El extraordinario escritor estadounidense Jonathan Franzen no solamente es autor de excelentes novelas, sino también de libros que contienen breves ensayos, como es el caso del quinto suyo de esas características, The end of the end of the Earth (essays), publicado en 2018 y traducido un año después espléndidamente a mi idioma como El fin del fin de la Tierra por el escritor, crítico literario y editor español Enrique de Hériz.
Los dieciséis ensayos breves (algunos mucho) de Franzen (que ya habían aparecido antes en prestigiosos medios de comunicación estadounidenses) se abren precisamente con el divertido ‘El ensayo en tiempos de crisis’, donde nos deja lo que él entiende por tal, por ensayo:
“Si
un ensayo es algo que se ensaya —algo arriesgado, que no pretende ser
definitivo ni sentar cátedra; algo aventurado a partir de la experiencia
personal y la subjetividad del autor—, se diría que estamos viviendo la
edad de oro del ensayismo. La fiesta a la que acudiste el viernes por la noche,
el trato que te deparó una azafata, tu punto de vista sobre la atrocidad
política del día: según la premisa de las redes sociales, hasta el más diminuto
microrrelato subjetivo merece no solo una mera anotación privada —por ejemplo,
en un diario personal—, sino ser compartido con los demás”.
Franzen (que señala la existencia de
“estudiantes y activistas que reclaman el derecho de no oír aquello que les
molesta, y de gritar para acallar las ideas que les ofenden”, en un mundo donde
“la intolerancia florece de modo especial en internet”) argumenta aquí que “los que firman las reseñas de libros se
sienten cada vez menos obligados a hablar de ellos con cierta objetividad”.
Como si la objetividad existiera, qué cosas. Jonathan, uno lee un libro y
cuando lo acaba se dice a sí mismo si le ha gustado y cuánto o si no le ha
gustado. Luego se pone a escribir sobe ello: a justificar, o si lo hace bien a
explicar, porqué le ha merecido la pena leerlo o por qué no. Sea crítico
literario experto y profesional con años a sus espaldas o sea un recién
llegado.
Franzen (tan listo, tan sabio como
para aventurar que “sin Twitter y Facebook no habría Trump”) cae en la cuenta
del auge de la llamada (mal) autoficción y nos advierte de que “la
propia ficción literaria se parece cada vez más al ensayo: algunas de las
novelas más influyentes de los últimos años, llevan el procedimiento del
testimonio personal, deliberado y en primera persona, a un nivel desconocido
hasta ahora”. Se burla de esas nuevas maneras, de esas manías, objetando que “sus
admiradores más fervientes dirán que la imaginación y la invención son
artilugios superados; que habitar la subjetividad de un personaje distinto del
autor es un acto de apropiación, incluso de colonialismo; que el único modo de
narrar auténtico y políticamente defendible es la autobiografía”. Pero olvida
que hay otras razones, que para acabar escribiendo ficción recurriendo siempre
e inevitablemente al bagaje de cada uno, qué mejor que hablar, que escribir de
lo que verdaderamente se conoce, sin dejar de lado la imaginación, claro está,
ni la inventiva. Eso sí, dice que, mientras eso ocurre, “el ensayo tradicional
—el aparato formal adecuado para un examen de conciencia honesto y un
compromiso continuado— con las ideas está eclipsado”. Por lo menos tenemos ya
otra definición de ensayo: “el
aparato formal adecuado para un examen de conciencia honesto y un compromiso
continuado”. Me la quedo. Como cuando asevera que medirse uno a sí mismo es una de la finalidades de los ensayos.
Pero, atención, sus reflexiones sobre
la lectura y la escritura son
imbatibles:
“¿Cómo
es posible que me sienta más auténticamente yo mismo en algo que estoy
escribiendo que dentro de mi propio cuerpo? ¿Cómo es posible que me sienta más
cerca de otra persona al leer sus palabras que cuando estoy a su lado?”
En suma:
“El
ensayo hunde sus raíces en la literatura, y la literatura, en sus mejores
expresiones (la obra de Alice Munro, por ejemplo), nos invita a preguntarnos si
nos habremos equivocado en algo, o quizá incluso en todo, y a imaginar a qué
podría deberse que otra persona nos odie”.
