Dostoievski desde el subsuelo
Memorias del subsuelo
comienza así:
¿Qué es un hombre? Pareces preguntarte constantemente en esta obra tuya, Fiódor, a la manera de alguien que no conocerá el Holocausto pero a quien desde luego no le extrañaría en absoluto tal ignominia monstruosa de haberla conocido. Un hombre es para ti, en esencia, un ser refractario a la implicación emocional y cívica, algo que no encaja, según creo yo, en lo que en realidad nos ha enseñado la Historia. Pero en fin, te leemos esto y es eso lo que has escrito:
“Ante todo, me era imposible amar, puesto que -lo repito- amar quería decir para mí tiranizar y dominar moralmente. Jamás he podido ni siquiera concebir el amor bajo otra forma, y hoy llego al extremo de pensar a veces que, para el objeto amado, el amor consiste en conceder voluntariamente el derecho a que se le tiranice. En mis sueños subterráneos sólo he podido concebir el amor como una lucha. Yo empezaba por el odio, para terminar por la dominación moral, aunque no lograba imaginarme lo que haría después con el ser dominado.
“Soy un
enfermo. Soy un malvado. Soy un hombre desagradable”.
No está mal, Dostoievski.
El protagonista de tu novela no se
anda por las ramas, por ninguna:
“He sido
funcionario, pero dimití. Fui funcionario odioso. Era grosero y me complacía
serlo.
[…]
No he
conseguido nada, ni siquiera ser un malvado; no he conseguido ser guapo, ni perverso;
ni un canalla, ni un héroe..., ni siquiera un mísero insecto. Y ahora termino
mi existencia en mi rincón, donde trato lamentablemente de consolarme (aunque
sin éxito) diciéndome que un hombre inteligente no consigue nunca llegar a ser
nada y que sólo el imbécil triunfa. Sí, señores, el hombre del siglo XIX tiene
el deber de estar esencialmente despojado de carácter; está moralmente obligado
a ello. El hombre de carácter, el hombre de acción, es un ser de espíritu
mediocre. Tal es el convencimiento que he adquirido en mis cuarenta años de existencia.”
La cosa promete. Son las primeras
páginas de tus Memorias del subsuelo (Apuntes del subsuelo, según para quién) y puedo asegurarte
y te aseguro, Fiódor Dostoievski,
que si no pude con tu Crimen y castigo
en esta novela, o lo que sea, la oscuridad del alma de otro de tus personajes
de carbón, esta vez sí, me está llegando a donde sea que lleguen los actores de
los libros buenos.
No es todavía 1915 ni conoces a otro gigante
contemporáneo de las letras mundiales, Franz
Kafka, y vas y le haces decir a tu personaje innombrado:
“Ahora voy a contarles,
señores (quieran ustedes o no), por qué ni siquiera he conseguido llegar a ser
un insecto. Lo declaro ante ustedes solemnemente: muchas veces he intentado convertirme
en un insecto, pero no se me ha juzgado digno de ello.”
No, no estamos en medio de una guerra que va siendo
mundial, estamos en la Rusia zarista de
1864 y tú no lo estás pasando especialmente bien. Hay mucha muerte en tu
vida, Fiódor. Lo sé.
“ «¡Perdone! -gritará
alguien-. Usted no puede protestar: dos y dos son cuatro. A la naturaleza no le
preocupan las pretensiones de usted; no le preocupan sus deseos; no le importa
que sus leyes no le convengan a usted. Está usted obligado a aceptarla tal como
es y a aceptar todo lo que procede de ella. El muro es un muro...», etcétera.
Pero ¿qué importan, Dios mío, las leyes
de la naturaleza y la aritmética si, por una razón u otra, esas leyes y ese
«dos y dos son cuatro» no me complacen? Evidentemente, no podré romper ese
muro con la cabeza, ya que mis fuerzas no bastan para ello; pero me niego a
humillarme ante ese obstáculo por la única razón de que sea un muro de piedra y
yo no tenga fuerzas para calvario.”
En la vorágine de tu dolor y de tu negativismo ves otros
ismos con los que explicar el mundo desde ese subsuelo en el que has situado a
ese personaje que te oprime el espíritu porque tal vez seas ti, Fiódor. Hablamos, hablas de individualismo,
hablamos, hablas de voluntarismo:
“¿Acaso no hay algo que
es para todos nosotros más querido que nuestros más altos intereses? Dicho de
otro modo (para no violar la lógica), ¿no
existe para nosotros un interés (el que se deja de lado, ese del que acabamos
de hablar) más interesante que todos los demás intereses, más alto que todos
ellos, un interés por el que el hombre está dispuesto a obrar, si es preciso,
en contra de todas las reglas, es decir, en contra de la razón, sacrificando a
él su honor, su paz, su felicidad, todas las cosas bellas y convenientes, en
una palabra, sólo por obtener una que es más querida para él que todas las
demás, una en la que ve su interés supremo?
