Paco Cerdà (nacido en 1985) es periodista y, además de ejercer esta profesión, ha ido publicando diversos libros de ‘no ficción’.
De entre todos sus volúmenes, me
interesa detenerme ahora en su última entrega, Presentes (2024), obra
por la que se le ha concedido el Premio Nacional de Narrativa 2025.
Así lo haré, aunque en este caso
también deba referirme a las dos obras anteriores que completan una suerte de
trilogía: El peón (2020) y 14 de abril (2022).
Cerdà se dio a conocer como reportero
en el diario Levante-EMV y hoy colabora con El País. Sus
artículos son pequeñas piezas literarias en el mejor sentido.
Son pequeñas por las reglas y las
restricciones del periodismo. Y son piezas literarias no por fabular (cosa que
sería un grave quebranto de su credo periodístico), sino por lograr una prosa
esmerada, y por una calculada y eficaz disposición narrativa, que atrapa. Y
todo ello lo alcanza incluso cuando el asunto en sí podría parecernos menor.
En su escritura, lo que ocurre deja
de ser simple información, dato bruto de una experiencia, para convertirse en
relato con trama y con personajes trazados al natural que deben sobrevivir a
unas circunstancias frecuentemente adversas.
De entre sus libros, lamento no haber
leído aún Los últimos. Voces de la Laponia española (2017), publicado
apenas un año después de La España vacía (2016), de Sergio del Molino.
El título remite, con humor frío, a
la serranía de Cuenca y a la meseta despoblada, esas localidades de seis u ocho
habitantes que parecen resistirse heroicamente a la desaparición.
Tengo interés en leerlo porque en él
reverbera la memoria de mis propios ancestros: la voz de mi abuela, la de mi
padre, la sombra de un abuelo al que no conocí. Pero volvamos a la trilogía que
nos ocupa.
El peón,
14 de abril y Presentes comparten dos rasgos esenciales. La
primera, una estructura narrativa fragmentaria, hecha de un asunto principal y
de múltiples microhistorias que completan el cuadro. La segunda, un criterio de
rigor: documentar exhaustivamente lo contado sin dejar espacio a la
invención… gratuita.
Es por eso por lo que, en sus libros,
Cerdà incluye siempre un apartado final de “Fuentes”. Para el historiador, dar
cuenta de los documentos es un requisito académico; para el periodista, una
prueba de honestidad profesional; para el novelista, un lujo prescindible.
Cerdà no prescinde, imponiéndose este límite con la máxima seriedad.
Javier Cercas
convierte la pesquisa en parte de la narración e incluso se autorretrata como
personaje. Por el contrario, Cerdà se cancela, entregando al lector el
inventario documental con humildad y fidelidad. Esto es también una estrategia
de verosimilitud.
La literatura de Cerdà se define de
manera más clara en El peón. Fijémonos en esa palabra. El título remite
tanto al trabajador anónimo como a la pieza de ajedrez que cae pronto.
El peón se
centra en un episodio real: la partida que en 1962 enfrentó al niño prodigio
Arturito Pomar con Bobby Fischer, el gran campeón norteamericano.
A partir de ahí, el autor intercala
historias de otros personajes que poco tienen que ver con el ajedrez, pero
mucho con la otra acepción de “peón”: peatones de la historia, gente corriente,
lo que E. P. Thompson bautizó como history from below (‘historia
desde abajo’).
La partida entre Pomar y Fischer se
convierte en metáfora de la Guerra Fría. Para el franquismo de entonces, que un
joven español se mida de tú a tú con Fischer resulta un regalo propagandístico.
Por desgracia, ambos jugadores
acabarán sus vidas de forma triste y errática, lo cual —hay que decirlo— los
humaniza tanto como los empequeñece.
Pomar evoca a toda una generación
televisiva de niños prodigio: Marisol, Rocío Dúrcal, Joselito… son estrellas
precoces que alumbran brevemente el firmamento de la España sesentera para caer
luego en el silencio o la penumbra.
La segunda entrega de Cerdà, 14
de abril, nos lleva a la jornada de 1931 en la que las elecciones
municipales provocan la caída de Alfonso XIII. A partir de una documentación
exhaustiva, Cerdà muestra tanto la euforia republicana como la violencia
desatada en diferentes episodios locales.
Su recurso narrativo más importante
es la segunda persona: “sabes que no vas a durar”, “te queda poco tiempo de
vida”.
El efecto es demoledor: convierte la
tragedia de jóvenes esperanzados que mueren ese mismo día o al siguiente en una
experiencia interior que se dirige al lector. El “tú” se convierte en la
identidad interpelada, el lugar inmaterial en donde la historia se encarna.
