Cuando Woody Allen y Sean Penn invocaron a Django Reinhardt

Acordes y desacuerdos es el título que en España recibió la película Sweet and Lowdown, rodada en 1999 bajo la dirección y escritura del gran Woody Allen. Sus poco más de 90 minutos estuvieron protagonizados por un actor extraordinario, Sean Penn, que contó con la brillante réplica de la actriz Samantha Morton.



El arte, la vida, la música, los seres humanos. Enamorarse de la música. Saber emocionar con la música que sale del alma. Esa es la esencia de esta hermosa y divertida película tan genialoide como lo son tantas películas del genial cineasta que es Allen, quien crea un impresionante personaje, el que recrea a su vez Penn como el magnífico actor que es. Un personaje que es un artista extraordinario enamorado de la grandeza de su contemporáneo Django Reinhardt y atemorizado por ella, a la que ama y envidia al mismo tiempo, un personaje ceñido a la bohemia vida de quien no sabe vivir pero sí embellecer la vida con su arte y ensuciarla con su vida. Un personaje que no es impresionante porque reproduzca las maravillosas características de las personas deslumbrantes, cultas, respetuosas, educadas, solidarias, amables… Un personaje que es impresionante porque es un ser humano vulgar, mal educado, egoísta hasta su propia médula de imbécil, pero que, siendo todas esas vilezas tan habituales en tantos humanos, es, además, un artista, un músico sublime, único, vibrante. Penn y Allen, sí, nos deslumbran al ponernos cara a cara con la conmovedora destreza de la música, una obra casi divina, increíble, gigantesca, salida del caletre y de las habilidades sicomotrices de hombres y mujeres dotados de un toque auténticamente mágico que inexplicablemente puede ir a parar a auténticos energúmenos únicamente humanizados por su capacidad de hacer sonar la gloria y moverla como si la belleza fuera una invención suya.

De aquella maravilla escribió en aquel año 1999 en el diario madrileño El País el gran crítico cinematográfico Ángel Fernández Santos lo siguiente (algo que yo suscribo enteramente):

"Un prodigio filmado a ritmo de jazz (...) Un choque de genios. Otro salto de Allen a la cumbre luminosa y amarga de la gran comedia."

Porque sin la música no hay nada,
sólo el silencio de las guerras:
la música y su pizpireta actitud infantil
salida de lo más profundo de la vida,
vertical, solícita,
como la necesaria conmoción que es,
el impulso que mueve el Universo.
La música en la noche
se convierte en luz
y puede ser un lugar,
una respiración,
la nada y el cambio.
El sonido de la música, brisa cuajada
de estrellas, animales atentos
y secuencias de vida, sinceridad y dolor…

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