Llevaba diez años sin leer a Albert Sánchez Piñol. Ya he enmendado el desatino. Las tinieblas del corazón, publicado en 2025 en mi idioma (traducido magníficamente bien por Noemí Sobregués Arias) y un año antes en el idioma materno del autor con el título de Les tenebres del cor, es una obra maestra. No estoy seguro de que sea una novela, tampoco de que sea un ensayo, pero eso debería dar (un poco) igual. Es un libro superlativo. Muy didáctico, muy divertido, incluso hilarante cuando puede y sabe, pura literatura de la grande: Literatura. Y exculpación ideológica, como se verá. Que el catalanismo no falte.
En realidad, sí estoy seguro de que no es una novela (no olvidemos nunca
que “uno no debería tomarse en serio las obras de ficción”), no solamente
porque lo diga el propio autor, y de que se
trata de un ensayo del que podría argumentar, si no hubiera quien
reconviniera mi gusto por la hipérbole, que es uno de los mejores libros que he leído en mi vida. Aunque eso no me
lo puede discutir, y menos negar, nadie.
[...]
Las
tinieblas del corazón es un magnífico tratado de antropología, vaya por delante. Una lección de
antropología gracias a la cual podemos aprender lo siguiente sobre esa
disciplina científica. Y resumo...
“Si
a alguna actividad humana puede asimilarse el trabajo de campo antropológico es
al cotilleo. En efecto, un antropólogo
no deja de ser un cotilla profesional. Lo que pasa es que cuando un
antropólogo publica en medios académicos, se limita a presentar las
conclusiones y no suele hablar de las penalidades y las fatigas vividas para
obtenerlas”.
Un antropólogo (con su “bagaje académico típico”) es alguien que ha de ser capaz de “viajar miles de kilómetros y vivir largas temporadas en las antípodas del planeta, en el hielo, en el desierto o en la selva, soportando sed y enfermedades, mortificado por el clima y por los insectos, solo para descubrir por qué unos salvajes malolientes prefieren casarse con la prima de su padre y nunca lo hacen con la prima de su madre. O sea, para cotillear. ¿Qué hago yo aquí? Es natural que muchos sufran una crisis y desistan”. No me digas que esto no es docencia motivadora, de la de ahora.
El gran principio por el que surgió
la antropología fue “hacernos saber que otra
forma de experimentar la vida humana es posible, lo es”.
“Digámoslo
así: la antropología es a la fotografía lo que la historia al cine. La antropología retrata un punto fijo de
una sociedad humana, mientras que la historia cuenta su recorrido en el tiempo”.
La antropología es, nos revela
Sánchez Piñol, “el invento del siglo. ¿Su objetivo? Saber cómo viven otras personas. ¿Cómo se hace? Saliendo a la calle y
preguntando cosas a esas personas. En esencia es esto”.
La diferencia entre un antropólogo y
las demás personas que van donde van los antropólogos es que estas últimas
tienen “la convicción de que, como occidentales instruidos, poseen un conocimiento
del que los autóctonos carecen”. Pues bien, la antropología obra “exactamente
al revés. Como su objeto de estudio son los autóctonos, se parte del principio
de que la sabiduría la tienen ellos, no el antropólogo. Así, el paradigma se
invertía: Yo no sé nada, tú lo sabes todo.
En lugar de aleccionar, escuchamos; en lugar de hablar, preguntamos. He
aquí la gran diferencia”.
Voy a dejar que nos explique el autor
la diferencia entre la antropología y la
etnografía:
“La
antropología distingue entre «antropólogo» y «etnógrafo». Este último es el que
hace el trabajo de campo y recoge datos sobre el terreno. El antropólogo,
cómodamente instalado en su despacho, analiza y elabora la información que ha
obtenido el etnógrafo. (No será necesario que diga que a menudo un mismo
individuo asume las dos funciones)”.
Nos avisa Sánchez Piñol de que “esta
quiere ser una crónica justa y ecuánime, pero que no esconde su subjetividad”, y yo admiro esa deferencia, esa
actitud que pone en evidencia lo que otros ensayos ocultan: la inevitable
mirada propia de quien escribe sobre lo que escribe, esa mirada imaginada o
creída antes de serlo.
Los protagonistas del libro pareciera
que son los pigmeos, pero en realidad no lo son, somos nosotros, los otros de los otros.
