¿Quién fue Francisco Largo Caballero? Responde Julio Aróstegui
Aróstegui
escribió la (breve) biografía del dirigente socialista para el magnífico libro
conjunto En el combate por la historia: la
República, la Guerra Civil, el Franquismo, coordinado en 2012 para la editorial
Pasado y Presente por el especialista en aquellos tiempos Ángel Viñas (de
hecho, todos los colaboradores de aquel tomo lo son, historiadores de primer
nivel excelentes conocedores del siglo XX español).
Largo
Caballero fue tenido especialmente por la literatura de inspiración franquista y
neofranquista como el paradigma del revolucionarismo, de la radicalización
política de un sector muy mayoritario del socialismo, el hombre de la
revolución de 1934, de la bolchevización y de la dictadura del proletariado, responsable
de buena parte de la violencia social en 1936 y por ende de la desembocadura en
una guerra civil”. Ya sabes, todo aquello que dio en que fuera conocido como el
Lenin español.
Aróstegui considera que “la significación histórica de Largo Caballero necesita de una profunda revisión”: no hubo por tanto dos Caballero, no existió ni el Lenin español ni aquel otro colaboracionista con la burguesía, definidor del reformismo socialista. Lo que ocurrió fue que en su obra se produjo el despliegue de procedimientos de “reivindicación obrera adaptables, pragmáticos, tacticitstas y, ciertamente, alguna vez oportunistas, y, en otros casos, quiméricos”: todo el horizonte de su práctica política estuvo dirigido a la “reivindicación de clase como objetivo único de toda la acción obrerista”.
Nada de Lenin español, pues, a decir de historiadores como Julio Aróstegui, vaya por delante. Principal seguidor y heredero del pablismo, esto es, del magisterio de Pablo Iglesias, padre del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y de la Unión General de Trabajadores (UGT), Francisco Largo Caballero “fue quien realmente llevó a la práctica en los años de expansión desde 1917 los postulados del fundador”. Largo Caballero entendía la revolución social como “un proceso sin horizonte temporal preciso que debía convivir con las reivindicaciones inmediatas”, la revolución se convertía así en un “horizonte de la transformación social, no en un presupuesto táctico primordial”.
Francisco
Largo Caballero, conviene recordarlo para situar todo esto en su contexto
cabal, fue presidente del Gobierno (entre septiembre
de 1936 y mayo de 1937, sí, en plena Guerra Civil, al tiempo que era ministro
de la Guerra), y antes, durante la Segunda República en paz, ministro
de Trabajo (desde el 14 de abril de 1931 hasta el 12 de septiembre de 1933: “su
obra ministerial -nos explica Julio Aróstegui- constituye la parte más
brillante de su biografía política, de tal forma que significó un paso
histórico en el sistema de relaciones laborales en España, cuyo espíritu no
experimentó retroceso ni siquiera durante la dictadura de Franco: la historia
de las relaciones laborales tiene un antes y un después del Ministerio de Largo
Caballero”), presidente del PSOE (1932-1935),
secretario general de la UGT (comenzó
bajo el reinado de Alfonso XII: 1918-1938, grosso modo: “el período más
brillante y decisivo de la historia de la UGT se desarrolló bajo su secretariado”,
sentencia Aróstegui, justo los años en que la transformación del sindicato fue
decisiva) y diputado a Cortes por Barcelona y Madrid tanto durante la
Restauración como en los tiempos republicanos (1918-1919; 1931-1939).
Unas
palabras sobre la radicalización
caballerista a raíz del final del bienio republicano-socialista:
“Si hubo tal radicalización,
no fue la de Largo Caballero sino la de la masa muy mayoritaria de socialistas,
de la inmensa mayoría del proletariado y de las clases bajas proletarias,
afectadas por una dura crisis económica y la frustración general ante un
reformismo republicano que no había conseguido sus objetivos, amén del peligro
del fascismo triunfante en Alemania y amenazante en Austria y otros países
europeos”.
Le cuesta
un poco más a Aróstegui exonerar al líder ugetista de su responsabilidad en la revolución
de Octubre. De hecho, no lo hace:
“Largo Caballero fue el hombre de
la revolución de Octubre, desde luego. pero el sentido de aquella decisión
táctica fue bastante complejo y contenía elementos diversos: la defensa de la
República de quienes intentaban desvirtuarla y también la implantación de una
transformación socialista real”.
Cuesta
entender que comparar un discurso violento, el de Largo Caballero durante y
después de la campaña electoral para febrero de
1936, con el de “sus enemigos y contradictores de la derecha”, sirva para dejar
de considerar al dirigente socialista como uno de los exaltadores de la
violencia. Por mucho que insistiera en que su proyecto para establecer la
dictadura del proletariado fuera para mañana y sólo en el momento en el
que se agotara el proyecto republicano burgués, ¿creía Largo Caballero que la
dictadura del proletariado iba a llegar por las buenas, sin violencia,
tal y como había venido la Segunda República, en medio de una a menudo gozosa fiesta
popular? ¿Que iba a darse sin que hubiera que involucrarse en una lucha abierta
contra quienes se opusieran con toda la violencia de que fueran capaces?
Él, que no
había sido un frente populista convencido, formó un Gobierno
frentepopulista cuando recibió en septiembre del 36 el poder ejecutivo de manos de los
asediados republicanos y obreristas. Su política de detener toda acción
verdaderamente revolucionaria de cara a hacer prevalecer los esfuerzos de
guerra para derrotar a los sublevados acabó en rotundo fracaso.
Como escribiera
del dirigente obrerista otro de los dirigentes socialistas de aquellos tiempos,
uno de sus seguidores, Rodolfo Llopis, “con Largo Caballero
había muerto el hombre más representativo de su clase”, y con él,
añade y acaba Julio Aróstegui su biografía, “una época fundamental de la
historia del movimiento obrero en España”.
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