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Futuro pasado. Regreso al futurismo; por Justo Serna


Hace unos años, la Fundación Juan March, que dirige Javier Gomá, dedicó una exposición a Depero futurista. Era una muestra muy interesante, que pude visitar. En las salas de la institución se nos presentaba a Fortunato Depero (1892-1960), artista consumado que se adhirió a "la Vanguardia de las vanguardias": el futurismo italiano.

                Tengo especial debilidad por este movimiento artístico. Reúne lo mejor y lo peor del siglo, del Novecientos. El trazo urgente, la representación de la modernidad tecnológica, la publicidad y la velocidad, el comercialismo vistoso.

                El Manifiesto futurista, de Filippo Tommasso Marinetti, fue el cimiento de dicha corriente. El texto se publicó en Le Figaro el 20 de febrero de 1909. Formado como hombre de leyes, de orden y de contención, Marinetti se consideró, sin embargo, un creador, alguien dotado para el empeño, para el genio.

                Quiso arriesgarse con la poesía y quiso hacer de la escritura literaria un acto de fundación y de impugnación de lo real. O mejor: quiso enfrentarse a la realidad acomodaticia, burguesa, desmintiéndola; quiso pensar un movimiento moderno (vale decir, admirador del progreso técnico) y bárbaro (en otros términos, violento, agresivo).   

                Desde 1919, su adhesión al fascismo fue estrecha y sin asomo de dudas. Su más célebre contribución a la cultura fascista sería ese temprano Manifiesto, un texto literario fundacional y fundamental del siglo XX. Allí se recogen algunas de las audacias a que se creyeron convocados los futuros fascistas o los futuristas del Fascio venidero y allí se resumen algunas de las catástrofes estéticas y éticas de la pasada centuria.

                Nace ese texto en un momento de conciencia decadente, tras la Europa finisecular, tras la Gran Guerra. Occidente se juzga sumida en declive. Nace en el momento mismo de las vanguardias, cuando la provocación eufórica, el arrojo aristocrático, el repudio de lo burgués de evidentes resonancias nietzscheanas— son actitudes que se extienden entre los creadores e intelectuales.

                En su letra está el tópico de la decadencia, pero está también el vértigo de la velocidad, del porvenir. El progreso no puede detenerse: ha de expresarse sin trabas con la tecnología que avanza y que nos hace avanzar. Los hombres del futurismo no se arredran, no se contentan con la vida de aldea o la paz de provincia. 

                Queremos cantar y celebrar el amor al peligro, habituarnos a la energía y a la temeridad, dice el primer punto del Manifiesto. Es toda una forma de existencia, la de vivir peligrosamente, y es la muestra de un coraje, de la audacia, de la rebelión, que es un modo de estar y es a la vez una manera de hacer poesía, hacer de la vida poesía, violenta. Eso afirman rotundamente en su segundo punto.

                Durante mucho tiempo, la literatura se conformó con la creación sedentaria, aquella que produce pensamientos inmóviles, aquella que es fruto del éxtasis y del sueño. Ahora, por el contrario, ha de exaltarse el movimiento agresivo que está en el hombre, en el varón depredador: el desvelo, la fiebre de quien no se acomoda, la carrera, el salto mortal, la bofetada, el puñetazo, añaden. 

 

                Imaginemos lo que vino después.

 

                El movimiento admirado por el futurismo es, además, algo expresamente artificial, producido por la máquina, algo que es hermoso en sí mismo. Por eso, como tantas veces se ha repetido, parafraseando a Marinetti: sí, seguro, un coche de carreras que ruge con su motor de explosión es bello, s bello que la Victoria de Samotracia. Un conductor que pilota su automóvil, que guía enérgicamente su volante, es la metáfora misma de la existencia y de la naturaleza, pues ese piloto es como un asta que atraviesa la Tierra, lanzada ella misma a una carrera orbital. Por eso, el poeta es algo así como ese aeronauta que corre sin miedo.

Fortunato Depero: Rascacielos y túneles (Gratticieli e tunnel), 1930

Al fin y al cabo, la obra bella no es un producto involuntario o previo o estático, sino fruto de la energía agresiva de quien compone y rehace por encima de los obstáculos que se le oponen. Por ello, lo más poético es la violencia de quien se enfrenta a lo desconocido o al desconocido para obligarle a postrarse. Pero esto no se dice en abstracto, sino en una centuria de avance, en lo más alto de los siglos, en una época que a la vez derriba los límites del tiempo y del espacio, una época que vive con el vértigo de la velocidad y del empuje. 

                Es por eso por lo que la guerra es la máxima expresión de ese brío, de ese coraje, un arresto de machos que desprecia todo utilitarismo, toda blandura femenina. El futurista, joven y brioso, detesta el tiempo detenido de los museos y del patrimonio acumulado, que ahora podrá arrancarse de cuajo.

                Es ésta una energía que no es sólo la del individuo temerario, sino la de las masas agitadas por la conmoción del trabajo y del placer, ejemplo máximo de esa energía, moderna e industrial: los arsenales y las canteras, las fábricas humeantes, los puentes que se estiran como gimnastas, las locomotoras de acero, los aeroplanos

                Es ésta, en fin, una proclama italiana y mundial, que expresa y exalta una violencia arrolladora, incendiaria, la que ha de extirpar esta fetida cancrena di professori, darcheologi, di ciceroni e dantiquari. Noi, dice Marinetti de la nación, vogliamo liberarla dagli innumerevoli musei che la coprono tutta di cimiteri”. 

                Uf, leo todo lo anterior, una paráfrasis del Manifiesto, y me impresiono: yo, como historiador, pertenezco a esa gangrena de profesores que se ocupan del pasado, de lo viejo, de lo antiguo, de lo que se acumula en los museos y de lo que se pudre en los osarios de lo pretérito.

               


Frente a los viejos dice el futurismo, dirá el fascismo– están esos jóvenes que no temen el riesgo y que aman la velocidad, que se enardecen con la máquina y que quieren hacer compatible la violencia y la creación.

                El tema del siglo, me digo. ¿Y de qué siglo soy?, me pregunto. Yo ya perdí la juventud pero tampoco confié demasiado en la velocidad o en el porvenir. Por otra parte, en esta nueva centuria, cien años y pico después del Manifiesto futurista, la velocidad es ya aturdimiento y, quién sabe, quizá una vuelta a la barbarie primitiva.

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