Dostoievski desde el subsuelo

Memorias del subsuelo comienza así:

“Soy un enfermo. Soy un malvado. Soy un hombre desagradable”.

No está mal, Dostoievski.

El protagonista de tu novela no se anda por las ramas, por ninguna:

“He sido funcionario, pero dimití. Fui funcionario odioso. Era grosero y me complacía serlo.
[…]
No he conseguido nada, ni siquiera ser un malvado; no he conseguido ser guapo, ni perverso; ni un canalla, ni un héroe..., ni siquiera un mísero insecto. Y ahora termino mi existencia en mi rincón, donde trato lamentablemente de consolarme (aunque sin éxito) diciéndome que un hombre inteligente no consigue nunca llegar a ser nada y que sólo el imbécil triunfa. Sí, señores, el hombre del siglo XIX tiene el deber de estar esencialmente despojado de carácter; está moralmente obligado a ello. El hombre de carácter, el hombre de acción, es un ser de espíritu mediocre. Tal es el convencimiento que he adquirido en mis cuarenta años de existencia.”

La cosa promete. Son las primeras páginas de tus Memorias del subsuelo (Apuntes del subsuelo, según para quién) y puedo asegurarte y te aseguro, Fiódor Dostoievski, que si no pude con tu Crimen y castigo en esta novela, o lo que sea, la oscuridad del alma de otro de tus personajes de carbón, esta vez sí, me está llegando a donde sea que lleguen los actores de los libros buenos.
No es todavía 1915 ni conoces a otro gigante contemporáneo de las letras mundiales, Franz Kafka, y vas y le haces decir a tu personaje innombrado:

“Ahora voy a contarles, señores (quieran ustedes o no), por qué ni siquiera he conseguido llegar a ser un insecto. Lo declaro ante ustedes solemnemente: muchas veces he intentado convertirme en un insecto, pero no se me ha juzgado digno de ello.”

No, no estamos en medio de una guerra que va siendo mundial, estamos en la Rusia zarista de 1864 y tú no lo estás pasando especialmente bien. Hay mucha muerte en tu vida, Fiódor. Lo sé.

“ «¡Perdone! -gritará alguien-. Usted no puede protestar: dos y dos son cuatro. A la naturaleza no le preocupan las pretensiones de usted; no le preocupan sus deseos; no le importa que sus leyes no le convengan a usted. Está usted obligado a aceptarla tal como es y a aceptar todo lo que procede de ella. El muro es un muro...», etcétera. Pero ¿qué importan, Dios mío, las leyes de la naturaleza y la aritmética si, por una razón u otra, esas leyes y ese «dos y dos son cuatro» no me complacen? Evidentemente, no podré romper ese muro con la cabeza, ya que mis fuerzas no bastan para ello; pero me niego a humillarme ante ese obstáculo por la única razón de que sea un muro de piedra y yo no tenga fuerzas para calvario.”

En la vorágine de tu dolor y de tu negativismo ves otros ismos con los que explicar el mundo desde ese subsuelo en el que has situado a ese personaje que te oprime el espíritu porque tal vez seas ti, Fiódor. Hablamos, hablas de individualismo, hablamos, hablas de voluntarismo:

“¿Acaso no hay algo que es para todos nosotros más querido que nuestros más altos intereses? Dicho de otro modo (para no violar la lógica), ¿no existe para nosotros un interés (el que se deja de lado, ese del que acabamos de hablar) más interesante que todos los demás intereses, más alto que todos ellos, un interés por el que el hombre está dispuesto a obrar, si es preciso, en contra de todas las reglas, es decir, en contra de la razón, sacrificando a él su honor, su paz, su felicidad, todas las cosas bellas y convenientes, en una palabra, sólo por obtener una que es más querida para él que todas las demás, una en la que ve su interés supremo?
«Sí -me dirán ustedes-, pero eso es también un interés...»
¡Permítanme! Voy a explicarme. No podíamos seguir adelante sin aclarar las cosas. Lo singular de ese interés es que destruye las cosas. Lo singular de ese interés es que destruye todas nuestras clasificaciones y derriba todos los sistemas edificados por los amigos del género humano para la felicidad del hombre. En una palabra, es un estorbo, un obstáculo.
[,,,]
El hombre es así. Y la causa de todo es una cosa ínfima, que, al parecer, se podría pasar por alto sin riesgo alguno. Esa causa es que el hombre, quienquiera que sea, aspira siempre y en todas partes a obrar de acuerdo con su voluntad y no con arreglo a las prescripciones de la razón y del interés. Ahora bien, la voluntad de uno puede, y a veces incluso debe (esta idea es de mi propiedad), oponerse a sus intereses. Mi voluntad; mi libre albedrío; mi capricho, por insensato que sea; mi fantasía sobreexcitada hasta la demencia... Esto es lo que se aparta a un lado, éste es el precioso interés que no tiene espacio en ninguna de esas clasificaciones que componen ustedes y que rompe en mil pedazos todos los sistemas, todas las teorías.”

