PAZ, PIEDAD, PERDÓN
Manuel
Azaña pronunció su último
discurso, no sólo como presidente de la Segunda República sino en toda su
dilatada carrera política, en el Ayuntamiento de Barcelona el 18 de julio de
1938, con motivo del segundo aniversario del comienzo de la Guerra Civil
española.
Ese discurso
es conocido con el nombre que recibió tras el aldabonazo estremecedor de sus
tres últimas palabras: PAZ, PIEDAD, PERDÓN, que aún resuenan como una
auténtica invitación a la concordia que permitiese poner fin a un
conflicto y refundar España en el sentido patriótico que Azaña defendió durante
casi toda su vida (“nosotros vemos en la patria una libertad, fundiendo
en ella, no solo los elementos materiales de territorio, de energía física o de
riqueza, si no todo el patrimonio moral acumulado por los españoles en veinte
siglos y que constituye el titulo grandioso de nuestra civilización en el mundo”).
Reproduzco
a continuación un extracto del mismo.
«Cada vez
que los gobiernos de la República han estimado conveniente que me dirija a la
opinión general del país, lo he hecho desde un punto de vista intemporal,
dejando a un lado las preocupaciones más urgentes y cotidianas, que no me
incumben especialmente, para discurrir sobre los datos capitales de nuestros
problemas, confrontados con los intereses permanentes de la nación.
A pesar de
todo lo que se hace para destruirla, España subsiste. En mi propósito, y para
fines mucho más importantes, España no está dividida en dos zonas delimitadas
por la línea de fuego; donde haya un español o un puñado de españoles que se
angustian pensando en la salvación del país, ahí hay un ánimo y una voluntad
que entran en cuenta. Hablo para todos, incluso para los que no quieren oír
lo que se les dice, incluso para los que, por distintos motivos contrapuestos,
acá o allá, lo aborrecen. Es un deber estricto hacerlo así, un deber que no
me es privativo, ciertamente, pero que domina y subyuga todos mis pensamientos.
Añado que no me cuesta ningún esfuerzo cumplirlo; todo lo contrario. Al cabo de
dos años, en que todos mis pensamientos políticos, como los vuestros; en que
todos mis sentimientos de republicano, como los vuestros, y en que mis
ilusiones de patriota, también como las vuestras, se han visto pisoteados y
destrozados por una obra atroz, no voy a convertirme en lo que nunca he sido:
en un banderizo obtuso, fanático y cerril.
[…]
Lo que
importa es tener razón, y después de tener razón, importa casi tanto saber
defenderla; porque sería triste cosa que, teniendo razón, pareciese como si la
hubiésemos perdido a fuerza de palabras locas y de hechos reprobables. Es
seguro que, a la larga, la verdad y la justicia se abren paso; mas, para que se
lo abra, es indispensable que la verdad se depure y se acendre en lo íntimo de
la conciencia y se acicale bajo la lima de un juicio independiente y que salga
a la luz con el respaldo y el seguro de una responsabilidad. He deseado siempre
que todos lo hagan así. […] llamo en primer término vuestra atención sobre un
hecho que todos conocéis: de todas las fases por las que ha ido pasando este
drama español, la que hoy predomina y absorbe a todas las demás es la fase
internacional.
[…]
Las tesis
que han prevalecido en el exterior, entre los que se ocupan de nuestro
problema, en cuanto problema europeo, consisten en afirmar que es indispensable
limitar la guerra de España y extinguir la guerra de España. Se entiende por
limitar la guerra de España tomar aquellas precauciones y aquellas medidas que
corten el peligro de conflagración general salido de nuestro problema, y por
extinguir la guerra de España la pacificación de nuestro país. He tenido la ocasión
de decir ya, meses hace, que limitar la guerra de España es obligación de
los demás, porque no hemos sido nosotros quienes hemos extendido la guerra de
España a los intereses de otras potencias; que incumbe a los demás limitar
la guerra de España. Nosotros no tenemos medios de impedir que desembarquen en
España los millares de hombres y millares de toneladas de material de guerra de
Italia y Alemania. Incumbe los demás limitar la guerra de España; extinguir la
guerra de España les incumbe a los españoles; pero les incumbe, les incumbirá
cuando haya desaparecido de la Península el padrón de ignominia que supone la
presencia de los ejércitos extranjeros luchando contra los españoles; antes,
no.
