Los quince años de reinado, bajo el
sistema canovista de la Restauración que había inaugurado su padre, le llegaron
a Alfonso XIII en una coyuntura singular, mediatizada por la Primera Guerra
Mundial.
España se estaba viendo beneficiada
por su neutralidad en el conflicto y su industria incrementaba su producción
aprovechando la extrema necesidad de los países combatientes. Algo que lejos de
reducir las diferencias entre ricos y pobres, entre clases adineradas y clases
bajas, las acrecienta. Algo que da un nuevo impulso al muy consciente y
organizado movimiento obrero.
El sistema, basado en la perversión
democrática que es el caciquismo, viene asistiendo a la decrepitud de los
partidos dinásticos que sostienen a la monarquía borbónica. Y al desarrollo y
pujanza de los partidos nacionalistas, de mirada separatista el vasco y más
imbricado en el intento de arreglar España el catalán. Como también al despegue
de las formaciones republicanas, abastecidas de parte del obrerismo pero sobre
todo de la mayoría de los intelectuales y de los nuevos componentes de la clase
media.
Al sistema político de la
Restauración se le empieza a aparecer cada vez más como necesario para su
pervivencia traspasar su liberalismo para adentrarse en la democracia o
sobrevivir desde su propia quintaesencia y reforzar cuanto tiene de autoritario
y a la propia oligarquía a la que sostiene y que le sostiene. Fuera del sistema
cada vez es más evidente que la salida que queda es la ruptura con la forma de
gobierno, y el establecimiento de la república como puerta hacia el futuro
común de los principales países de su entorno.
La crisis era en cualquier caso
evidente ya desde los años finales de la primera década del nuevo siglo, desde
el fracaso del maurismo y la inacabada obra de José Canalejas, que precipitaron
la quiebra de cada uno de los dos partidos que sustentaban la Restauración, el
conservador y el liberal.
Y en eso llegó, en 1914, la Gran
Guerra. Y una tensión social muy superior a la del año 9, a aquella que conocemos
como Semana Trágica, tan localizada.
Sí, en el año 17 coincidieron tres
tipos de reivindicaciones durante el verano: la de los militares, cada vez más
beligerantes en los asuntos políticos a medida que transcurría la
contemporaneidad española; la obrera; y la de los grupos políticos más
dinámicos y resueltos, los republicanos, sus cada vez más allegados
colaboradores, los socialistas, y los nacionalistas periféricos. La creación de
los en principio ilegales sindicatos que fueron las Juntas de Defensa de unos,
la huelga general de otros y la convocatoria y desarrollo de la llamada
Asamblea de Parlamentarios de los últimos llegaron a coincidir en los meses
estivales de 1917, si bien lo que salvó al reinado de Alfonso XIII y al sistema
de la Restauración fue la evidencia de que los tres movimientos, lejos de
complementarse, se repelían para alimentar en el fondo sin pretenderlo las
pequeñas posibilidades hegemónicas de los monárquicos.
Que los mismos juntistas (ya
legalizados) se encargaran, en algunos casos personalmente, de reprimir el
movimiento huelguístico y que el partido que había promovido la Asamblea, la
Lliga Regionalista, se aviniera a cooperar en la formación de un Gobierno de
concentración para sacar al sistema del abismo a que parecía asomarse son
razones de peso para afirmar que, una vez más, la base de la seguridad y de la
propiedad, esto es, del orden social¸ tal y como venía entendiéndose desde los
albores de la contemporaneidad, iba nuevamente a vencer sobre los otros
principios del liberalismo que servían de magma a la monarquía constitucional
de Alfonso XIII, esto es, la libertad y la igualdad.
Este
artículo apareció por primera vez publicado en la revista colombiana Al
Poniente, el 25 de abril de 2015.

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