Ese voluntarismo que es el motor insaciable de todo lo humano no es más que deseo, ¿verdad, Fiódor? Sí, me dices al seguir leyendo. Claro…

“Pero la razón es la razón, y sólo satisface a la facultad razonadora del hombre. En cambio, el deseo es la expresión de la totalidad de la vida humana, sin excluir de ella la razón ni los escrúpulos; y aunque la vida, tal como ella se manifiesta, suela tener un aspecto desagradable, no por eso deja de ser la vida y no la extracción de una raíz cuadrada.
Yo deseo vivir dando satisfacción a todas mis facultades vitales y no únicamente a mi facultad de razonar, que no representa, en suma, sino la vigésima parte de las fuerzas que hay en mí. ¿Qué sabe la razón? Únicamente lo que ha aprendido (nunca sabrá más, seguramente. Esto no es un consuelo, pero no hay que disimularlo). En cambio, la naturaleza humana obra con todo su peso, por decirlo así, con todo su contenido, a veces con plena conciencia y a veces inconscientemente. Comete algunas pifias pero vive.

Y, entonces, en estas memorias tuyas subterráneas, de subsuelo, aparece el pasado, aparece la Historia, la Historia tal y como tú la entendías a mediados de ese siglo XIX en el que ejerciste tu magisterio de hombre de letras, de extraordinario hombre de letras:

“¿Que la historia peca de monotonía? Cierto. Todo son combates. Se combate hoy, se combatió ayer y se combatirá mañana. ¡Es incluso demasiado monótono!
En resumen, que todo se puede decir de la historia universal, todo lo que acuda a cualquier imaginación, incluso a la más insensata. Pero es imposible decir que es razonable; lo advertiréis desde la primera sílaba. Además, he aquí lo que sucede constantemente: surgen hombres razonables y de costumbres juiciosas, filántropos cuyo objetivo es llevar una existencia razonable y honrada, a fin de predicar con el ejemplo y demostrar a sus semejantes que se puede vivir juiciosamente. Pero ¿qué ocurre? Que muchos de estos amantes de la moderación terminan más tarde o más temprano por hacer traición a sus ideas y comprometerse en actos escandalosos.”

Dices tú, dice tu catacúmbico protagonista, que si satisfaciéramos las necesidades económicas de alguien, “hasta el punto de que sus únicas ocupaciones sean dormir, comer pan de especias y pensar en el modo de prolongar la historia universal...” lo que obtendríamos sería ver “como el hombre, por pura ingratitud, por necesidad de envilecerse, [nos] corresponde cometiendo alguna villanía.”

¿Qué es un hombre? Pareces preguntarte constantemente en esta obra tuya, Fiódor, a la manera de alguien que no conocerá el Holocausto pero a quien desde luego no le extrañaría en absoluto tal ignominia monstruosa de haberla conocido. Un hombre es para ti, en esencia, un ser refractario a la implicación emocional y cívica, algo que no encaja, según creo yo, en lo que en realidad nos ha enseñado la Historia. Pero en fin, te leemos esto y es eso lo que has escrito:

No cabe duda de que la mayor preocupación del hombre ha sido siempre demostrarse a sí mismo que es un hombre y no un engranaje.”