Para limitar
la guerra de España, secundando aquella iniciativa exterior y desmintiendo
una vez más los supuestos propósitos de los gobiernos españoles favorables a
una conflagración general, la República ha consentido sacrificios inmensos,
sacrificios en su interés, sacrificios en su derecho. A todo lo largo de la
lamentable historia de la política de no-intervención, está siempre el
sacrificio de la República y de los gobiernos republicanos. Del valor moral, de
la energía cívica, de la perspicacia política que haya en el fondo de la
política de no-intervención, la historia juzgará; pero nosotros estamos
autorizados para decir desde ahora que, sin dudar de las buenas intenciones de
los demás, tal como ha funcionado y funciona la política de no-intervención, ha
parecido que el único que no tenía derecho a intervenir en la guerra de España
era el Gobierno español. Producto de esa tesis y órgano de esa política son el Comité
de Londres y su acuerdo reciente, que todos conocemos.
[…]
Las otras
fases por que ha ido pasando el problema de España, o están vencidas, o están
agotadas. Me refiero, claro está, al pronunciamiento inicial y a la guerra
civil de que aquel pronunciamiento fue señal. Es un hecho indiscutible que el
pronunciamiento militar fracasó; fracasó a las 48 horas, y estos dos años en
que el poderoso concurso de hombres y material -más importante quizá el del
material que el de hombres- de Alemania y de Italia y la numerosa presencia de
la morisma, no han bastado para derrocar por la fuerza a la República, están
probando qué habría sido del pronunciamiento y de la guerra civil
subsiguiente sin el auxilio exterior.
Esta no es
una afirmación o una condolencia vana y puramente teórica, porque está preñada
de consecuencias de orden político. La guerra civil está agotada, no
porque haya arriado las banderas ni porque hayan suscrito nuestras tesis o
nuestros puntos de vista políticos sobre la mejor manera de gobernar a nuestro
país, no; está agotada por efecto de la experiencia terrible de estos dos años.
En las bases
del ataque armado contra la República había, entre otros, unos errores que
conviene señalar. Había, en primer término, un error de información, abultado y
explotado por la propaganda: el error de creer que nuestro país estaba en
vísperas de sufrir una insurrección comunista. Todos sabemos el origen de
aquella patraña. Es un artículo de exportación de Alemania e Italia, que
sirve para encubrir empresas mucho más serias. ¡Una insurrección comunista el
año 36! ¡Cuando el Partido Comunista era el más moderno y menos numeroso de
todos los partidos proletarios; cuando en las elecciones de febrero los
comunistas habían obtenido, incluso dentro de la coalición, diecisiete actas,
que representaban menos del cuatro por ciento de todos los sufragios emitidos
en aquella ocasión en España! ¿Quién iba a hacer esa revolución? ¿Quién la iba
a sostener? ¿Con que fuerzas, suponiendo, que ya es suponer, que alguien hubiera
pensado en semejante cosa?
La lógica
hubiera prescrito que ante una amenaza de este tipo o de otro semejante contra
el Estado republicano y contra el Estado español, que no era comunista, ni
estaba en vías de serlo, de alto abajo, ni en los costados, todas esas fuerzas
políticas y sociales amedrentadas por esa supuesta amenaza, se hubieran
agrupado en torno al Estado para defenderlo, hubieran hecho el cuadro en torno
suyo, porque al fin y al cabo era un Estado burgués; pero, lejos de eso, lo
cual prueba la falsedad de la tesis, en lugar de defenderlo lo asaltaron. Un
error, además, sobre el verdadero estado del país, que no en vano venía siendo
trabajado, no ya desde la República, si no desde 1917, y si se me apura un
poco, desde comienzo de siglo, por una profundísima corriente de
transformación política. Y derivado de este error, otro todavía más grave:
el error de suponer que el pueblo español, atacado por sorpresa, no sabría ni
podría ni querría defenderse. Estos errores sirvieron de base, de incentivo al
móvil inmediato, al móvil inmediato confesable, que era defender los intereses,
respetables sin duda, que se suponían amenazados por una revolución
bolchevique. Y las pasiones que azuzaban esto, triste es decirlo, no eran si no
el odio y el miedo, que han cavado en España un abismo que se va colmando de
sangre española; y el resorte original, la intolerancia castiza, la
intolerancia fanática. El enemigo de un español es siempre otro español. Al
español le gusta tener libertad de decir y pensar lo que se le antoja, pero
tolera difícilmente que otro español goce de la misma libertad, y piense y diga
lo contrario de lo que él opinaba.
