el mío cumplía tres años de condena por una estafa inmobiliaria. Sobre el del pequeño Marek no sabíamos absolutamente nada. Así que –por suerte o por desgracia– no contábamos con figura paterna alguna a la que rendir pleitesía.

De mi madre me gustaba todo, sobre todo la indolencia con la que conducía el viejo descapotable rojo, su forma de agarrar el volante con una sola mano mientras sacaba la otra por la ventanilla como si saludara.

Después de recogernos, nos solía llevar a la zona de merenderos de la playa de San Cayetano, justo detrás de las dunas: una hilera de locales idénticos en primera línea de mar. Fuera verano o invierno, estirábamos una toalla en la arena y nos tendíamos boca arriba. Marek y yo jugábamos a distinguir estrafalarias formas en las nubes: una manada de pavos, la cabeza rala del señor Melita –el director del internado–, la silueta de un escalador sobre la cumbre nevada del Himalaya. Luego nos sentábamos a merendar en la terraza del restaurante del pelirrojo Nevsky, mientras observábamos los barcos faenando a lo lejos. Al pequeño Marek, desde aquella distancia, le parecían pájaros de colores.

–Mirad, algún día atravesaremos el océano. ¿Os gustaría ir a Nueva York? –decía algunas veces mi madre.

Mi hermano y yo decíamos que sí, para no desairarla. A nosotros, sin embargo, nos bastaba con San Cayetano. Yo entonces aún pensaba que era posible. Una vida de familia normal: volver a casa al salir del colegio, cenar los tres juntos; hubiéramos incluso aceptado alguna periódica y agriada reprimenda materna. Pero nos teníamos que conformar con el internado del señor Melita (sus clases lacerantes, sus mortificantes literas) y aquellos fines de semana medio furtivos, de motel en motel, como aves migratorias.

–¿Es que no tenemos casa? –preguntaba Marek.

–Oh, querido, la están reformando –contestaba a veces ella, mientras daba el visto bueno a su esmalte de uñas. Le hacían la manicura en Fancy Nails, cada semana se presentaba a recogernos con un color distinto.

Otras veces sucedía que la casa había sufrido una repentina plaga de hormigas o que estaban pintando el comedor o cualquiera otra habitación con algún barniz tóxico. Yo sabía que el hombre con el que mi madre vivía no quería vernos. Le repelían los niños, como si pudiéramos contagiarle alguna enfermedad. Pagaba con gusto las cuotas mensuales del internado con tal de no vernos. Mi madre le toleraba ese rechazo inmunológico. Así que continuábamos internos, apartados de ella, como si fuéramos leprosos.

–¿Acaso no os gustan estos fines de semana para nosotros solos? –concluía.

El segundo viernes de mayo, el día de mi décimo segundo cumpleaños, mi madre llegó tarde a recogernos. Por la mañana había llovido. Marek y yo la esperamos en la puerta; ahogamos los minutos chapoteando entre los charcos. Algunos de nuestros compañeros –Mateo Méndez, Jan Canalis, Carlitos van der Saar– nos hacían compañía, solidarios con nuestro presunto abandono; nos dispensaban su burla y su consuelo a partes iguales, hasta el momento en que mi madre detuvo el destartalado coche frente a la puerta principal del internado.

–Vamos, chicos, subid. Hoy vamos directos al merendero de Nevsky –anunció, con una voz acuosa, delatora.

Marek se sentó en el asiento de atrás. Yo me coloqué delante, como si hubiera sido ascendido a la falaz categoría de hombre de la casa.

 

La carretera de las dunas era estrecha y estaba plagada de curvas sobre el mar. Mi madre conducía con temeridad, flirteando con el acantilado, una funambulista sobre cuatro ruedas. Hubo un tiempo en que circular por allí resultaba espectral: apenas pasaban coches y sólo a veces aparecía algún autocar de escolares de visita a las ruinas romanas. Pero el turismo se había multiplicado en los últimos años y ahora la carretera se había convertido un hervidero de coches y autobuses. Mi madre aceleraba en cada curva. Yo le rogaba que aminorase la marcha, pero mis súplicas se estrellaban estériles contra el salpicadero.

Así, nuestro intercambio de papeles rechinaba. Yo debía ser el hijo y ella la madre. Ella quien me dijera cómo comportarme y yo quien acatara sus normas. Ella quien cuidara de mí y de mi hermano, nosotros el objeto de sus desvelos.

Pero mi madre no siempre era así. Algunos fines de semana nos enseñaba inglés con canciones de Queen. Usábamos antiguas cintas de casete; desmenuzaba las letras, con su gracioso y exagerado acento:

–Repetid conmigo: “Tooooo- much- looove-will-kill-youuuu” –nos decía.

Nosotros tatareábamos “Love of my life don't leave me / You've taken my love, and now desert me”.



 

[Fragmento del relato ‘Mi madre me enseñaba inglés con canciones de Queen’, incluido en el libro de la autora Todo lo que ya no íbamos a necesitar, el segundo suyo, publicado en 2017 por Editorial Base]

La autora, Maite Núñez.

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