Ir al contenido principal

La dignidad, la belleza, España y las canciones de Leonard Cohen


Oviedo, 1 de junio de 2011.
El Jurado del Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2011 acuerda por mayoría concedérselo “al poeta y novelista canadiense Leonard Cohen, por una obra literaria que ha influido en tres generaciones de todo el mundo, a través de la creación de un imaginario sentimental en el que la poesía y la música se funden en un valor inalterable. El paso del tiempo, las relaciones amorosas, la tradición mística de Oriente y Occidente y la vida contada como una balada interminable configuran una obra identificada con unos momentos de cambio decisivo a finales del siglo XX y principios del XXI”. Dicho jurado, presidido por el filólogo y director de la Real Academia Española Víctor García de la Concha y actuando como secretario el escritor y presidente de la Caja Rural de Asturias Román Suárez Blanco, está integrado por los críticos literarios Andrés Amorós, Fernando Rodríguez Lafuente y José Luis García Martín, los escritores Juan Jesús Armas Marcelo, Berta Piñán Suárez y Fernando Sánchez Dragó, el lingüista (y entonces director de la Real Academia Española) José Manuel Blecua, la lingüista Diana Sorensen, la también lingüista (y aquel año directora del Instituto Cervantes) Carmen Caffarel, los periodistas Luis María Anson, Amelia Castilla, Manuel Llorente Manchado, y Juan Cruz, el editor Jacobo Siruela, la filóloga y académica de la Real Española Pilar García Mouton, y la también filóloga Rosa Navarro Durán.


 

Teatro Campoamor de Oviedo, 21 de octubre de 2011. Leonard Cohen, al recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, pronuncia uno de los más bellos discursos que yo haya tenido ocasión de escuchar.

Comienza el creador de Suzanne mencionando a otro de los premiados, al galardonado con el Príncipe de Asturias de las Artes, el director de orquesta italiano Riccardo Muti, con quien se compara en tanto que, como él, no está “acostumbrado a estar ante un público sin orquesta tras de mí, pero lo haré lo mejor que pueda hoy, como artista en solitario”.

Reconoce haberse quedado “en vela” la noche anterior, pensando en lo que podría decir en este instante en que está a punto de conmover a tan distinguida y distinguible audiencia. Se había comido en ese trasnoche “todas las chocolatinas, todos los cacahuetes del minibar” y entonces garabateó “unas pocas palabras”. Pero enseguida admite que a lo que ha venido es a expresar una determinada dimensión de su gratitud”, algo para lo que cree que le basten tres o cuatro minutos. Y allá va.


“Cuando estaba haciendo el equipaje en Los Ángeles, tenía cierta sensación de inquietud porque siempre he sentido cierta ambigüedad sobre un premio a la poesía. La poesía viene de un lugar que nadie controla, que nadie conquista. Así que me siento como un charlatán al aceptar un premio por una actividad que yo no controlo. Es decir, si supiera de dónde vienen las buenas canciones, me iría allí más a menudo”.

 


Cohen había cogido su guitarra cuando empacaba, su guitarra Conde, hecha en un taller español y que él comprara más de 40 años antes, la había sacado de la caja, la había alzado, “y era como si estuviera llena de helio, era muy ligera”. Se la había acercado a su rostro para aspirar “la fragancia de la madera viva”. Porque, sí, “la madera nunca llega a morir”. Había olido aquella fragancia de cedro, “tan fresco como si fuera el primer día”, de manera que pareciera que una voz le dijera:

 

«Eres un hombre viejo y no has dado las gracias, no has devuelto tu gratitud a la tierra de donde surgió esta fragancia».

 

Por eso está en este momento en este teatro esta noche, para “agradecer a la tierra y al alma de este pueblo que me ha dado tanto. Porque sé que un hombre no es un carnet de identidad y un país no es solo la calificación de su deuda”.