Conjugados
todos estos elementos, se produce el alzamiento y ataque a mano armada contra
la República y, en vez del triunfo fácil, del triunfo alegre para los agresores
-penoso únicamente para los agredidos- , estalla una calamidad nacional, que
no tiene precedente en la historia de España, con todas las consecuencias de
orden político y económico, fácilmente previsibles, y que no dejaron de ser
previstas, para cuando se produjera un ataque contra la solución de término
medio que representaba la República. Y ya estáis viendo, ya estarán viendo el
cuadro: el triunfo en las nubes; cientos de miles de muertos; ciudades ilustres
y pueblos humildísimos, desparecidos del mapa; lo más sano de ahorro nacional,
convertido en humo; los odios, enconados hasta la perversidad; hábitos de
trabajo, perdidos; instrumentos de trabajo, desaparecidos; la riqueza nacional,
comprometida para dos generaciones. Y aquellos que, con esta operación,
deseándola, preparándola, sirviéndola, pensaban poner a salvo esta u otra parte
de su riqueza o de su interés, han averiguado ya que, merced a su operación,
han sufrido lesiones, en el orden material y en el orden moral, mucho mayores
que las que hubieran podido sobrevenirles de la República, aunque la República
hubiera sido revolucionaria, y no moderada y parlamentaria como realmente lo
era.
El daño
ya está causado; ya no tiene remedio. Todos los intereses nacionales son solidarios, y, donde una
quiebra, todos los demás se precipitan en pos de su ruina, y lo mismo le
alcanza al proletario que al burgués; al republicano que al fascista; as todos
igual. Durante cincuenta años, los españoles están condenados a la pobreza
estrecha y a trabajos forzados si no quieren verse en la necesidad de
sustentarse de la corteza de los árboles. Y el proletario que percibiera o
perciba un salario de veinticinco pesetas será más pobre que cuando percibía
uno de cinco o seis, y el millonario de pesetas se contentara con ser
millonario de perras chicas o de céntimos, todo lo más. Esto ya no tiene
remedio. Añádase a eso la empresa de desnacionalización, la empresa de
desespañolización, anexa e inherente a la presencia de los gobiernos y de las
tropas extranjeras en España, la cual empresa no se caracteriza ni se denota
principalmente en el orden militar, ni siquiera en el orden político o
internacional, con ser tan grave. Donde se denota y se muestra la garra clavada
implacablemente en lo más vivo del ser español es en el orden económico. Las
sumas gastadas por Italia y Alemania en España no las perdonarían; ni los
esfuerzos hechos; ni abandonarían las posiciones tomadas, y, si los planes de
los agresores se realizasen, durante dos o tres generaciones lo más fructífero
del trabajo español iría a las arcas de Roma y de Berlín, para quienes estarían
trabajando los españoles, como les ocurrió a algunas de las naciones vencidas
en la gran guerra hasta que se declararon en quiebra, porque España en esas
condiciones sería una nación vencida y sojuzgada.
Por esto
afirmo que muchos, cuando no todo, de los que han calentado y sustentado la
guerra civil en España y todavía la sostienen, descubren ahora que en la
guerra han comprometido y perdido mucho más de lo que imaginaban comprometer o
poder perder. ¡Y cuántos, cuántos, y no de los menores, darían algo bueno
por volver al mes de julio de 1936, y lo pasado, pasado, y que se borrase esta
pesadilla y, sobre todo, que se borrase la responsabilidad de haberla
desencadenado! La guerra civil está agotada en sus móviles porque ha dado
exactamente todo lo contrario de lo que se suponía que se proponían sacar de
ella, y ya a nadie le puede caber duda de que la guerra actual no es una guerra
contra el Gobierno, ni una guerra contra los gobiernos republicanos, ni
siquiera una guerra contra un sistema político: es una guerra contra la nación
española entra, incluso contra los propios fascistas, en cuanto españoles,
porque será la nación entera, y ya está siendo, quien la sufra en su cuerpo y
en su alma.
