David Bowie tuvo su primer éxito discográfico en 1969, cuando aún era toda una promesa. Esa pieza, Space Oddity, sigue radiándose, escuchándose. En su letra y en su inspiración está en forma embrionaria prácticamente toda la carrera musical de Bowie. Lo espacial, lo extraterrestre, el futurismo, la soledad, la muerte, las llamadas de auxilio, la juventud que se pierde, la tecnología chic, el ancestro originario.
Uno
A finales de los sesenta, Bowie había quedado
deslumbrado por 2001. An Space Odisey, de Stanley Kubrick.
Le fascinaba la aventura interestelar, la carrera metafísica, la evolución y
destrucción humanas, la conciencia, el monolito, la belleza y la psicodelia de
las imágenes.
Disfrutaba con la ciencia-ficción,
con la fantasía de otros mundos posibles, con la quimera de otras realidades
virtuales. Pero el cantante y compositor también se interrogaba sobre el
dominio de los cacharros tecnológicos (Hal 9000), la debilidad humana (Dave).
Fue justamente por esos meses cuando la NASA puso
en funcionamiento la primera misión tripulada con dirección a la Luna.
“David relata que la canción se le ocurrió casi de
repente, después de haber visto 2001: Una odisea en el espacio,
de Stanley Kubrick”, señala su biógrafo Paul Trynka. “Fui
a ver la película puesto hasta las cejas y me dejó alucinado, sobre todo la
parte del viaje”, admite Bowie. Esa
parte propiamente psicodélica.
De ahí nació una canción de melodía sencilla y de estructura compleja.
Dos
Hay en aquella película secuencias memorables que
retengo desde que la vi por primera vez con nueve o diez años. Para mí, de
menor edad que Bowie, el film era un relato majestuoso e indescifrable, como
un cuento enigmático. Veía una película de ciencia-ficción, sí, pero
hermética y bella, o quizá oscura y premonitoria.
Con astronautas en hibernación; con tripulantes
enfundados en sus trajes blancos moviéndose con lentitud sideral; con comida en
cápsulas o en patés de colorines.
Era el futuro.
El porvenir no estaba en una población de la Tierra,
con adelantos que podríamos ver, sino en una estación espacial o en la nave
Discovery, no-lugares convertidos en alojamiento humano. Recuerdo los
atavíos de los pasajeros o de la tripulación de la estación espacial: una moda muy pop,
de un primer pop prehippy, con pantalones aún estrechos.
Pero recuerdo sobre todo la vida en el Discovery. Era
una aventura en el sentido más literal de la expresión: un viaje más allá de
las estrellas, con un destino que no se conoce bien y con unas metas que la
tripulación verdaderamente ignora. Pero quien lo sabe todo es ese otro miembro
de la tripulación que desde entonces nos fascinó: Hal 9000.
Las computadoras de entonces, de los años sesenta, se
llamaban así: computadoras. O al menos eso era lo que oíamos en pantalla. Y su
aspecto externo no era como los ordenadores de hoy: su parte decisiva no era
una pantalla o teclado, sino el ojo que te ve, una especie de objetivo con el
diafragma bien abierto.
Hal era como Polifemo, pues
disponía de un solo ojo, sí, pero, a diferencia de aquel, tenía un dominio
panóptico sobre la nave: en todos los rincones del Discovery había terminales
que le facilitaban el control de lo que pasaba. Porque, como nos
recuerdan Joan Bassa y Ramon
Freixas en su libro
dedicado al cine de ciencia-ficción, “es necesario precisar ante todo la existencia de
dos tipos diferentes de computadora: la máquina programada, archivo de memoria
y suministrador de datos, y el cerebro electrónico, categoría máxima de máquina
dotada de una inteligencia propia, capaz de razonamientos de todo tipo y, sobre
todo, no sólo capaz de responder, sino también de preguntar”. Hal es memoria y
razonamiento, capaz de averiguar lo que pasa.
Pero lo que pasaba no sólo lo advertía con su único
ojo. También sus redes neuronales le permitían acoplarse a la nave, solaparse con
ella, de modo que un desperfecto técnico era captado o percibido inmediatamente.
La historia de 2001 puede ser
interpretada de modo diverso y hay, desde luego, distintos problemas que allí
se nos muestran: el dominio espacial, sí; pero también los misterios de la
existencia, la ambición y la soledad; el poderío de las máquinas y la pequeñez
del hombre; las persistentes necesidades humanas de amor, de comprensión, que
aquí las expresa Hal, un cacharro concebido para ser perfecto pero cuyo
desarreglo neuronal empieza cuando debe enfrentarse a los hombres; las
promesas, en fin, de superación que nos depara el futuro (con ese superhombre que vemos nacer).
Cuando Dave
Bowman, el único astronauta que
sobrevive, empieza a desconectar la computadora, el cacharro tiene miedo. “Just what do you think you’re doing, Dave?”, le dice Hal. Es una pregunta literal pero es también
la expresión de un miedo, pues su vida se apaga, cosa que puede producir serios
daños en esas redes cerebrales.
Justo en ese momento empezamos a oír ruidos
electrónicos, chasquidos metálicos (así lo recuerdo) y un tarareo de Hal. No es
el vals de Strauss, sino una cancioncilla infantil. “Daisy, Daisy…” Esa
canción nos muestra la infancia de la computadora: le fueron introducidos
recuerdos y sentimientos, recursos de la existencia humana que siempre se
expresan bajo la forma de relatos. Ruidos,
valses y sonsonetes.