En Presentes, en
cambio, la estructura se organiza en torno al traslado de los restos de José
Antonio Primo de Rivera desde Alicante hasta El Escorial.
Se trata de un cortejo fúnebre de
falangistas con antorchas, himnos y pasos solemnes: es un espectáculo tan
lúgubre como grotesco que dura once días y diez noches.
Cerdà no se limita a narrar ese
episodio —bastaría con una crónica funeraria—, sino que lo convierte en un eje
para así ir mostrando, a un lado y otro del camino, las vidas de quienes
presencian aquel ritual siniestro.
Es, en definitiva, una línea quebrada
que funciona como espejo deformante: de un lado, el mártir exaltado; del
otro, las víctimas anónimas de un régimen que consolidaba su dominio.
El relato se inscribe en la lógica de
la posmemoria: esos recuerdos transmitidos por madres, abuelos o vecinos
que presencian el cortejo y lo cuentan a sus hijos.
Es un ejemplo claro de cómo la
historia oficial convive con las memorias íntimas, a menudo disonantes. Y aquí
vuelve otra vez la diferencia con Javier Cercas. Mientras éste se integra en la
narración como personaje, Cerdà desaparece para dejar hablar a los documentos,
las voces de otros.
Su escritura no inventa, pero sí
conjetura. Donde los documentos callan, el narrador introduce frases en
potencial: “debió de pensar…”, “quizá sintió…”.
La conjetura, recurso tan legítimo
como literario, no engaña: quien narra reconoce la imposibilidad de saberlo
todo con certeza y, al mismo tiempo, suple la frialdad del archivo con la
humanidad de la emoción.
En este sentido, sus obras se atienen
a dos restricciones. Por un lado, se sostienen en un rigor documental que
las aproxima a la disciplina histórica. Por otro, despliegan un arte
narrativo que las aleja de la escritura académica.
Los historiadores, atrapados en el
corsé de las notas a pie de página, podemos mirar con cierta envidia las
habilidades de Cerdà: cómo logra reactivar la memoria con más eficacia que
muchas monografías eruditas. Y no es un demérito para la historia: es un
recordatorio de que narrar bien también es un deber cívico.
El título, Presentes, remite a
una de las palabras clave del franquismo. Primero, José Antonio es “el
Ausente”, porque al Generalísimo le conviene ocultar su ejecución tras
sentencia del tribunal. Después, a Primo de Rivera se le convierte en
“Presente”, consigna que millones de escolares repiten en las aulas: “José
Antonio, ¡presente!”.
La liturgia funciona con eficacia
casi religiosa. Y ahí está la ironía. Francisco Franco se libra así de un
posible rival vivo: imaginemos qué podría haber ocurrido con un José Antonio
adulto, talludo, opinando, molestando, contradiciendo. Ser y estar Ausente lo
transforma en un mártir dócil, útil, eterno y, sobre todo, silencioso.
El contraste es evidente: mientras el
cuerpo de José Antonio recorre solemnemente España hasta el panteón del
Escorial, miles de muertos republicanos se multiplican en cunetas sin nombre ni
honores.
Ésa es la verdadera aportación de
Cerdà: mostrar con depurado estilo narrativo cómo el régimen construye un
mito con toda la pompa mientras reduce a tantos a la nada.
El fenómeno no es exclusivo. El Che
Guevara, convertido en icono por la célebre fotografía de Korda, alcanza un
aura casi crística que Fidel Castro sabrá aprovechar.
Los héroes muertos no discuten. Los
mártires, como decía Roland Barthes de los mitos, se convierten en
significantes vacíos, disponibles para ser rellenados.
José Antonio lo será para Franco.
Presentes,
sin embargo, no se rinde a la mitología. Por el contrario, rescata las
microhistorias de los anónimos, devolviendo la voz a quienes mueren sin
cortejos ni estandartes. Recuerda que, mientras unos son elevados al rango de
símbolo, otros sólo son restos humanos, cadáveres olvidados. Desechos.
De ahí su fuerza. Cerdà no escribe
historia académica, pero sí narrativa basada en documentos históricos. Y lo
hace con una prosa sobria, sonora, a veces cruel, que transmite tanto la verdad
de los hechos como la emoción de las vidas truncadas.
Su literatura se coloca, con toda
intención, en la frontera entre historia y relato, allí en donde el
rigor convive con la humanidad y el sentimiento. Y en esa frontera,
paradójicamente, se rescata mejor que en ningún otro sitio la memoria de los
otros, que son los antepasados, nuestros o ajenos.
[Este texto ya apareció en el blog
del autor (justoserna.com) en su momento]

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