¿Quién fue Francisco Largo Caballero? Responde Julio Aróstegui


Leo al historiador español fallecido en 2013 Julio Aróstegui que Francisco Largo Caballero (Madrid, 1869 – París, 1946) fue “el más destacado líder obrero del siglo XX español, en la edad de oro del movimiento reivindicativo del obrerismo”, especialmente después de la muerte de Pablo Iglesias en 1925. Su figura y su obra “han sido siempre muy controvertidas, fuera y dentro del socialismo. Con pocas excepciones, la historiografía le ha sido adversa. Nadie ha negado sin embargo la trascendencia, para bien o para mal, de su obra política y sindical. Ésta ha sido discutida paradójicamente desde dos posiciones encontradas que han permitido hablar también de los dos Caballero”.

Aróstegui escribió la (breve) biografía del dirigente socialista para el magnífico libro conjunto En el combate por la historia: la República, la Guerra Civil, el Franquismo, coordinado en 2012 para la editorial Pasado y Presente por el especialista en aquellos tiempos Ángel Viñas (de hecho, todos los colaboradores de aquel tomo lo son, historiadores de primer nivel excelentes conocedores del siglo XX español).

Largo Caballero fue tenido especialmente por la literatura de inspiración franquista y neofranquista como el paradigma del revolucionarismo, de la radicalización política de un sector muy mayoritario del socialismo, el hombre de la revolución de 1934, de la bolchevización y de la dictadura del proletariado, responsable de buena parte de la violencia social en 1936 y por ende de la desembocadura en una guerra civil”. Ya sabes, todo aquello que dio en que fuera conocido como el Lenin español.

Aróstegui considera que “la significación histórica de Largo Caballero necesita de una profunda revisión”: no hubo por tanto dos Caballero, no existió ni el Lenin español ni aquel otro colaboracionista con la burguesía, definidor del reformismo socialista. Lo que ocurrió fue que en su obra se produjo el despliegue de procedimientos de “reivindicación obrera adaptables, pragmáticos, tacticitstas y, ciertamente, alguna vez oportunistas, y, en otros casos, quiméricos”: todo el horizonte de su práctica política estuvo dirigido a la “reivindicación de clase como objetivo único de toda la acción obrerista”.

Nada de Lenin español, pues, a decir de historiadores como Julio Aróstegui, vaya por delante. Principal seguidor y heredero del pablismo, esto es, del magisterio de Pablo Iglesias, padre del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y de la Unión General de Trabajadores (UGT), Francisco Largo Caballero “fue quien realmente llevó a la práctica en los años de expansión desde 1917 los postulados del fundador”. Largo Caballero entendía la revolución social como “un proceso sin horizonte temporal preciso que debía convivir con las reivindicaciones inmediatas”, la revolución se convertía así en un “horizonte de la transformación social, no en un presupuesto táctico primordial”.

Francisco Largo Caballero, conviene recordarlo para situar todo esto en su contexto cabal, fue presidente del Gobierno (entre septiembre de 1936 y mayo de 1937, sí, en plena Guerra Civil, al tiempo que era ministro de la Guerra), y antes, durante la Segunda República en paz, ministro de Trabajo (desde el 14 de abril de 1931 hasta el 12 de septiembre de 1933: “su obra ministerial -nos explica Julio Aróstegui- constituye la parte más brillante de su biografía política, de tal forma que significó un paso histórico en el sistema de relaciones laborales en España, cuyo espíritu no experimentó retroceso ni siquiera durante la dictadura de Franco: la historia de las relaciones laborales tiene un antes y un después del Ministerio de Largo Caballero”), presidente del PSOE (1932-1935), secretario general de la UGT (comenzó bajo el reinado de Alfonso XII: 1918-1938, grosso modo: “el período más brillante y decisivo de la historia de la UGT se desarrolló bajo su secretariado”, sentencia Aróstegui, justo los años en que la transformación del sindicato fue decisiva) y diputado a Cortes por Barcelona y Madrid tanto durante la Restauración como en los tiempos republicanos (1918-1919; 1931-1939).

Unas palabras sobre la radicalización caballerista a raíz del final del bienio republicano-socialista:

 

“Si hubo tal radicalización, no fue la de Largo Caballero sino la de la masa muy mayoritaria de socialistas, de la inmensa mayoría del proletariado y de las clases bajas proletarias, afectadas por una dura crisis económica y la frustración general ante un reformismo republicano que no había conseguido sus objetivos, amén del peligro del fascismo triunfante en Alemania y amenazante en Austria y otros países europeos”.

 

Le cuesta un poco más a Aróstegui exonerar al líder ugetista de su responsabilidad en la revolución de Octubre. De hecho, no lo hace:

 

“Largo Caballero fue el hombre de la revolución de Octubre, desde luego. pero el sentido de aquella decisión táctica fue bastante complejo y contenía elementos diversos: la defensa de la República de quienes intentaban desvirtuarla y también la implantación de una transformación socialista real”.

 

Cuesta entender que comparar un discurso violento, el de Largo Caballero durante y después de la campaña electoral para febrero de 1936, con el de “sus enemigos y contradictores de la derecha”, sirva para dejar de considerar al dirigente socialista como uno de los exaltadores de la violencia. Por mucho que insistiera en que su proyecto para establecer la dictadura del proletariado fuera para mañana y sólo en el momento en el que se agotara el proyecto republicano burgués, ¿creía Largo Caballero que la dictadura del proletariado iba a llegar por las buenas, sin violencia, tal y como había venido la Segunda República, en medio de una a menudo gozosa fiesta popular? ¿Que iba a darse sin que hubiera que involucrarse en una lucha abierta contra quienes se opusieran con toda la violencia de que fueran capaces?

Él, que no había sido un frente populista convencido, formó un Gobierno frentepopulista cuando recibió en septiembre del 36 el poder ejecutivo de manos de los asediados republicanos y obreristas. Su política de detener toda acción verdaderamente revolucionaria de cara a hacer prevalecer los esfuerzos de guerra para derrotar a los sublevados acabó en rotundo fracaso.



Luego, el exilio ya a comienzos de 1939, y su huida de las zarpas nazis hasta morir en París acabando la década de 1940. Y, después, su entrada en el ámbito de la historia y de la polémica sobre su personalidad, en medio de una guerra civil historiográfica que aún continúa y que no le ha salvado de ser desconsiderado merecedor de darle un nombre a una calle madrileña por ser tenido por quienes justifican la violencia de quienes ganaron la guerra como uno de sus causantes y como uno de los provocadores y consentidores de la violencia política de la retaguardia republicana entre 1936 y 1939: algo difícil de probar, difícil de creer, difícil de entender.

Como escribiera del dirigente obrerista otro de los dirigentes socialistas de aquellos tiempos, uno de sus seguidores, Rodolfo Llopis, “con Largo Caballero había muerto el hombre más representativo de su clase”, y con él, añade y acaba Julio Aróstegui su biografía, “una época fundamental de la historia del movimiento obrero en España”.

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