Castillos de fuego es la decimosexta novela del escritor español Ignacio Martínez de Pisón y vuelve a ser una prodigiosa obra de arte literario. El autor de la también brillantísima Derecho natural (una de las mejores novelas españolas de lo que va de siglo, categoría a la que llega ahora también Castillos de fuego, siempre a mi entender) lo ha vuelto a conseguir: escribir un portentoso edificio novelesco, esta vez de unas 700 páginas, a partir de los retales que la verdad desprende de esos momentos de realidad en los que vivimos cuando no leemos.
Cristina le dice en la novela a su hermano Eloy, ambos personajes principalísimos del libro de Martínez de Pisón:
“A veces pienso que no estamos
viviendo la vida que nos corresponde, que esa vida no está donde tiene que
estar, sino en otro sitio. Quién sabe”.
[…]
Estamos en el Madrid de la posguerra. La Guerra Civil ha terminado hace
pocos meses. El libro irá avanzando —en su madeja de personajes y vivencias a
menudo terribles, casi siempre sencillamente angustiosas, desgarradas— hasta
mediados del mes de septiembre de 1945. Franco y la coalición (ya autodisuelta)
que le ha llevado al poder dominan férreamente un país empobrecido, lúgubre,
repleto de auténticos derrotados a los que los administradores de la Victoria
empequeñecen o aniquilan una y otra vez.
[…]
¡Qué gusto da leer ficciones en las que viven seres humanos de los
de verdad, más ciertos que los que creemos reconocer en la neblinosa realidad
del acontecer diario, ajeno al arte casi hasta desdeñoso de él!
“Cristina estaba exhausta, pero de
buen humor, como un atleta tras una carrera”.
La propia Cristina le dice a un camarada:
“Nuestro enemigo se llama Franco.
Francisco Franco. Que te quede claro. Franco fusiló a mi hermano y fusilará a
Quiñones. Franco nos fusilaría ahora mismo a ti y a mí solo por decir lo que
estamos diciendo. ¿No ha fusilado a nadie de tu familia? ¿No ha mandado a
ninguno a batallones de trabajo, a campos de concentración, a la cárcel? ¿No ha
tenido que escapar ninguno de España? Cuando tengas dudas, cuando no sepas qué
pensar, piensa en ellos y sabrás por qué estamos haciendo esto”.
Y también:
“Palabras como alegría, felicidad,
esperanza, futuro. ¿Cuánto hace que no usamos palabras así?”
Alegría, felicidad, esperanza, futuro. Es esta una novela donde la alegría
es una ingenua risa que es incapaz de vislumbrar la felicidad en un mundo sin
esperanza en el que el futuro solo les pertenece a quienes se rinden o ya han
ganado. Ya han ganado una guerra y tiemblan poderosos sobre las ruinas.
[…]
Martínez de Pisón (uno de los reyes de lo que yo llamo Gran Escuela de la
Literatura Amable) me ha trasladado magistralmente a un mundo desaparecido del
cual cuanto sabemos o creemos saber es que aquellos humanos desdichados o
embrutecidos por el odio habitaban una realidad comprensible, con la que,
afortunadamente, poco tenemos que ver. Pero es ese poco el que el gran
escritor nos acerca con una delicada sabiduría artística que nos hace creer por
un momento que todo aquello no pudo ser de otra manera, que todo cuanto se nos
cuenta es la breve iluminación que nuestros más recientes antepasados fueron
incapaces de apagar tras su muerte.
Un mundo desaparecido en el que, como en la novela, se escuchaban y se
cantaban la copla Rocío; por supuesto, el Cara al Sol; otra
copla: Ojos verdes; la jota Huertanica de mi vida, mira si yo te
querré, de la zarzuela La alegría de la huerta; ¡Ay ba!, de
otra zarzuela, La corte del faraón; la mundialmente famosa y cubana El
manisero; el charlestón Al Uruguay; el tango Mi Buenos
Aires querido; el cuplé Si vas a París, papá; A la lima y al
limón, que interpretaba Concha Piquer (todavía Conchita, de aquélla); un
clásico de la Guerra Civil: Si me quieres escribir, cantado en la novela
por unos guerrilleros/maquis/emboscados/huidos, que también entonan ¡Ay
Carmela! (tres veces la entonan); otro tango, el titulado Por una cabeza,
que un pastorcillo toca con su armónica portuguesa; el himno de la Guardia
Civil, cantado por unos guardias acampados; la versión antifranquista de otro
himno, el de Riego, cantada por aquellos guerrilleros… Hasta que suena,
majestuoso, en un hogar, el modernísimo In the mood, de Glenn Miller; y
luego, ya acabando el libro, el borrachín que canta (mal) La parrala, el
policía que hace lo propio con Baixant de la Font del Gat y su compañero
que se defiende como puede con la Granada de Agustín Lara.