Pero sigo leyendo las Memorias del subsuelo y empiezo a creer si cuanto hay escrito en ellas no es más que una pesadilla sin sentido. ¿No lo es a menudo lo que muchos escriben, lo que muchos escribimos? Y llego a una confesión, a una confesión de las tuyas, Fiódor. Esta:

¡Si yo pudiera creer una sola palabra de lo que estoy escribiendo! Pues les juro, señores, que no creo ni una sola y miserable palabra. Mejor dicho, tal vez crea, pero, en el momento mismo de decirlas, sospecho, no sé por qué, que miento como un sacamuelas.
«Entonces, ¿por qué ha escrito usted todo esto?», me preguntarán ustedes seguramente.
Me gustaría saber lo que habrían escrito ustedes si yo les hubiese tenido encerrados e inactivos durante cuarenta años y, transcurrido este tiempo, los hubiera ido a visitar al subsuelo para comprobar en qué se habían convertido ustedes. Sí, me habría gustado oírlos. ¿Se puede dejar durante cuarenta años a un hombre solo y sin ocupación?”

No es para reírse, aunque dan ganas, Fiódor. ¿Todo esto para acabar en el sueño desquiciado de un mentiroso?

¡No se rían aún! Hay una explicación para esto. Yo tengo explicaciones para todo.”

La verdad, la realidad, está fuera de la ficción, de una novela como esta, lo sé, o creo saberlo, pero a veces viene bien un poquito de ellas, algo de realidad, algo de certeza. Una brizna de pensamiento no es suficiente. De repente, parece que has leído el mío;

“Por otra parte ya no se trata de pensar: estamos en plena realidad.”

Y hablando de realidad, el protagonista de esta novela rusa, de esta novela dostoievski(a)na, de esta novela subterránea, se sincera con otro de los personajes, la única mujer de la misma, Lisa, mostrando su preocupación por la realidad…

No me avergüenzo de mi pobreza... Al contrario: estoy orgulloso de ella. Soy pobre, pero honrado... Se puede ser pobre y honrado…”

Estoy acabando de leerte, Fiódor. Más individualismo cerril, propio de lo que quiera que quieres decirnos con esta novela:

“Si me dicen que el mundo entero se hundirá a menos que yo deje de tomar mi té, mi respuesta será: «¡Que se hunda el mundo, con tal que yo pueda tomar té!» ”.

Más declaraciones de intenciones de tu protagonista:

“¡No puedo... no puedo ser bueno!”

Si tenía alguna duda sobre la dudosa credibilidad sobre la que se balancea tu novela, ruso insigne, ese personaje plúmbeo y retorcido tuyo me deja postrado en la incertidumbre literaria más precisa:

“Ya sé que me dirán que esto es increíble, que es imposible ser tan malvado, tan estúpido.”

¿Es una historia de amor, finalmente, lo que nos cuentas en esta obra? Una historia de desamor, no de un desamor, sino del desamor. Eso es Memorias del subsuelo. Acabáramos.

“Ante todo, me era imposible amar, puesto que -lo repito- amar quería decir para mí tiranizar y dominar moralmente. Jamás he podido ni siquiera concebir el amor bajo otra forma, y hoy llego al extremo de pensar a veces que, para el objeto amado, el amor consiste en conceder voluntariamente el derecho a que se le tiranice. En mis sueños subterráneos sólo he podido concebir el amor como una lucha. Yo empezaba por el odio, para terminar por la dominación moral, aunque no lograba imaginarme lo que haría después con el ser dominado.
[…]
No pude comprender que Lisa no había venido para esto, sino para amarme, porque para la mujer, resurrección y liberación significan amar y sólo pueden manifestarse a través del amor.”

El amor y la felicidad. La infelicidad, mejor dicho. Ya termino, Dostoievski. Al final tanto para esto, para que todo se reduzca a un Caballo grande, ande o no ande.

“Todavía hoy me hago esta inútil pregunta. ¿Qué es preferible: una felicidad vulgar o un sufrimiento elevado? Díganme: ¿qué vale más?”

Claro que tus alegaciones terminales te exoneran, Fiódor. Una jugada maestra. Escribiste una novela sin héroes, una novela expiatoria, con su antihéroe, que tal vez fueras tú, pero eso a mí no me importa:

“Pero... ¿no sería preferible poner punto final a este diario? Creo que empezarlo fue un error... En fin, lo cierto es que no he dejado de sentir vergüenza en ningún momento de esta narración. No ha sido literatura, sino una expiación, una pena correccional.
[…]
Para escribir una novela hace falta un héroe, y yo, como haciéndolo adrede, he reunido aquí todos los rasgos de un antihéroe”.

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