Y llega el asunto digamos central (si tal cosa existiera en este
libro deslavazado): el cambio climático,
algo sobre lo que el autor (“un pesimista depresivo”) es polemista habitual
desde años, con conocimiento de causa:
“La
verdad es que quería cambiar el clima. Sigo queriéndolo. Comparto con aquellos
a quienes criticaba en mi artículo el reconocimiento de que el calentamiento global es el asunto de
nuestro tiempo, tal vez el mayor asunto de toda la historia de la humanidad.
[...]
No
tengo ninguna esperanza en que podamos impedir el cambio que está por llegar;
confío, eso sí, en que seamos capaces de aceptar esa realidad a tiempo a fin de
prepararnos humanamente para lo que
viene, y en que enfrentarnos a ese
futuro con honestidad, por doloroso que resulte, es mejor que negarlo”.
Es muy importante (y largo) el ensayo
titulado ‘Por qué importan los pájaros’,
no olvidemos que Franzen es un auténtico experto en el tema.
“Si
pudieras ver todos los pájaros del mundo, verías el mundo entero. Hay
plumíferos en los confines de todos los océanos y en tierras tan inhóspitas que
ningún otro animal podría establecer en ellas su hábitat. La Gaviota Garuma
cría a sus polluelos en el desierto de Atacama, uno de los lugares más secos de
la Tierra; el Pingüino Emperador incuba sus huevos en la Antártida en invierno;
el Azor común anida en el cementerio de Berlín donde yace Marlene Dietrich; los
gorriones, en los semáforos de Manhattan; los vencejos, en cuevas marinas; los
buitres en los riscos del Himalaya; los pinzones, en Chernóbil. Los únicos
seres vivos más ampliamente diseminados por el globo son microscópicos”.
¿Sabe o no Franzen de pájaros?
“Para
sobrevivir en hábitats tan distintos, las diez mil especies de pájaros que,
aproximadamente, pueblan el planeta han evolucionado en una extraordinaria
diversidad de formas”.
Pues bien, este ensayo, este
artículo, es un aviso a la humanidad, pues “el futuro de la mayoría de las
especies de pájaros depende de que nos comprometamos a salvarlas. ¿No parecen
suficientemente valiosos para hacer este esfuerzo?” Franzen se responde a sí
mismo enseguida:
“Una
razón por la que importan —o deberían importar— los pájaros es que son nuestra mejor y última conexión con un
mundo natural que, por lo demás, está desapareciendo. Son los representantes
más vívidos y extendidos de la Tierra tal como era antes de que la poblaran los
humanos”.
En el Mioceno “los pájaros eran los
amos del planeta”. Y el autor llega a afirmar que condenarlos “al olvido es
olvidar de quién somos hijos”. Sic.
En ‘Salva lo que amas’, Franzen vuelve sobre el ecologismo (él se considera ecologista):
“Tal
vez porque me crie como protestante y más tarde me hice ecologista, siempre me
ha llamado la atención la hermandad espiritual entre el ecologismo y el
puritanismo de Nueva Inglaterra. Ambos sistemas de creencias están dominados
por la sensación de que basta con ser humano para ser culpable. En el caso del
ecologismo, la sensación se basa en datos científicos”.
A vueltas con el cambio climático. Al
autor de Las correcciones le afecta
un “desgraciado conflicto interno”: por un lado acepta “su supremacía como el
asunto medioambiental de nuestro tiempo”, pero por otro, al mismo tiempo,
percibe “su predominio como un acoso”. En este asunto, su lema es (lo del lema
lo digo yo, la frase es suya) “El amor
motiva más que la culpa”. Y hablando de culpa: para él, “el cambio
climático es culpa de todos; en otras palabras, de nadie: todos ponemos
sentirnos bien cuando lo condenamos”.
Y esta es su tesis central a este
respecto:
“Lo
que queda de la naturaleza está siendo destruido a gran velocidad por el
aumento de población humana, la deforestación y los cultivos intensivos; por el
agotamiento de los bancos de pesca y los acuíferos; por los pesticidas, la
polución de los plásticos y la expansión de especies invasivas. Para una
cantidad incontable de especies, entre las que se cuentan casi todas las
especies de aves de América del Norte, el cambio climático es una amenaza
secundaria y más lejana”.
De manera que la lucha contra el calentamiento global está exigiendo todos los
recursos de cada grupo conservacionista.
