El decimoséptimo libro del escritor español Antonio Soler, publicado en 2024, es la novela (la decimoquinta suya) El día del lobo, que extiende su ámbito temporal a lo largo de los años de aquella guerra española del siglo XX. ¿Otra novela sobre la Guerra Civil española? Sí. Y de las buenas. Antonio Soler se une a Manuel Chaves Nogales, José Ovejero, Javier Cercas, Juan Iturralde, Camilo José Cela, Elsa Osorio, Antonio Muñoz Molina, Rafael Chirbes, Jordi Soler, Mercè Rodoreda, Almudena Grandes, Andrés Trapiello, Max Aub, Miguel Delibes, Juan Eduardo Zúñiga, Arturo Barea, Juan Pedro Aparicio, Ramiro Pinilla, Juan Benet, Alberto Méndez, Manuel Rivas, Elena Fortún, Ernest Hemingway, Arturo Pérez-Reverte y Emilio Gavilanes, es decir, a todos aquellos que han escrito excelente ficción sobre la Guerra Civil, o de la Guerra Civil.
El pensador alemán Rüdiger Safranski
escribió en alguna ocasión que “no hace
falta recurrir al diablo para entender el mal”. Pues bien, esa frase es la
que sirve de pórtico al libro de Soler. Por cierto, he comenzado por
categorizar como novela la obra de la que voy a hablar. Tiene apariencia de
novela y está escrita como si lo fuera, pero resulta ser una memoria familiar, una
dolorosa memoria familiar trufada de recuerdos y convenientemente argamaseada
de conocimiento histórico. ¿Novela? No importa. Sigo.
Así empieza El día del lobo:
“Había
una vez una ciudad quemada y un invierno frío. Saliendo de esa ciudad había una
carretera serpenteante con largas cañas de azúcar a los lados. Y las cañas
formaban un pasillo por el que andaban niños extraviados, personas asustadas y
heridos. No se sabe cuántos eran los lastimados ni los niños perdidos. Los
números fueron una batalla más dentro de la guerra. Así sucede siempre en ese
asunto de carteristas de la Historia y usurpadores profesionales de la verdad”.
La ciudad es Málaga, la carretera la que la une con Almería, las personas
asustadas son muchas, muchísimas (las cifras van desde las sesenta mil hasta
las doscientas cincuenta mil, entre dos mil y cuatro mil murieron en el
intento), entre ellas la familia materna
del autor, la guerra es la Guerra
Civil española (la respuesta brutal a aquella época inmediatamente
anterior, la de “dulces soñadores y amargos justicieros”). Las largas cañas de
azúcar alfombraban literalmente la carretera: eran “restos de cañas de azúcar
masticados” que los huidos cogían por el camino, de forma que “caminar chupando
y pisando caña de azúcar, caminar sobre ese leve crujido” fue algo habitual). Y
los carteristas de la Historia y
usurpadores profesionales de la verdad los que van al pasado a traerse lo
que les interesa, nada más, dañando significativamente a la sociedad civil a la
que pertenecen.
“Durante
un tiempo, aquel camino de cañas y miedo fue conocido como la Carretera de la Muerte. Mi familia estuvo allí. Anduvieron por
ese sendero a lo largo de varios días bajo las bombas de barcos de guerra y el
ametrallamiento de aviones italianos y alemanes. Mi madre a sus dieciocho años.
Embarazada”.
Cuando quienes huían del terror de
los sublevados vieron que aquella huida “se convirtió en la esencia misma del
terror”. Una masacre producida en algunos días de febrero de 1937 cuando barcos
de guerra y aviones del bando sublevado, ya franquista, dispararon contra
una columna de milicianos y sobre todo
civiles que pretendía salir de la Málaga a punto de caer en las manos de
los rebeldes para llegar hasta la Almería aún bajo control republicano. Ese es
el alma dolorosa de la novela, del
libro de Soler, que no se detiene solamente en aquellos acontecimientos, sino
que abunda en el desgraciado recorrido vital de la familia del autor, nacido
años después de todo aquello. Al fin y al cabo, aquella huida...
“Ese
fue el cuento de mi infancia. El más
impresionante. El cuento que siempre le pedía a mi abuela materna que me
contara. Su viaje al infierno. Allí
siempre estaba el lobo acechando. Mostrando los colmillos afilados, su sed
de sangre. El lobo que vino todos los días. No había encantamientos, brujas ni
monstruos de tres cabezas que pudieran compararse con aquella historia”.