Yo afirmo
que ningún credo político, venga de donde viniere, aunque hubiere sido
revelado en una zarza ardiente, tiene derecho, para conquistar el poder, a
someter a su país al horrendo martirio que está sufriendo España. La
magnitud del dislate, el gigantesco error, se mide más fácilmente con una
consideración menos dramática, casi vulgar. Hace dos años que empezó este
drama, motivado aparentemente en el orden político por no querer respetar los
resultados del sufragio universal en el mes de febrero del 36. Han pasado dos
años. Y cabe discurrir que, con la fugacidad de las situaciones políticas en
España y con las fluctuaciones propias de las instituciones democráticas y de
las variantes de la voluntad del sufragio popular, si en vez de cometer esta
locura se hubiera seguido en el régimen normal, a estas horas es casi seguro
que estaríamos en vísperas de una nueva consulta electoral, en la cual todos
los españoles, libremente, podrían probar sus fuerzas políticas en España. ¿Qué
negocio ha sido este de desencadenar la guerra civil?
Si convierto
ahora la mirada a otros puntos del horizonte, es de advertir, hablando siempre
con la misma lealtad, que en cuanto el Estado republicano y la masa general del
país se repusieron del aturdimiento, de la conmoción causada por el golpe de
fuerza, empezaron a reanudarse aquellos vínculos que la espada cortó. Y ciertas
verdades, que habían sido inundadas por el aluvión, volvieron a ponerse a flote
y a entrar en nueva vigencia, y, por fortuna, hoy nadie las desconoce; por
fortuna, porque no se pueden infringir impunemente. Destaco entre ellas que todos
los españoles tenemos el mismo destino, un destino común, en la prospera y en
la adversa fortuna, cualesquiera que sean la profesión religiosa, el credo
político, el trabajo y el acento, y que nadie puede echarse a un lado y
retirar la puesta. No es que sea ilícito hacerlo: es que, además, no se puede.
Que el Estado, en sus fines propios es insustituible, y no hay mas estado digno
de este nombre, sin sus bases funcionales, cuales son el orden, la competencia
y la responsabilidad; que no puede fiarse nada a la improvisación, como no se
quiera decir que improvisación es hacer pronto y bien las cosas que la torpeza
o la desidia hacían tarde y mal; fuera de ello, en la vida no se improvisa
nada, y cuando se habla de improvisación se dice un vocablo vicioso o vacío, y
cuando la improvisación se confunde con el arbitrismo, se cosechan tonterías,
novatadas y fracasos. Y por último, que nuestra guerra, tal como nosotros la
entendemos y padecemos, es una guerra de defensa, y su justificación única
reside precisamente en la defensa del derecho estatuido para la garantía de la
libertad de toda la nación y de la libertad política de sus miembros, sin que
sea lícito anteponer al fin único de la guerra fines secundarios, ni hacer
desviar hacia ellos la guerra misma, por respetables y venerables que sean esos
fines.
[…]
[Hay que
recordar] que en la guerra no se ventila una cuestión de amor propio;
que el triunfo de la República no podría ser el triunfo de un caudillo de un
partido, si no el triunfo de la nación entera, restaurada en su soberanía y en
su libertad. Sin amor propio, porque en una guerra civil -yo lo digo desde lo
más profundo de mi corazón- no se triunfa personalmente sobre un compatriota.
[…]
Esta es la
grandeza inconfundible del ejército español, del ejército de la República,
el ejército que es ahora verdaderamente la nación en armas, en cuyas filas
tanto el burgués como el proletario, tanto el intelectual como el manual,
luchan y mueren juntos y aprenden a conocerse y a saber que por encima de las
diferencias de clase y por encima de todos los contrastes de las teorías
políticas, esta, no solo la indomable condición humana que nos iguala, si no la
emoción de ser españoles, que a todos nos dignifica.
[…]
Ellos forjan
el porvenir, y yo del porvenir no sé nada. El papel de profeta no me cumple.
Y como, además, estoy en mi patria, no quiero forzar la veracidad del adagio.
Del porvenir ha hablado el Gobierno, y está más en su función. Hace pocas
semanas, el Gobierno de la República ha promulgado una declaración política que
ha hecho bastante ruido, y yo lo celebro. En esa declaración política, lo que
yo encuentro es la pura doctrina republicana -nunca he profesado otra-, y al
prestarle mi previo asentimiento a esa declaración sin ninguna reserva, no hice
más que remachar y repasar todos mis pensamientos y palabras de estos años.
