El libro Madrid: historia de una ciudad de éxito, escrito por el australiano Luke Stegemann, historiador de la cultura y profundo conocedor de España y su capital, con el título original de Madrid: a new biography, fue publicado en 2024 y traducido ese mismo año a mi idioma espléndidamente por Ana Bustelo (a quien el autor agradece al final, especialmente, el hecho de que captara con exactitud “la esencia y el sentido” de sus palabras, salvándole además a menudo de sus propios errores).
“Madrid —ciudad dinámica y emocionante, fruto de más de mil años de
cultura e historia— sigue siendo una gran desconocida. A pesar de ser una de las grandes ciudades del mundo y la más importante del sur de Europa, ha sido una capital olvidada e
infravalorada”.
A redimir
a una de las grandes ciudades mundiales de esa consideración habitual que tiene
de ser una urbe sin mérito, sin importancia, dedica las numerosas páginas de su
libro Stegemann, quien escribe para reducir “el fuego amigo” de escritores
españoles como Baroja, Azaña o Cela, para quienes Madrid no era más que “una
ciudad inhóspita, aburrida, estéril y confusa”. Porque al fin y a la postre se
ha “pasado del estereotipo de Madrid como ciudad sin gracia, de generales
reaccionarios y funcionarios pasivos, a una
ciudad espléndida, pujante y cosmopolita,
cuyos cimientos están formados por siglos
de patrimonio cultural y
destacados logros artísticos”.
Madrid es
para el autor “una ciudad grácil y bulliciosa, esbelta y hermosa y al mismo
tiempo abultada y deforme”, es un “depósito de genio y crueldad”. Un
“hervidero”. Es una ciudad “vivaz” que “se
ha levantado
el polvo imperial y analógico de siglos
y ha quedado al descubierto un Madrid diferente: tan atestado y apresurado como
siempre, pero limpio, pulido y espléndido”. Lo de limpio imagino que lo
dice desde el cariño. Aunque puede que se refiera a otra cosa.
“Como ciudadano de las antípodas de la aventura imperial europea y sin
vínculo ancestral alguno con el país, Madrid ha sido la lente a través de la
cual he observado el rico, desconcertante e infinitamente generoso universo
español”.
Madrid (“la
ciudad hispana más importante del mundo”) no hace ostentación de su
magnificencia ni se ha preocupado demasiado por su reputación, aunque lo que sí
hace es combinar “un
orgullo enorme con una gran falta de autoestima”. Madrid “guarda
sus secretos a buen recaudo”.
Stegemann
escribió este libro, esta
“biografía de Madrid”, como “una
muestra de amor” y como “un intento de recuperación” que lo que intenta es…
“construir una narración a partir de esos fragmentos extraños: la bulliciosa ciudad histórica,
cultural, física, emocional y política, con las diferentes capas de historia y
sus constantes contradicciones.
Esta metrópoli a veces confusa, llena de belleza y fealdad esparcidas aquí y
allá; de compasión y profunda corrupción; de gran estilo y ordinariez, fluye
como el mercurio desde el largo pasado hacia el presente siempre en movimiento.
Madrid es una intensa
concentración de historia, ambición, deseo, política, arte, estilo y hedonismo;
simultáneamente generosa, despiadada e implacable, se mueve a un ritmo
imparable”.
Esta ciudad
donde vivo es/fue una ciudad “de conflicto y triunfo, de genio literario, de
guerra y rebelión social, de asombro, de agonía y placer”.
“Madrid es una historia magnífica a la
espera de ser contada”.
Por eso leí
el libro de Stegemann, porque yo también quiero contarla. Pero ahora, aquí,
sigo hablando de Madrid:
historia de una ciudad de éxito.
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Felipe II encargó al dibujante flamenco Anton van den Wyngaerde una serie de retratos de las principales ciudades españolas. Su visión de Madrid de 1562 es la primera imagen formal de la ciudad. |
En el necesariamente grueso volumen, apoyado en una profusa bibliografía que ocupa páginas y páginas, donde se nos habla de la primera vista pictórica de la ciudad, la primera fotografía (en realidad, el primer daguerrotipo), el primer mapa geométrico de ella, mientras se va desgranando con mejor o peor tino historiográfico la historia de Madrid y la de sus habitantes, uno asiste a un recorrido en algunos momentos fascinante, siempre interesante, tan prolijo y lleno de aristas como la propia ciudad, donde yo he nacido y vivo.
Stegemann
se erige en protagonista brevemente, casi al final del libro, siempre desde la
brillantez que a menudo vuelca en su hondo sentido literario,
antropológicamente exquisito y tenaz:
“La ciudad concreta, bulliciosa y hermosa de la que me enamoré de joven
ya no existe, aunque el entramado urbano de aquella experiencia formativa
permanece.
La música, la moda, los bares, todo se ha sustituido una y otra vez en
una constante actualización y renovación. Sin embargo, la ciudad y su arte
permanecen. El carácter de sus gentes permanece. Los elementos de la ciudad se
perciben ahora de forma diferente: la vista de la calle Serrano desde la Puerta
de Alcalá; un cuadro en el Museo Sorolla; un escaparate en Ponzano; la plaza
del Conde de Casal; las hipnóticas estaciones del Metro; los pinos esbeltos, en
la parte baja del Retiro; los paseos por el Manzanares, radicalmente alterados.
El cambio ha sido una constante durante más de mil años y cada generación
vive su propia versión de la ciudad, observa una metamorfosis constante
mientras se aferra a elementos que constituyen su tierra firme”.
El cambio, ya se sabe.
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