España. 1975
“Y el pueblo, los españoles de a pie, la gente del común, ¿qué tenían que decir en aquellos años en que todo indicaba que asistían a los estertores del régimen [franquista]?” Sigamos para encontrar la respuesta al politólogo español Mariano Torcal Loriente.
Al final del franquismo, nos dice Torcal Loriente, “los españoles no manifestaban mucho apoyo
al mismo, pero tampoco eran demócratas comprometidos. Se trataba más bien de
una ‘mayoría grande y silenciosa’ cuyos valores prioritarios eran la paz, la
justicia y el orden, y para quienes la democracia era mucho menos importante.
[…] Éste fue el mayor logro de socialización de la propaganda franquista. El
discurso legitimador y los nuevos símbolos políticos de la segunda fase del
franquismo afectaron a todos los españoles porque cambiaron su opinión sobre
los fundamentos legitimadores del régimen, si bien no consiguieron
legitimarlo”.
El Estatuto
de Asociaciones Políticas era
todo cuánto el régimen ofrecía al régimen. Y el régimen eran también los
reformistas. Y los reformistas miraron para otro lado cuando todo lo que el
régimen ofrecía era el Estatuto de Asociaciones Políticas. Por ahí, se
resquebrajaba el franquismo. Porque está claro que Arias Navarro no
tendía precisamente una mano a la oposición democrática, cada vez más unida
pero sin ser capaz de enlazar los organismos liderados respectivamente por el
PSOE y por el PCE. Ni se la ofrecía a la oposición antifranquista ni al sector
decidido a reformar al régimen desde dentro.
Y entre tanto… Solo una asociación política, Reforma
Social Española, de las muy pocas que se crearían a la sombra del Estatuto,
pertenecería al sector reformista, si bien estaba encabezada por un reconocido
falangista, el periodista Manuel
Cantarero del Castillo. Por si
sirve de pista de por dónde iban no los tiros sino los aires de aquel fracasado
aperturismo, no podemos evitar traer aquí a una de ellas, Unión del Pueblo Español, formada por hombres del régimen en el más puro continuismo, entre
cuyos líderes principales se hallaban el ministro de Educación y Ciencia, Cruz Martínez Esteruelas, o el vicesecretario general del Movimiento… Adolfo Suárez.
Crisis
económica, huelgas por doquier
Una situación en la que la conflictividad laboral y
social, no solo protagonizada por obreros conscientes sino también por los
vecinos de los grandes centros urbanos convenientemente asociados, tendrá un
decisivo papel en la crisis final del franquismo. La coyuntura no ayudaba a la
estructura. Pavimentado desde los años del desarrollismo sesentero, por si
fuera poco, o mejor aún, como resultado y causa a la vez de todo ello, en 1975
existía un enorme abismo entre la
cultura de la España
oficial promovida por los
restos del régimen y la cultura del país de verdad, la España real.
El franquismo se movía sobre una superficie tan
inestable que cambiar el Gobierno parecía una salida razonable, aun antes de
asumir el fracaso del Estatuto de Asociaciones. Y eso hizo Arias Navarro en
marzo de aquel 1975, cuando sustituyó a cinco de los miembros de su gabinete.
El más importante de los cambios fue el de Licinio de la Fuente,
quien había terminado por provocar la crisis gubernamental al presentar su
dimisión a finales de febrero ante los obstáculos a su propuesta para reconocer
el derecho de huelga. A De la Fuente le sucedió en la tercera vicepresidencia y
en el Ministerio de Trabajo el jurista Fernando Suárez González, hasta entonces director general del Instituto Nacional de
Emigración. Utrera Molina y
Ruiz-Jarabo también
resultaban defenestrados en la crisis gubernamental, aun siendo como eran
piezas esenciales del búnker continuista.
Y esa remodelación supuso, además, de rebote el retorno de Solís Ruiz cuando
tres meses más tarde fallecía el nuevo ministro secretario general del
Movimiento, Fernando Herrero
Tejedor, el valedor de… Adolfo
Suárez.
Un
nuevo, y último Gobierno franquista
En mayo, el nuevo Gobierno, salido de la última crisis de gabinete del franquismo, pretendía domeñar a la oleada impenitente de huelgas mediante una medida de claro corte aperturista, es decir, insuficiente: el Decreto-ley sobre Regulación de los conflictos colectivos de trabajo, que “legaliza el recurso a la huelga”, claro es que de forma restringida, lejos de los proyectos reformistas del dimitido ministro De la Fuente.