Un mundo desaparecido en el que realmente existieron algunos de los
personajes de Castillos de fuego: por supuesto el propio Franco, que
aparece en alguna ocasión, su cuñadísimo Serrano Suñer, pero de una manera más
digamos protagónica, hasta los escuchamos, entre el elenco de la novela
destacan hoy Guillermo Ascanio, Heriberto Quiñones, especialmente él, quien le
cuenta a otro comunista clandestino que “este es un país ocupado por su propio
ejército, no hay un palmo de terreno que no esté bajo control de los militares,
no hay un instante del día en el que uno no se sienta vigilado, pero la
ocupación va aún más allá, porque llega hasta lo más íntimo de tu ser, así, si
quieres vivir, si quieres tener algún derecho, tienes que volverte como ellos,
convertirte en un colaboracionista, en un carcelero, en un chivato, en un
traidor”; el poeta y destacado falangista Dionisio Ridruejo, el ministro José Luis Arrese, también dirigente de Falange, y Gabriel León Trilla, Jesús Monzón y
Pilar Soler, comunistas venidos de Francia para intentar organizar la
resistencia imposible contra la maquinaria fascistoide, autoritaria, con
pretensiones totalitarias, de la dictadura franquista.
Si se quería tener algún derecho en aquella España recién salida de la
guerra, había que pertenecer al entramado gobernado con mano de hierro por el
general Francisco Franco. Castillos de fuego.
Me gustaría saber cómo consigue Ignacio Martínez de Pisón trasladarnos la
sensación auténtica de estar escuchando a aquella gente de aquellos tiempos, de
cuando mis abuelos en mi caso, de los tiempos de los padres de mis abuelos
también, un poco el de mis padres de críos. Aquellas gentes con su peculiar
humor ya periclitado, con su forma de tratarse, de reñirse, de insinuarse los
unos a los otros, de entretenerse, de divertirse, de intentar postergar la
incertidumbre. Aquellas gentes con su habla, con sus sensaciones, con sus
maneras a menudo extinguidas, siempre tan parecidas a las nuestras. Y tan
distintas. Quiero saber eso. Y se lo pregunto a él mientras conversamos
brevemente sobre su literatura, y, sobre todo, sobre Castillos de fuego.
“Con el habla de los personajes
estaba claro que había que evitar el riesgo de los anacronismos, pero tampoco
he querido hacer arqueología lingüística, empleando un léxico de la época que
ahora podría resultar incomprensible o ajeno. La solución la encontré en mi
infancia, en el habla de mis tíos y tías de Logroño, un habla que recuerdo
cargada de matices y sobreentendidos. Estoy hablando de los años sesenta, que
al fin y al cabo no estaban tan lejos de los cuarenta”.
Para el autor de Fin de temporada, de Dientes de leche, lo
mejor que se puede hacer con la literatura y la realidad es convertir a aquélla
en “una herramienta tan válida como cualquier otra para explorar la realidad”,
de manera que “entre ellas acabe estableciéndose una relación de intimidad
extrema, como si fueran amantes”; porque para él la Historia, eso que escriben
los historiadores, no es sino, “en primer lugar, una fuente de inspiración portentosa
y, en segundo, la clave que explica por qué somos lo que somos como sociedad”.
Me quedo con las ganas de saber cuál es el personaje favorito, su posible
protagonista, de Castillos de fuego para su autor, aunque él,
tímidamente me dice al oído:
“Tú mismo has destacado una de las
frases favoritas de uno de mis personajes favoritos, la frase que pronuncia
Cristina acerca de la vida que le ha tocado vivir y que podría no ser la vida
que le corresponde. Cristina, tan antidogmática, puede que sea el personaje con
el que más fácilmente nos identificamos”.
La vida que nos corresponde no suele estar donde tiene que estar. La de los
seres humanos que habitan Castillos de fuego sí. Esas vidas están en mi
memoria gracias a la imaginación de Ignacio Martínez de Pisón.
Este texto pertenece a mi artículo ‘La vida en otro
sitio: Martínez de Pisón y sus castillos de fuego’, publicado el x de marzo
de 2021 en Nueva Tribuna, que puedes leer completo EN ESTE ENLACE.
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