Celia en la revolución, de Elena Fortún, es un gran documento historiográfico que, como novela, como ficción, no deja de ser también una recomendable lectura, pese a los inconvenientes derivados de su problemática edición.
La última y muy peculiar novela de aquella saga de Celia que había sido creada por la escritora española Elena Fortún a finales de la década de 1920 viene siendo reivindicada por distintas personalidades literarias, y esa defensa de la bondad de leerla me ha llevado a mí hasta ella. Me acerqué con ligeras dudas, pero cuando la determinación se apropió de mis ganas lectoras no tuve más remedio que adentrarme, adensarme, en sus páginas crudas, algo naif, humanamente humanas, en sus palabras cuajadas de sentimientos y de una realidad demasiado real, muy vivencial, emocionante, conmocionadora: una experiencia dolorosamente hermosa, muy artística, muy de literatura ennoblecedora. No sé si aleccionadora, pero sí de un elevado valor para quien como historiador se ha preocupado durante años por conocer los avatares de la Guerra Civil española. Porque Celia en la revolución transcurre durante aquella guerra, aquella revolución provocada y derrotada por las mismas fuerzas conservadoras y reaccionarias.
Elena Fortún (llamada en realidad Encarnación Aragoneses Urquijo, pero que tomó aquel nombre artístico suyo de una novela escrita por su marido) aprovecha su muy célebre personaje literario para expresar muchas de sus propias vivencias durante la Guerra Civil española, terribles en muchos casos, como las de tantísimos que la sufrieron. Celia en la revolución es la novela que resulta de la transcripción editorial del borrador que la escritora madrileña escribiera a comienzos de la década de 1940 y fue por vez primera publicada décadas después, en 1987, en un tiempo muy distinto de aquel en el que transcurren sus hechos y en el que fue pergeñado.
En esa edición de 1987 leemos a sus editores hablar de aquel texto como
de “un texto casi autobiográfico”. Y al entenderlo como tal, añado yo, es donde
encuentro en él prácticamente toda la grandeza del libro de Fortún, su valía.
“Nos viene a descubrir hoy su
personal vivencia, amarga e idealista, dolorosa y esperanzada, de una tragedia
que hace de este libro, sin duda, mucho más que un ‘Celia’ más”.
Aquel manuscrito, cuentan los responsables de su publicación, “encontrado
casi casualmente, llegó a ser revisado a fondo por su autora, que terminó en
1943 un borrador (así lo dice ella expresamente), en el que su escritura a
lápiz, llena de abreviaturas, ha necesitado de interpretaciones muchas veces
trabajosas y en algún caso imposibles de todo punto”.
En el prólogo a la edición que yo he leído, Marisol Dorao, la descubridora
y recreadora de aquel manuscrito perdido, en poder de la nuera de Fortún, que
vivía en Nueva York, aprendo que el personaje de Celia Gálvez era el favorito
de su autora, probablemente porque “en realidad se trataba de una proyección de
ella misma”. De tal manera que cuanto “de autobiográfico habían tenido los libros
de Celia hasta entonces se intensifica en Celia en la revolución”. Es a
través de aquella joven Celia que “vemos y sentimos los pensamientos y los
sufrimientos de Elena Fortún durante la Guerra Civil española”. Celia,
Elena-Encarnación y Eusebio de Gorbea (el marido de la autora, que inspira el
personaje del padre de Celia en la novela de la que te vengo hablando) son
republicanos “de corazón”, escribe Dorao, pero no pertenecen a ningún partido
ni son depositarios de ideología alguna. Elena Fortún actúa, sin pretenderlo,
como una historiadora, pues al narrar bajo la ficción literaria su experiencia
bajo la guerra y la revolución españolas actúa no como una jueza, sino que lo
que hace es preguntarle a la realidad contándonos lo que vivió, contándonos,
como leo en el prólogo a Celia en la revolución, su “doloroso asombro”.
[...]
En aquel verano del año 36 la revolución provocada por el fracaso del
golpe militar (“todo el mundo va mal vestido”, narra Elena/Celia), la
revolución que titula el libro de Elena Fortún, lo inunda todo en aquellos
lugares como Madrid, donde transcurre buena parte
de la novela, y con la revolución la represión (una palabra muy de historiador que
Celia, que Elena, no maneja), la némesis de espejo de la violencia golpista:
“Por las noches oigo descargas y
tiros aislados, gritos algunas veces, y carreras desatinadas que pasan debajo
de los balcones y se alejan, dejando algo trágico en el aire”.
Y la duda de alguien a quien todo esto le viene grande (“antes en casa
jamás se decía nada de política, ni de guerras ni de revolución, ¡pero
ahora…!”), porque no lo entiende, porque no puede asimilarlo desde su natural
bondad crecida sin miedos ni odios:
“¿Quién tendrá razón? ¡Pero es
horrible haber llegado a esto…! Fusilan a todo el mundo… se matan en la sierra,
todo es suciedad, polvo, palabrotas, malas maneras…”
“¡A qué tiempos hemos llegado!”, tiene razón la criada Valeriana.