A la conflictividad obrera, sellada por la victoria de
las candidaturas de Comisiones, USO y otras papeletas democráticas en las
elecciones sindicales de junio del 75, se le unía la mayor contestación posible
al régimen, la cada vez más insistente violencia terrorista del FRAP y sobre todo de ETA, lo que provocaría que se decretara de nuevo el estado
de excepción por tres meses en las provincias vascas de Guipúzcoa y Vizcaya. La
consabida dinámica de la acción-reacción, con el búnker cada
vez más decidido a hacer pagar con sangre a cualquiera que fuera partidario no
ya de la independencia de los vascos sino de la reivindicación del mismo uso de
su lengua, un sector inmovilista cada vez más franquista que Franco, más
decidido a vender cara la piel de un régimen que se desmayaba a cada paso.
¿Y cómo respondió a esta coyuntura el Gobierno de
Arias Navarro? Sencillo: con una represión endurecida. A finales del mes de
agosto promulga el Decreto-ley
sobre Prevención del terrorismo,
donde la pena para quienes participen en una situación de violencia de la que
resulte el fallecimiento de algún servidor público será la de muerte. Se
trataba nada más y nada menos que de una auténtica involución que devolvía a la
jurisdicción militar la primacía sobre la civil para muchos delitos políticos,
para la mayoría. De inmediato, a los pocos días son condenados a la pena
capital dos activistas de ETA, y a las semanas son ya once quienes reciben
semejante sentencia, tres etarras y ocho miembros del FRAP.
La presión de la comunidad internacional sobre el
Gobierno de Arias Navarro fue muy intensa. Más si cabe que la llevada a cabo
cinco años antes. El propio papa Pablo
VI pero asimismo otros
máximos dignatarios de otros estados, la reina británica incluida, solicitaron
clemencia al gabinete español y al mismísimo dictador, a quien veían como el
auténtico responsable y por tanto máximo decisor a la hora de desandar lo
adoptado. Pocas representaciones exteriores españolas quedaron exentas de
sufrir las recriminaciones de quienes consideraban al país todo una afrenta
ignominiosa a la sociedad internacional. Ni que decir tiene que en el interior
del País Vasco, donde el régimen había perdido hacía ya tiempo la batalla de la
legitimidad, las movilizaciones se generalizaron hasta el punto de no dejar
apenas resquicio para pasar desapercibida a ninguna actividad pública. Hasta la Conferencia Episcopal española y el padre del príncipe Juan Carlos solicitaron
la condonación de las penas.
Llegamos al día 27 del mes de septiembre de aquel año 1975, cuando se produce la ejecución de cinco de aquellos
penados, dos militantes de ETA, Ángel Otaegui y Juan Paredes; y tres del FRAP,
José Luis Sánchez Bravo, Ramón García Sanz y José Humberto Baena. Aunque ha
habido seis conmutaciones de la pena de muerte, adoptadas un día antes por el
Consejo de Ministros, el régimen parece para unos querer morir matando y para
muchos otros no hace sino mostrar su origen y su razón de ser, tal vez incluso
el extremado peso del búnker en las decisiones de un anciano
acorralado y superado completamente por los acontecimientos. Los
ajusticiamientos incrementan poderosamente la repulsa internacional y los actos
condenatorios dentro de las provincias vascas, especialmente como de costumbre
de las de Guipúzcoa y Vizcaya, donde la huelga general convocada al efecto
moviliza una cifra sobrecogedora: 200.000 obreros. A los asaltos de embajadas
españolas en varias ciudades y a la llamada de quince embajadores por parte de
sus respectivos gobiernos se añade nada más y nada menos que la petición
mexicana de que España sea expulsada de la ONU. A comienzos de octubre, ETA y
el GRAPO asesinan en sendos atentados a seis miembros de las fuerzas del orden.
La tensión en el país es insoportable, y… el régimen −por ser más preciso, el
inmovilismo recalcitrante de la ultraderecha enrocada en el búnker−
se da los consabidos golpes de pecho convocando una nueva manifestación a favor
de Franco en la madrileña plaza de Oriente que transcurriría, cómo no, durante
el simbólico día 1 de octubre, en medio de lo que Tusell consideró que proyecta “de
nuevo un cierto aire patético”. El Caudillo tiene así su última ocasión de
arengar desde el habitual y destacado balcón del madrileño Palacio Real,
paranoicamente, por qué no decirlo, a buena parte de lo poco que queda de las
muchedumbres guerreras que le encumbraron a costa de la otra mitad del país hace…
casi cuarenta años.
Para Franco y para los franquistas, que a estas
alturas no eran más que los inmovilistas, no había más que, y estas son
palabras dichas por el dictador en aquella su última soflama, “una conspiración
masónico-izquierdista en la clase política, en contubernio con la subversión
terrorista-comunista en lo social”.