Siendo niño, la primera vez que vi aquella película no
la entendí (insisto), pero quedé definitivamente fascinado por la mezcla de
imágenes y sonidos. Admití que el futuro era así y que, por supuesto, el espacio exterior (qué
bien sonaba aquello: el espacio exterior) era exactamente igual al visto
en 2001. Era una película pomposa, cierto, pero qué película,
señores.
No puedo volver a verla (o a oírla) sin sentir una
punzada de nostalgia por
el… futuro.
Tres
“La sensación de aturdimiento y alienación que
desprende Space Oddity ha desatado
elucubraciones que involucran la heroína en la génesis de la canción”, dice el
biógrafo de Bowie. No parece cierto, al menos en aquel momento. Por lo que se
sabe, a David le iba más el
vino blanco…
Sobre estos supuestos y sobre estos datos está concebido Space Oddity: expresa la necesidad de buscar en el mundo exterior una realidad ya desaparecida y expresa sobre todo el fracaso de esta pesquisa. Egregio fracaso. En una lata no hay aire y “en la Luna no hay viento que desdibuje las huellas”, leo en El viento de la Luna, de Antonio Muñoz Molina.
Los rastros que quedan permanecen congelados, como
tiempo detenido, y pregonan un pasado ausente. A la vez son una materialidad que
se almacena metafóricamente. Tres astronautas norteamericanos, Neil Armstrong, Buzz Aldrin
y Michael Collins, deslumbran a
los jóvenes y adolescentes de todo el mundo.
“Independientemente de toda opinión política, desde un
simple punto de vista imaginativo, pienso que la mayoría de nosotros preferiría
que fueran los americanos los primeros en llegar a la Luna. En efecto, a los
americanos en la Luna nos los imaginamos”, había dicho Umberto Eco en
un artículo de 1959, recogido después en Diario mínimo. ¿Que por
qué nos los imaginábamos? Porque para aquellas fechas toda una literatura de
ciencia-ficción había facilitado esa posibilidad aún pasmosa e irrealizable.
¿Y los rusos? También los soviéticos podían llegar a
la Luna. Al fin y al cabo, el lanzamiento del Sputnik en
1957 había sido una proeza en plena Guerra Fría. ¿Un satélite artificial
alrededor de la Tierra? Aquello abatió a los estadounidenses: esa afrenta
tecnológica dio origen al programa
Explorer y, después, a
la misión Apollo.
Diez años después de que Umberto Eco escribiera ese
artículo, los norteamericanos
llegaban a la Luna, consumando
un sueño y sobre todo unas fantasías propiamente literarias.
Pero regresemos a 1959, a ese artículo de Umberto Eco.
¿Y los rusos?, se preguntaba el ensayista italiano. “Los rusos… Hay que hacer
un esfuerzo para imaginárselos allí”, se respondía.
Situémonos. Estamos a finales de los años cincuenta.
La literatura de la que habla Eco ha creado una experiencia de lo imaginario (la llegada a la Luna) y una expectativa de lo posible: el triunfo de los americanos en lucha contra la amenaza roja o contra
el ataque exterior. O dicho en otros términos: las novelas –el cine y el curso
histórico– han creado un espacio de experiencia y un horizonte de expectativas
de lo que es probable, temido o deseado. Y en la ciencia o en la técnica
también lo probable, temido o deseado, suele ser lo que ya creemos saber con
las narraciones.
“Cuando la escribí”, dice Bowie en 1980 refiriéndose
a Space Oddity, “era un muchacho muy pragmático y dogmático que
creía saber todo sobre el gran sueño americano. En ella cuento cómo la
tecnología estadounidense pone en órbita a un tipo que no sabe muy bien qué
hace allí. Y ahí lo dejé”, concluye. Dejó al Major Tom en
las nubes, tocando el cielo y sumido en una melancolía incurable, en una
soledad cósmica.
Tras el alunizaje, Space Oddity también
se elevó a las alturas, a las listas de éxitos. Pero sobre todo quedó
como una canción triste de
un hombre perdido, desorientado.
Aún no nos hemos repuesto.
Space Oddity (1969)
"Ground control to Major Tom
Ground control to Major Tom
Take your protein pills and put your helmet on
(Ten) Ground control (Nine) to Major Tom (Eight)
(Seven, six) Commencing countdown (Five), engines on
(Four)
(Three, two) Check ignition (One) and may gods
(Blastoff) love be with you
This is ground control to Major Tom, you’ve really
made the grade
And the papers want to know whose shirts you wear
Now it’s time to leave the capsule if you dare
This is major Tom to ground control, I’m stepping
through the door
And I’m floating in a most peculiar way
And the stars look very different today
Here am I sitting in a tin can far above the world
Planet Earth is blue and there’s nothing I can do
Though I’m past one hundred thousand miles, I’m
feeling very still
And I think my spaceship knows which way to go
Tell my wife I love her very much, she knows
Ground control to Major Tom, your
circuits dead, there’s something wrong
Can you hear me, Major Tom?
Can you hear me, Major Tom?
Can you hear me, Major Tom?
Can you…
Here am I sitting in my tin can far above the Moon
Planet Earth is blue and there’s nothing I can do".
[Este texto de Justo
Serna apareció el 18 de septiembre de 2013 en la revista Anatomía de la
Historia]
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