Tuvieron que venir a recordarnos que perdimos una guerra en la que quienes luchaban eran nuestros fantasmas contra el pasado.
Llegaron más pronto que tarde, hace
unos años, venían de caer en la cuenta de que derrotar a la Institución Libre
de Enseñanza había sido la gran obra de los suyos.
Los suyos. Esa es su fuerza. Sus
suyos. Unos suyos que siempre estrangulan a los nuestros, porque los nuestros
solamente existen en las novelas y en los libros de Historia, en las canciones
y en las películas, en el arte que nada más imita al arte.
El asunto es que están aquí, a las puertas. Dentro. No se les tuvo por bárbaros y
así nos ha ido a los que creíamos haber hecho ya todo el trabajo para que la
humanidad tuviera algo de lo que enorgullecerse.
Ya
no necesitan ganar una guerra, les basta con robarnos el fuego de la palabra libertad y dejar reducida a la noble
palabra democracia a los escombros
sobre los que ciscarse.
Cada vez más energúmenos hacen oídos sordos al futuro que estaba a punto de llegar y se creen todas y cada una de las sandeces que han inventado para explicar el fracaso de quienes estábamos lavando el mundo.
Eso sí, hay que inventar otra
palabra. La palabra fascismo se queda
pequeña para precisar toda la estulticia escondida tras un miedo inventado que
únicamente les sirve de excusa para odiar con todas las ganas de que son
capaces quienes solamente saben odiar.
Por cierto, aquella guerra no
enfrentó a nadie. Aquella gente solamente era gente. Gente que se defendía de
otra gente. Gente que mataba a la gente que mataba. Gente que luchaba contra
gente que no quería a la gente.
Ahora, estos desalmados enamorados de
los tiburones no necesitan una guerra, ya digo, ni tan siquiera armas. Les
basta la libertad y la democracia.
Como
escribiera Roberto H. Rodríguez, “es su naturaleza, para ser felices necesitan
causar daño y sentirse intocables”.
Hablo de España. Pero ahí fuera también hace frío. Que tengan cuidado también, ahí fuera.
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