Habla extensamente Franzen de un
libro “que hace justicia a lo que el cambio climático tiene de gran tragedia y
extraña comedia”, se trata de Reason in a
dark time, del filósofo Dale Jamieson,
que no ha sido traducido a mi idioma pero cuyo título se puede traducir por ‘La
razón en tiempos oscuros’. Un resumen del mismo, a decir del autor del libro de
ensayitos que nos ocupa, sería algo así:
“En
los veintitrés años transcurridos desde la Cumbre de la Tierra de Río de
Janeiro, que se celebró con grandes esperanzas de alcanzar un acuerdo global,
no solo no han disminuido las emisiones de carbono, sino que han aumentado de
modo abrupto. [...] Al contrario que Bill Clinton, Obama fue sincero al valorar
cuánto podía esperarse de Estados Unidos, en términos de acción, en la lucha
contra el cambio climático: nada. Sin Estados Unidos, que es el segundo emisor
de gases de efecto invernadero del mundo, cualquier acuerdo global deja de
serlo y, en consecuencia, los demás países tienen escasos incentivos para
firmarlo. [...] Al contrario que los progresistas, que opinan que la democracia
está pervertida por intereses económicos, Jamieson sugiere que la inacción de
Estados Unidos es una consecuencia de la democracia. Una buena democracia, al
fin y al cabo, actúa en función de los intereses de sus ciudadanos, y son
precisamente los ciudadanos de las principales democracias emisoras de carbono
quienes se benefician de la disponibilidad de gasolina barata y del comercio
global [...]. El electorado estadounidense, en otras palabras, se comporta
racionalmente en función de sus intereses [...].El principal argumento de
Jamieson es que el cambio climático
pertenece a una categoría distinta de cualquier otro problema al que se haya
enfrentado el mundo. Para empezar, genera una profunda confusión en el cerebro
humano, que evolucionó para concentrarse en el presente, no en el futuro lejano,
y en movimientos de percepción inmediata, no en desarrollos lentos y
probabilísticos. [...] La gran esperanza de la Ilustración (que la razón nos
permitiría trascender nuestros límites evolutivos) ha sido sacudida por las
guerras y los genocidios, pero solo ahora, ante el problema del cambio
climático, se ha derrumbado por completo”.
La cuestión sería, por todo ello,
decidir “si todo aquel que se preocupa por el medio ambiente tiene la
obligación de hacer del clima una prioridad que se imponga a todas las demás”, teniendo
en cuenta que “el drástico
sobrecalentamiento del planeta ya es un hecho consumado”.
“La
Tierra, tal como la conocemos ahora, se parece a un paciente con un cáncer
maligno. Podemos escoger un tratamiento agresivo que la desfigurará, dañando
todos sus ríos y arruinando todos sus paisajes con cultivos para
biocombustibles, granjas solares y aerogeneradores solo para comprar unos años
extra de calentamiento moderado, o podemos realizar un tratamiento que permita
una mayor calidad de vida combatiendo en cierta medida la enfermedad, pero
protegiendo las áreas en las que sobreviven los animales y las plantas salvajes
a costa de acelerar un poco la catástrofe humana”.
Cuidados
paliativos, eso es lo que sugieren quienes con Franzen ven así
la amenaza ya imparable del cambio climático. Cuidados que no detienen, más
bien al contrario. Atención, porque esta gente no son negacionistas. ¿Son algo
peor? No lo parece, pero resulta inquietante.
“Nuestros
antepasados nos legaron un mundo lleno de cosas buenas y malas, y nosotros
dejaremos a nuestros descendientes un mundo con otras cosas buenas y malas.
Siempre hemos practicado el expolio universal, pero también tenemos una
increíble capacidad de adaptación; el
cambio climático solo es la misma historia de siempre, pero a lo grande”.
Tecnología, el texto ‘Capitalismo desenfrenado (sobre Sherry
Turkle)’ va sobre tecnología. Y comienza afirmando que “Sherry Turkle es una voz singular en el discurso sobre tecnología”,
algo así como “una especie de voz de la
conciencia del mundo tecnológico” que nos enseña que “nuestra entusiasta
sumisión a la tecnología digital ha provocado la atrofia de algunas capacidades
humanas, como la empatía y la introspección, y ha llegado la hora de
reafirmarnos, comportarnos como adultos y poner la tecnología en su sitio”.
De las diez normas para el novelista que el autor aporta en su
ensayito del mismo título me quedo solamente con la primera:
“El
lector es un amigo, no un adversario ni un espectador”.
También quizá esta otra:
“Ve
más quien se sienta a esperar que quien se pone a perseguir”.
El más hermoso de los textos del
libro es el titulado ‘El fin del fin de
la Tierra’. Si el libro es muy recomendable es sobre todo por él, te invito
a leerlo.
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