La
agonía del dragón
Pero pocas semanas después, Francisco Franco sufrirá un infarto en la madrugada del 14 al 15 de octubre de aquel año 1975. Tiene tiempo aun de tratar el día 16 la peliaguda cuestión del Sahara Español, amenazado por la llamada Marcha Verde que prepara el rey marroquí Hasan II. Un día más tarde aun preside el Consejo de Ministros, bien que conectado a un monitor que vigila los que se tienen por sus últimos latidos. No en vano Fusi llega a escribir que “toda la escena era un símbolo de la determinación que siempre había demostrado de permanecer en aquel puesto hasta el final”. Un nuevo infarto el 19 de octubre le debe de esclarecer al dictador la necesidad de hacer lo que hace al día siguiente, reunirse con Juan Carlos de Borbón, Arias Navarro y el presidente de las Cortes, Alejandro Rodríguez de Valcárcel, para analizar la cuestión de la transmisión de poderes aunque fuera a título de cesión temporal como ocurriera el año anterior. Otro infarto y un empeoramiento general le convencen finalmente el día 30 de ceder por segunda vez los poderes de la jefatura del Estado al nieto de Alfonso XIII.
El primer día del mes de noviembre, en su inaugural
actividad como jefe del Estado in pectore, Juan Carlos de Borbón
acude a la ciudad de El Aaiún, la capital del Sahara (aún) Español, para dar la
impresión de que todo está bajo control ante la inminente marcha casi sagrada
de los marroquíes sobre aquellos territorios africanos bajo soberanía hispana.
Da igual, en un giro inesperado fruto de la absoluta debacle de un régimen
desvencijado, luego de que el día 6 cruzara la Marcha Verde la frontera, el 14
firman los gobiernos de Marruecos, Mauritania y España en Madrid el pacto de entrega española del territorio que será ya conocido
como Sahara Occidental para
su reparto administrativo entre Marruecos y Mauritania, países que, no
obstante, se comprometían a contar con la opinión de la población autóctona.
Cuando el 5 de noviembre Franco es trasladado al
madrileño Hospital de la Paz, a la que estaba siendo ya una larga agonía le
quedaban aun 15 días de prolongación, en medio del desbaratamiento más evidente
de lo que quedaba del régimen personificado en el general ferrolano aceptado
continuamente por la coalición vencedora en la guerra civil de los años 30.
Treinta y cinco minutos antes de las 6 de la mañana del día 20 de noviembre del
año 1975 falleció en medio de un cuadro clínico sobrecogedor que incluía
infarto de miocardio, peritonitis, fracaso renal agudo…
“Cuando
Franco murió, el dilema no era ya, como en 1969, o inmovilismo o aperturismo.
El dilema era reforma o ruptura. Ese iba a ser
el gran problema que tendría que resolver de inmediato la Monarquía de don Juan
Carlos de Borbón”.
Las cursivas son mías, las palabras son de los
historiadores Juan Pablo Fusi y Jordi
Palafox.
Otro experto en la dictadura franquista, el
historiador español Abdón
Mateos, nos proporciona las
palabras necesarias para cerrar el círculo al traernos a la oposición
antifranquista al escenario sobre el que empieza a descender el telón:
“Aunque
la oposición política y los movimientos sociales no pudieron derribar al
régimen franquista, su creciente implantación avivó la división de la clase política
del mismo, restando posibilidades a los proyectos de reforma que no tuvieran
como horizonte la restauración de la democracia. Por todo ello, el peso de la
oposición en el final del régimen radicaba sobre todo en la conformación de una
cultura democrática en la sociedad, en la preparación de la representación de
ésta y en el legado que la histórica conservaba en el plano
de la legitimidad”.
Y lo
que llegó después…
La Transición española a la democracia, la Transición, sin
más, vino a demostrar que el franquismo no fue otra cosa que el régimen personalista del general Francisco Franco, un régimen político hecho para mantener la situación
de privilegio de una casta que no quiso nunca permitir que
ninguna práctica política limitara su capacidad de decidir cómo habría de
vivirse en el país donde sus antepasados habían conseguido medrar, atemorizada
por la muy seria posibilidad de que el movimiento obrero organizado acabara con
aquel mundo. Y Franco supo cómo aprovechar esa coyuntura para cumplir con su pacata
manera de entender el pasado, el presente y el futuro, así como perpetuarse en
un poder aprehendido por las armas al tiempo que mantenía la tranquilidad de
los poderosos costara lo que costara.
[Este texto es
una adaptación de buena parte del final de mi libro El franquismo,
publicado en 2013 por Sílex ediciones y, en digital, por Punto
de Vista Editores]
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