«Sí -me dirán ustedes-,
pero eso es también un interés...»
¡Permítanme! Voy a
explicarme. No podíamos seguir adelante sin aclarar las cosas. Lo singular de
ese interés es que destruye las cosas. Lo singular de ese interés es que
destruye todas nuestras clasificaciones y derriba todos los sistemas edificados
por los amigos del género humano para la felicidad del hombre. En una palabra,
es un estorbo, un obstáculo.
[,,,]
El hombre es así. Y la
causa de todo es una cosa ínfima, que, al parecer, se podría pasar por alto sin
riesgo alguno. Esa causa es que el
hombre, quienquiera que sea, aspira siempre y en todas partes a obrar de
acuerdo con su voluntad y no con arreglo a las prescripciones de la razón y del
interés. Ahora bien, la voluntad de uno puede, y a veces incluso debe (esta
idea es de mi propiedad), oponerse a sus intereses. Mi voluntad; mi libre
albedrío; mi capricho, por insensato que sea; mi fantasía sobreexcitada hasta
la demencia... Esto es lo que se aparta a un lado, éste es el precioso interés
que no tiene espacio en ninguna de esas clasificaciones que componen ustedes y
que rompe en mil pedazos todos los sistemas, todas las teorías.”
Ese voluntarismo que es el motor insaciable de todo lo
humano no es más que deseo, ¿verdad, Fiódor? Sí, me dices al seguir leyendo.
Claro…
“Pero la razón es la razón, y sólo satisface
a la facultad razonadora del hombre. En cambio, el deseo es la expresión de la totalidad de la vida humana, sin
excluir de ella la razón ni los escrúpulos; y aunque la vida, tal como ella se
manifiesta, suela tener un aspecto desagradable, no por eso deja de ser la vida
y no la extracción de una raíz cuadrada.
Yo deseo vivir dando
satisfacción a todas mis facultades vitales y no únicamente a mi facultad de
razonar, que no representa, en suma, sino la vigésima parte de las fuerzas que
hay en mí. ¿Qué sabe la razón? Únicamente lo que ha aprendido (nunca sabrá más,
seguramente. Esto no es un consuelo, pero no hay que disimularlo). En cambio,
la naturaleza humana obra con todo su peso, por decirlo así, con todo su contenido,
a veces con plena conciencia y a veces inconscientemente. Comete algunas pifias
pero vive.
Y, entonces, en estas memorias tuyas subterráneas, de subsuelo, aparece el pasado, aparece la Historia, la Historia tal y como
tú la entendías a mediados de ese siglo XIX en el que ejerciste tu
magisterio de hombre de letras, de extraordinario hombre de letras:
“¿Que la historia peca de
monotonía? Cierto. Todo son combates. Se
combate hoy, se combatió ayer y se combatirá mañana. ¡Es incluso demasiado
monótono!
En resumen, que todo se
puede decir de la historia universal, todo lo que acuda a cualquier imaginación,
incluso a la más insensata. Pero es imposible decir que es razonable; lo
advertiréis desde la primera sílaba. Además, he aquí lo que sucede constantemente:
surgen hombres razonables y de costumbres juiciosas, filántropos cuyo objetivo
es llevar una existencia razonable y honrada, a fin de predicar con el ejemplo
y demostrar a sus semejantes que se puede vivir juiciosamente. Pero ¿qué
ocurre? Que muchos de estos amantes de la moderación terminan más tarde o más
temprano por hacer traición a sus ideas y comprometerse en actos escandalosos.”
Dices tú, dice tu catacúmbico protagonista, que si
satisfaciéramos las necesidades económicas de alguien, “hasta el punto de que
sus únicas ocupaciones sean dormir, comer pan de especias y pensar en el modo
de prolongar la historia universal...” lo que obtendríamos sería ver “como el
hombre, por pura ingratitud, por necesidad de envilecerse, [nos] corresponde cometiendo
alguna villanía.”
¿Qué es un hombre? Pareces preguntarte constantemente en esta obra tuya, Fiódor, a la manera de alguien que no conocerá el Holocausto pero a quien desde luego no le extrañaría en absoluto tal ignominia monstruosa de haberla conocido. Un hombre es para ti, en esencia, un ser refractario a la implicación emocional y cívica, algo que no encaja, según creo yo, en lo que en realidad nos ha enseñado la Historia. Pero en fin, te leemos esto y es eso lo que has escrito:
“No cabe duda de que la mayor preocupación del hombre ha sido siempre
demostrarse a sí mismo que es un hombre y no un engranaje.”