Para llenarla de contenido cada día más, para realizarla a fondo, no deben
ponerse obstáculos al Gobierno, a este o a otro Gobierno que sustente la misma
doctrina. Y es de advertir que no puede haber ningún Gobierno que no la
sustente. En esa declaración, hablando del porvenir, el gobierno alude, más que
alude, nombra expresamente la colaboración de todos los españoles el día de
mañana, después de la guerra, en la obra de reconstrucción de España. Ha hecho
bien el Gobierno en decirlo así. La reconstrucción de España será una tarea
aplastante, gigantesca, que no se podrá fiar al genio personal de nadie, ni
siquiera de un corto número de personas o de técnicos; tendrá que ser obra de
la colmena española en su conjunto, cuando reine la paz, una paz nacional, una
paz de hombres libres, una paz para hombres libres.
Y entonces,
cuando los españoles puedan emplear en cosa mejor este extraordinario caudal de
energías que estaba como amortiguado y que se ha desparramado con motivo de la
guerra; cuando puedan emplear en esa obra sus energías juveniles que, por lo
visto son inextinguibles, con la gloria duradera de la paz, sustituirán la
gloria siniestra y dolorosa de la guerra. Y entonces se comprobará una vez más
lo que nunca debió ser desconocido por los que lo desconocieron: que todos
somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo. Ahí está la base
de la nacionalidad y la raíz del sentimiento patriótico, no en un dogma que
excluya de la nacionalidad a todos los que no lo profesan, sea un dogma
religioso, político o económico. ¡Eso es un concepto islámico de la nación y
del Estado! Nosotros vemos en la patria una libertad, fundiendo en ella,
no solo los elementos materiales de territorio, de energía física o de riqueza,
si no todo el patrimonio moral acumulado por los españoles en veinte siglos y
que constituye el titulo grandioso de nuestra civilización en el mundo.
Habla de
reconstrucción el Gobierno. Y en efecto, reconstrucción será en todo aquello
que atañe al cuerpo físico de la nación: a las obras, a los instrumentos de
trabajo etcétera; pero hay otro capítulo, en otro orden de cosas, en que no
podrá haber reconstrucción; tendrá que ser construcción desde los cimientos,
nueva. Y esto, por motivo, por causas que no dependen de la voluntad de los
hombres ni de los programas políticos, ni de las aspiraciones de nadie. En
primer lugar, la conmoción producida por la guerra ha derrocado todas las
convenciones sociales en vigor, no me refiero a las convenciones del tipo
jurídico, si no a las convenciones de la vida social, del trato entre hombres,
echándolas por el suelo al poner a cada cual en trance terrible de afrontar con
inminencia la muerte. Todo el mundo, altos y bajos, han mostrado ya, sin
disfraz, lo que lleva dentro, lo que realmente es, lo que realmente era De
suerte que hemos llegado, por causa no precisamente de las operaciones
militares, si no de la conmoción general originada en la guerra, a una especie
de valle de Josafat, como después del acabamiento del mundo, en el que nadie
puede engañarse ni engañarnos: todos sabemos ya quienes éramos todos. Muchos se
han engrandecido, otros, y no pocos, se han envilecido. ¡Dichoso el que
muere antes de haber enseñado el límite de su grandeza! Muchos no han
muerto, por desgracia suya. Esta conmoción de orden moral creara en el
porvenir de España una situación digamos, incomoda, porque, en efecto, es
difícil vivir en una sociedad sin disfraz, y cada cual tendrá delante ese
espejo mágico, donde ya no se verá con la fisonomía del mañana, si no donde,
siempre que se mire, encontrara lo que ha sido, lo que ha hecho y lo que ha
dicho durante la guerra. Y nadie lo podrá olvidar, no por espíritu de venganza,
si no como no se pueden olvidar los rasgos de la fisonomía de una persona.
[…] Nunca ha sabido nadie ni ha podido predecir nadie lo que se funda con una guerra ¡nunca! Las guerras, sean o no exteriores y, sobre todo, las guerras civiles, se promueven o se desencadenan con estos o los otros programas, con estos o los otros propósitos, hasta donde llega la agudeza, el ingenio o el talento de las personas; pero jamás en ninguna guerra se ha podido descubrir desde el primer día cuales van a ser sus profundas repercusiones en el orden social y en el orden político y en la vida moral de los interesados en la guerra.
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