La historia de aquellos seres que “dejaron de caminar por la carretera pero ella no les abandonó”. Quizás nosotros, “que nos creemos tan invulnerables”, tampoco estemos, después de leer El día del lobo, “tan lejos de aquella carretera, de todos esos caminos y andenes llenos de refugiados. Una historia contada por Antonio Soler, para quien de chaval la guerra fue “un tiempo remoto, una palabra que era sinónimo al mismo tiempo de miedo y aventura, un cuento cuajado de espanto, heroicidades, miseria, desasosiego, cobardía y oscuridades”.
“Hasta
las playas, corriendo como el viento de invierno por las calles de la ciudad,
entrando hasta lo hondo de los infectos sótanos, arañando los cristales de las
ventanas llega el olor del lobo”.
Y, entonces, en aquella realidad de
1937, el pánico sustituyendo al caos. Antonio Soler nos cuenta todo aquello, y
más, ya se dijo, gracias a la ficción literaria, pero en modo alguno a la
arbitrariedad irresponsable, porque esto que leemos está a medio camino de la Historia, de la disciplina de los
historiadores, y de la novela, ambas
narraciones, una de hechos (siempre) contrastados y otra de hechos imaginados
(aunque no del todo).
“A
medida que intento profundizar en sus conciencias y en sus actos, a medida que
intento acercarme más a ellos, más me alejo. Más se convierten los hechos en ficción y los miembros de mi familia en
personajes. Se van evaporando entre mis manos. No importa que los conociese
y a muchos de ellos los quisiera. El proceso es irreparable. A cada palabra que
escribo se van llenando de porosidades y tienden a evanescerse. Mejor dicho,
van cobrando un tipo diferente de consistencia. Se van solidificando en un
ámbito distinto al que tienen en el recuerdo o a aquel en el que están
envueltos por los sentimientos. Y no es que se rebelen como dicen algunos
escritores, o semejantes, que ocurre con los entes de ficción y que, según
cuentan, escapan a su control, como conejos en cuanto se les abre la jaula de
la imaginación y allá van, saltando alocados por las verdes praderas de lo
imaginado. No.
No
se rebelan. Sencillamente se revelan, muestran un lado oculto”.
Como leo en el libro, “las porosidades de la memoria, sus finas
hendiduras, se rellenan con el líquido de la imaginación”. Soler escribe lo
que recuerda que otros recordaron.
“Según
mi madre, fantasía del miedo o impacto imborrable grabado en la memoria, a
veces, antes de enterrar la cabeza entre los brazos y pegarla a la tierra,
podía distinguir la cara del aviador que los iba a ametrallar”.
¿El infierno es creer en el infierno,
como mantenía el abuelo materno del autor, cuya familia fueron “seres
arrastrados por el flujo de la historia”? Una familia que sobrevivió, que
rabiosamente sobrevivió, “sin que ello quiera decir que acumularan rabia ni
hicieran del rencor una forma de vida, o se dejaran contaminar por esas mareas
oscuras”.
(Casi) despido este texto sobre un
libro muy recomendable, necesario, con estas palabras de su autor referidas a
su abuela materna:
“Sin
saberlo, puede que esta apasionada del
espíritu de la Transición encarnara aquellas tres palabras que el
presidente Azaña pidió en el inicio de la guerra —Paz, piedad y perdón— y que
tan ausentes estuvieron en los difíciles días que vinieron. Después de la
carretera, después de la purga en la ciudad roja. Y así la recuerdo”.
En el libro, Soler emplea en una sola ocasión el término Desbandá (o Desbandada, una manera habitual de referirse hoy a aquella masacre) para hablar de aquel horror de la huida por la carretera hacia Almería bajo el fuego del terrible e inmisericorde enemigo. La Carretera es como fue conocido en su familia “no solo el sendero físico que recorrieron, sino cada uno de los avatares, sucesos, dramas, pasos y sinsabores atravesados, la propia experiencia en sí”. Mejor dicho, no lo usa él, exactamente, pues...
“El parte oficial
de la campaña del Ejército del Sur del día de la conquista de Málaga para la
España nacional alaba «las brillantísimas operaciones» que se han llevado a
cabo en la ciudad. Deja constancia del material bélico que han dejado atrás los
cobardes republicanos, ahora perteneciente al arsenal nacional. También informa
que han sido eliminados unos doscientos resistentes «suicidas» e ilustra en
algunos de sus pasajes el sentir de los conquistadores.
«A
las dos de la tarde, extinguidos todos los focos de resistencia, desfilaron las
fuerzas por el centro de la ciudad, entre delirantes ovaciones y frenéticos
aplausos. El pueblo se arrojó a besar las manos de los libertadores.
El enemigo derrotado huyó a la desbandada en dirección a Motril perseguido de cerca por nuestros soldados»”.


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