La Transición española es historia, y ello pese a que haya sufrido, y siga sufriendo, una abrumadora instrumentalización política, como, por otra parte, lo sufren el franquismo, la Guerra Civil y la Segunda República. Demasiada memoria, demasiada memoria histórica.
La Transición fue un proceso de
carácter inestable en el cual se produjo una confrontación política entre dos
fuerzas, de un lado la que aglutinaba a una
gran mayoría de cuantos provenían del franquismo y ejercían el control del
Estado y, de otro, la de los
antifranquistas, que enarbolaban la legitimidad histórica de su lucha por
la democracia. Se trató de un pulso que discurrió al mismo tiempo que una parte
significativa de la sociedad civil
presionaba para el establecimiento de un nuevo sistema político.
¿Estaba
España preparada para la restauración
de la democracia? Habiendo autores que consideran que sí lo estaba, no
obstante, conviene afinar algo más. Aun estándolo, eso no garantizaba la
llegada de la democracia y mucho menos su consolidación. Y esa es la historia
de la Transición, que no es sino la del proceso
que permitió transformar una dictadura, cuyo titular había muerto, en una
democracia. Es la historia de un periodo en el que muchos han querido ver
un modelo de transformación y dignificación y otros, cada vez más en los
tiempos recientes, una chapuza de la que los españoles estaríamos en la segunda
década del siglo XXI y aún antes recogiendo sus dañinos efectos.
Ese proceso no fue ni lo uno ni lo otro, ni fue un modelo (aunque por tal lo tuvieran otros países posteriormente) planificado, con su libreto predefinido, ni fue un pacto para silenciar el pasado y permitir la perpetuación de un dominio milenario, fue si acaso, más bien, un frenético recorrido de siete años en el que donde unos veían avances otros veían retrocesos, y viceversa, aunque muchos supieron apreciar en él la decidida actitud democrática e irreversible de sus más relevantes dirigentes. Una “aceleración del tiempo histórico”, que diría ÁlvaroSoto, en la que interactuaron, habitualmente como fuerzas contrarias o al menos no idénticas, los reaccionarios, los reformistas y los revolucionarios, entendidos estos últimos como simples partidarios de que la ruptura con el franquismo fuera total e inmediata.
Un largo y tortuoso camino,
parafraseando a The Beatles, al que no le faltó la zozobra que aportaba la mala
situación económica aparejada a las graves crisis mundiales de 1973 y 1979 ni
su correlato en la enorme conflictividad social continuadora de la que había
erosionado al régimen ya durante el tardofranquismo, ni el terrorismo.
Siempre he
creído firmemente que el franquismo murió con Franco el
20 de noviembre de 1975 (porque entiendo al franquismo
como la dictadura de Franco: es evidente que ni la dictadura acabó el 20 de
noviembre del año 75 ni la Transición tomó el relevo de aquella ese mismo día,
que ambos periodos de alguna manera se entremezclan como se entremezclan todos
los periodos históricos, o casi todos) y que el proceso de transición desde su
dictadura hasta el Estado social y democrático de Derecho, hasta la consolidación de la democracia en España,
se completó el día 28 del mes de octubre del año 1982, cuando tuvo lugar la histórica victoria electoral del Partido
Socialista Obrero Español (PSOE), la victoria de los principales
herederos de los derrotados en la Guerra Civil.
[Hace años escribí y publiqué una síntesis sobre la Transición, algunas frases de este texto estaban allí.]
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