Y entonces, entonces, el músico canadiense recuerda a su audiencia su “profunda conexión y confraternización con el poeta Federico García Lorca”. Cuando él era joven, cuando era un adolescente y ya buscaba una voz propia, estudió a los poetas ingleses y llegó a copiar sus estilos, pero no daba con aquella voz suya… Hasta que leyó, si bien traducidas, claro, las obras de García Lorca, y comprendió que sí la tenía, que él, Leonard, tenía una voz propia.

 

“No es que haya copiado su voz, yo no me atrevería a hacer eso. Pero permitió encontrar una voz, ubicar una voz, es decir, ubicar el yo, un yo que no está del todo terminado, que lucha por su propia existencia. Y conforme me iba haciendo mayor comprendí que con esa voz venían enseñanzas. ¿Qué enseñanzas eran esas? Nunca lamentarnos gratuitamente. Y si uno quiere expresar la grande e inevitable derrota que nos espera a todos, tiene que hacerlo dentro de los límites estrictos de la dignidad y de la belleza”.

 

Los límites estrictos de la dignidad y de la belleza. ¡Qué hermosura de humanidad creadora, de artista para el Universo¡


Cohen ya contaba con una voz, “pero no tenía el instrumento para expresarla, no tenía una canción”. Por eso lo que se dispone a hacer seguidamente es contar la historia de cómo consiguió su canción, él que “era un guitarrista mediocre” que “aporreaba la guitarra” y solamente “sabía unos cuantos acordes, él que era incapaz de verse a sí mismo como músico o como cantante.

Hasta que… Otra epifanía:

 

“Un día, a principios de los 60, estaba de visita en casa de mi madre en Montreal. Su casa está junto a un parque y en el parque hay una pista de tenis y allí va mucha gente a ver a los jóvenes tenistas disfrutar de su deporte. Fui a ese parque, que conocía de mi infancia, y había un joven tocando la guitarra. Tocaba una guitarra flamenca y estaba rodeado de dos o tres chicas y chicos que le escuchaban. Y me encantó cómo tocaba. Había algo en su manera de tocar que me cautivó. Yo quería tocar así y sabía que nunca sería capaz”.

 

Pero el autor de First we take Manhattan se sentó a escuchar junto a los que ya lo hacían, “y cuando se hizo un silencio, un silencio apropiado, le pregunté si me daría clases de guitarra”. El joven guitarrista era un español que hablaba algo de francés y accedió a darle clases de guitarra. Lo primero que le pidió es que tocara algo y enseguida se dio cuenta de que le futuro astro de la música mundial no sabía ni afinar la guitarra.

 

“Me dijo: «Deja que te enseñe algunos acordes». Y cogió la guitarra y produjo un sonido con aquella guitarra que yo jamás había oído. Y tocó una secuencia de acordes en trémolo, y dijo: «Ahora hazlo tú». Yo respondí: «No hay duda alguna de que no sé hacerlo». Y él dijo: «Déjame que ponga tus dedos en los trastes», y lo hizo «y ahora toca», volvió a decir. Fue un desastre. «Volveré mañana», me dijo”.


 

Tres días más tarde ya sabía Cohen los acordes, los conocía “muy, muy bien”. Pero el guitarrista no regresó jamás. Se había suicidado. El creador de Who by fire se entristeció, no sabía nada de aquel chico español que le había puesto en el camino…

 

“Pero ahora desvelo algo que nunca había contado en público. Esos seis acordes, esa pauta de sonido de la guitarra han sido la base de todas mis canciones y de toda mi música. Y ahora podrán comenzar a entender las dimensiones de mi gratitud a este país”.

 

Leonard Cohen está acabando su emocionante discurso de doble agradecimiento. Esa gratitud a la España que le premia es de tal magnitud que se despide admitiendo que “todo lo que han encontrado de bueno en mi trabajo, en mi obra, viene de este lugar”, que “todo lo que ustedes han encontrado de bueno en mis canciones y en mi poesía está inspirado por esta tierra”.

Comentarios

Grandes éxitos de Insurrección

Échame a mí la culpa, (no sólo) de Albert Hammond; LA CANCIÓN DEL MES

Los cines de mi barrio (que ya no existen)

Dostoievski desde el subsuelo