Pero sigo leyendo las Memorias del subsuelo y empiezo a creer si cuanto hay escrito en
ellas no es más que una pesadilla sin
sentido. ¿No lo es a menudo lo que muchos escriben, lo que muchos
escribimos? Y llego a una confesión, a una confesión de las tuyas, Fiódor.
Esta:
“¡Si yo pudiera creer una sola palabra de lo que estoy escribiendo!
Pues les juro, señores, que no creo ni una sola y miserable palabra. Mejor
dicho, tal vez crea, pero, en el momento mismo de decirlas, sospecho, no sé por
qué, que miento como un sacamuelas.
«Entonces, ¿por qué ha
escrito usted todo esto?», me preguntarán ustedes seguramente.
Me gustaría saber lo que
habrían escrito ustedes si yo les hubiese tenido encerrados e inactivos durante
cuarenta años y, transcurrido este tiempo, los hubiera ido a visitar al
subsuelo para comprobar en qué se habían convertido ustedes. Sí, me habría
gustado oírlos. ¿Se puede dejar durante cuarenta años a un hombre solo y sin
ocupación?”
No es para reírse, aunque dan ganas, Fiódor. ¿Todo
esto para acabar en el sueño desquiciado de un mentiroso?
“¡No se rían aún! Hay una explicación para esto. Yo tengo
explicaciones para todo.”
La verdad, la realidad, está fuera de la ficción, de
una novela como esta, lo sé, o creo saberlo, pero a veces viene bien un poquito
de ellas, algo de realidad, algo de certeza. Una brizna de pensamiento no es
suficiente. De repente, parece que has leído el mío;
“Por otra parte ya no se trata de pensar: estamos en plena
realidad.”
Y hablando de realidad, el protagonista de esta novela
rusa, de esta novela dostoievski(a)na, de esta novela subterránea, se sincera
con otro de los personajes, la única mujer de la misma, Lisa, mostrando su
preocupación por la realidad…
“No me avergüenzo de mi pobreza... Al contrario: estoy orgulloso de
ella. Soy pobre, pero honrado... Se puede ser pobre y honrado…”
Estoy acabando de leerte, Fiódor. Más individualismo
cerril, propio de lo que quiera que quieres decirnos con esta novela:
“Si me dicen que el mundo
entero se hundirá a menos que yo deje de tomar mi té, mi respuesta será: «¡Que
se hunda el mundo, con tal que yo pueda tomar té!» ”.
Más declaraciones de intenciones de tu protagonista:
“¡No puedo... no puedo ser bueno!”
Si tenía alguna duda sobre la dudosa credibilidad
sobre la que se balancea tu novela, ruso insigne, ese personaje plúmbeo y
retorcido tuyo me deja postrado en la incertidumbre literaria más precisa:
“Ya sé que me dirán que esto es increíble, que es imposible ser
tan malvado, tan estúpido.”
¿Es una historia de amor, finalmente, lo que nos
cuentas en esta obra? Una historia de
desamor, no de un desamor, sino del desamor. Eso es Memorias del subsuelo. Acabáramos.
“Ante todo, me era imposible amar, puesto que -lo repito- amar quería decir para mí tiranizar y dominar moralmente. Jamás he podido ni siquiera concebir el amor bajo otra forma, y hoy llego al extremo de pensar a veces que, para el objeto amado, el amor consiste en conceder voluntariamente el derecho a que se le tiranice. En mis sueños subterráneos sólo he podido concebir el amor como una lucha. Yo empezaba por el odio, para terminar por la dominación moral, aunque no lograba imaginarme lo que haría después con el ser dominado.
[…]
No pude comprender que
Lisa no había venido para esto, sino para amarme, porque para la mujer, resurrección y liberación significan amar y sólo pueden
manifestarse a través del amor.”
El amor y la felicidad. La infelicidad, mejor dicho. Ya termino, Dostoievski. Al final
tanto para esto, para que todo se reduzca a un Caballo grande, ande o no ande.
“Todavía hoy me hago esta
inútil pregunta. ¿Qué es preferible: una
felicidad vulgar o un sufrimiento elevado? Díganme: ¿qué vale más?”
Claro que tus alegaciones terminales te exoneran,
Fiódor. Una jugada maestra. Escribiste una novela sin héroes, una novela expiatoria, con su antihéroe,
que tal vez fueras tú, pero eso a mí no me importa:
“Pero... ¿no sería preferible poner punto final a
este diario? Creo que empezarlo fue un error... En fin, lo cierto es que no
he dejado de sentir vergüenza en ningún momento de esta narración. No ha sido
literatura, sino una expiación, una pena correccional.
[…]
Para escribir una novela
hace falta un héroe, y yo, como haciéndolo adrede, he reunido aquí todos los rasgos de un antihéroe”.
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