A propósito de Woody Allen

A propósito de nada, las esperadísimas memorias del maravilloso cineasta estadounidense Woody Allen, han dado en ser un libro frenético, sin descansos, sin capítulos, sólo con quince saltos de párrafo como vago interludio: pura adrenalina literalmente genial.

La obra, editada en España por Alianza editorial (gracias por eludir el miedo imbécil) y muy bien traducida por Eduardo Hojman, es un vendaval de humor. Un humor por supuesto inteligente, como es siempre el humor.

“La gente me pregunta si alguna vez tengo miedo de despertar una mañana y no ser gracioso. La respuesta es no, porque ser gracioso no es algo que te pones como una camisa cuando te despiertas y de pronto es una camisa que no puedes encontrar. Simplemente, o eres gracioso o no lo eres. Si lo eres, lo eres, no se trata de algo que puedas perder ni de una locura temporal. Si me despertara y no fuera gracioso, no sería yo. Eso no significa que no puedas despertarte de mal humor, odiando el mundo, cabreado con la estupidez de la gente, furioso ante el vacío del universo, lo que confieso que hago puntualmente cada mañana; pero en mi caso eso sirve para hacer brotar mi humor, no para anularlo. Al igual que Bertrand Russell, siento una gran tristeza por el mundo. A diferencia de Bertrand Russell, no sé hacer cálculos matemáticos complejos. Y tal vez no pueda transmutar mi sufrimiento en un gran arte o una gran filosofía, pero puedo escribir buenos chistes cortos que sirven para distraer momentáneamente y brindan un breve respiro de las consecuencias irresponsables del Big Bang”.


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Aclararé cual es, según las palabras de su propio autor, el “tema principal del libro” (que pudiera parecer un recorrido por su vida y obra, y que lo es, pero dejémosle a él que lo crea y haga su Gran Chiste): “la búsqueda de Dios en un universo violento carente de sentido”.

“Este es un mundo en el que jamás me sentiré cómodo, al que jamás entenderé, jamás aprobaré ni perdonaré”.

El caso es que tenemos a un tal Allan Stewart Konigsberg (nacido en 1935) que decide llamarse Woody Allen porque sí, para firmar sus primeros chistes en periódicos con un nombre más molón. Lo de molón es mío. (Soy así de simple.)
El cineasta norteamericano (que es capaz de admitir que toda su carrera, su vida, “se deben a la suerte”) habla a menudo de sus influencias (“es difícil exagerar lo que Bob Hope representaba para mí”) y pronto nos presenta a su primer descubridor, un pariente lejano que escribía y dirigía comedias, Abe Burrows.
Con 18 años, ya ganaba el triple de dinero del que ganaban sus padres. Es entonces, en aquellos tiempos, cuando conoce a Harlene Rosen, que se convertirá en su primera esposa.

            “Lo que sucedió a continuación fue una pesadilla para los dos, pero la culpa fue mía”.

Cuando Woody Allen, a sus 20 años, estuvo trabajando en Los Ángeles, su gran maestro escribiendo sketches humorísticos fue Danny Simon (hermano del autor teatral Neil Simon), y fue entonces cuando aprendió el exigente esfuerzo de un escritor que trabaja, con un horario, de 9 a 6.

“Seguía siendo estúpido (es como conducir, jamás se pierde), primitivo, neurótico, nada preparado para el matrimonio, un caos emocional que salía adelante porque tenía lo que Neil Coward denominó un don para divertir”.

            

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            “Lamento no haber hecho jamás un gran film”.

Sobre dejar un legado, Woody Allen despide su fabuloso A propósito de nada, así:

Más que vivir en los corazones y en las mentes del público, prefiero seguir viviendo en mi casa”.




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