Tiempos en los que “la mayor parte no abandona ese aire de seria dignidad
que tiene ahora el pueblo”. Tiempos, ya digo, de horror. Dignidad
y horror:
“Anteanoche un pobre hombre pedía
socorro cuando le iban a fusilar… ¡Es horrible! Se despertó un niño aterrado…
No todos tienen el valor de morir en silencio…”
Es febrero de 1937 y el padre de Celia va comprendiendo poco a poco la
difícil situación en la que se encuentran (él es militar republicano), y así se
lo explica a ella:
“Ten en cuenta que el Gobierno no
tiene un ejército disciplinado, no tiene una policía interna, no tiene nada que
le defienda y haga cumplir sus órdenes, más que este pueblo inculto,
indisciplinado y desatinado… este pobre pueblo en cuyas manos estamos tú y yo,
y no le tememos ¿verdad, hija mía, que no le tememos? […] No, no tememos a este
pueblo porque le queremos, y él lo sabe; la inteligencia puede equivocarse, la
intuición no se equivoca nunca…”
El padre de Celia es consciente de que en España en aquellos años lo que
se estaba viviendo era “la más espantosa de las traiciones”, la que
había dado como resultado la revolución: “quitarle a un gobierno sus medios de
defensa y volverlos contra él y el pueblo”.
[...]
Celia, que viaja de Segovia a Madrid, de Madrid a Valencia… que está algunos
días en Albacete, que también vive algún tiempo de aquellos tres años bélicos
en Barcelona, quiere adivinar lo que es enamorarse durante esta novela de
zozobras y temblor, poblada de escenas horribles:
“Dicen que en la Diagonal hay un
tronco de mujer colgando de un árbol… Yo he visto un pegote de masa encefálica
en la pared de una casa… Ayer corría un hombre llevando en la mano agarrada la
otra mano separada del brazo… ¡Se oyen horrores!…
Hay luna estas noches y la ciudad,
indefensa y blanca, se ofrece a la muerte en silencio… ¡Qué horror, Dios mío!”
Y como lúgubre escenario de cuanto leemos en Celia en la revolución
la escasez, el hambre (“en mi
casa no comemos, pero nos reímos más”, dice alguien; “gracias a que estamos
tristes”, afirma otro personaje femenino, y “como estamos tristes no nos
importa no tener nada para cenar”). El hambre:
“Aquí, al principio, nos comíamos
las vacas de leche y los bueyes de carreta que traían los refugiados de
Talavera… Luego la emprendimos con las mulas y los caballos cansinos… Ya hemos
acabado con los perros y los gatos y ahora nos estamos comiendo los burros…
Esos van a durar hasta el fin de la guerra, porque ya sabes que son los que más
abundan…”
El hambre (comer la piel de las patatas o las hojas de las violetas,
beber bencina) y la ausencia del valor del dinero en la zona republicana en los
meses finales de la guerra, ya estamos a finales de 1938, a comienzos
del año 39, cuando vemos intercambiar (o, al menos intentarlo), dos pitillos
por medio kilo de azúcar, un ovillo de lana por seis huevos, un kilo de sal por
una camiseta, dos kilos de patatas por una chaqueta de abrigo…
“Va pasando este enero del año
1939, frío, azul, de claros días cristalinos, transparentes, helados… ¿Qué está
pasando?”
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| Elena Fortún |
¿Qué ocurre en aquel Madrid de los últimos días de la
República ya prácticamente derrotada? Lo vemos, también, a través de los ojos de
Celia/Elena, de sus sentimientos, su dolor y su incontenible decisión permanente.
Lo que ocurre es que “nadie dice nada”. El “desbordamiento gritón de los
primeros días” fue sucedido primero por el silencio pero luego surgió “una
actividad rumorosa, como de colmena que trabaja alegre desafiando el peligro”.
Pero ahora, en los días finales ha regresado el silencio, también la tristeza,
“el miedo a algo que viene”. Ese no saber qué harán con uno por su “pecado de
democracia”.
Celia llora: “¡lloro porque hemos perdido la guerra!”. Celia se despide
de Madrid:
“Papá decía que somos tierra del
país donde nacemos. ¡Tierra mía de Madrid! De rodillas la beso”.
Pero sabemos que es Elena, que es Encarnación Aragoneses Urquijo quien
llora, quien besa la tierra de Madrid de la que se despedirá (no para siempre,
eso lo sabemos de Encarna/Elena).
“¡Madrid de mi alma
adiós!"
Celia regresa a Valencia antes de que todo esté perdido para la República
y de allí al exilio. Como tantos y tantas españolas y españoles vencidos.
“¡Estoy en las manos de
Dios!”
[...]
Este texto pertenece a mi artículo ‘El sufrimiento amable de Celia Elena Gálvez Fortún durante la Guerra Civil’, publicado el 5 de febrero de 2021 en Nueva Tribuna, que puedes leer completo EN ESTE ENLACE.




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