“Los
habitantes de la selva tropical africana mal llamados pigmeos son una de las sociedades que más han fascinado a
Occidente. Sería difícil encontrar un grupo humano más alejado de nuestra
fisonomía y de nuestros patrones culturales. Están lejos de nosotros y de todos:
en los países de África donde ha habido pigmeos,
los africanos también los han considerado diferentes, ajenos a su sociedad. Son
los exóticos de los exóticos. Y algún día Europa debía toparse con ellos.
Pero,
en realidad, esta historia no trata de los pigmeos,
sino de los individuos a los que deslumbraron y sedujeron. En este relato se
mezclan, y de forma extrema, la ciencia y la fantasía literaria”.
Al leer el libro se ha de tener
presente que “los pigmeos siempre
están a medio camino entre la ciencia y la fantasía”: Sánchez Piñol (que admite
en las páginas de este volumen haber ejercido, “demasiadas veces para mi gusto,
de negro literario”) se encarga de ponerlos
en su sitio. Al fin y al cabo, su texto “gira en torno a un pueblo
inventado”, pues “trata precisamente de cómo los occidentales, en definitiva,
nosotros, percibimos y gestionamos el encuentro con unas criaturas que se
convirtieron en sinónimo de hiperalteridad: los mal llamados pigmeos”. Los principales “personajes de esta historia buscaron en los pigmeos algo importantísimo para ellos;
y todos, por sorprendente que resulte esta afirmación, encontraron lo que
buscaban. Sin embargo, oh, paradoja fatal, lo que encontraron no existe”.
[...]
Digamos que la mitad de Las tinieblas del corazón está
dedicada a las andanzas de aquellos
que con más ahínco buscaron dar a conocer quiénes eran los pigmeos (cuyas historias “tuvieron un componente esencialmente
literario”): Paul du Chaillu (“él,
más que ningún otro, es quien creó y expandió el imaginario sobre el África
exótica: selva y caníbales, gorilas y pigmeos...”),
Georg Schweinfurth (Sánchez Piñon
está convencido “de que los guionistas de las primeras películas de Tarzán
fueron ávidos lectores” suyos), Paul
Schebesta (“uno de esos héroes de la investigación científica injustamente
olvidados”, fue “el primero en recortar la distancia infinita que separa a
observador y observado, a europeos de pigmeos”),
Wilhelm Schmidt (que pretendió,
utilizando las cualidades de Schebesta en tanto que “creyente aventurero”,
llegar a “probar científicamente que el principio del monoteísmo primordial
preexistía en el corazón de las tribus más ignotas”: no pudo), Anne Eisner y Patrick Putnam (quienes
más tiempo pasaron entre pigmeos) y Colin Turnbull (el autor del gran éxito
antropológico The Forest People, un
libro que “modificó la imagen occidental de los pigmeos, que por fin pasaban de ser los bárbaros más bestiales a
convertirse en los buenos salvajes de Rousseau”, un libro que para Sánchez
Piñol es “memorable y seguramente inmortal”).
“Los
mbuti [el principal pueblo de los
mal llamados pigmeos] tienen una cultura tan alejada de los patrones
europeos, tan diferente de nosotros que permite proyectar los deseos más
básicos del observador”.
Y ese párrafo es el corazón del
libro, su corazón tenebroso.
[...]
Es admirable que esa gente entienda
“la vida como un lugar y un tiempo que debemos dedicar al disfrute, sin
preocuparnos en exceso por el pasado ni por el futuro”. Pero “no son ángeles, son humanos”, recalca
el autor, “y, como tales, viven inmersos en desacuerdos y conflictos”.
Pero es la propia experiencia en el Congo de Sánchez Piñol (y su
“inevitable tendencia a mezclar drama y ridículo”) el mejor momento del libro,
que ya es decir, donde el humor descacharrante se desborda sin que la categoría
científica del libro pierda atractivo alguno. Y no digamos la literaria. Un
momento que ocupa, ya se dijo, la mitad del volumen. Voy con ello...
“He
dudado mucho si debía incluir mi experiencia como último capítulo de este libro.
No tenía la intención de hacerlo. ¿Cómo podría ponerme al nivel de los colosos
que me han precedido? Comparada con la suya, mi experiencia africana fue
mínima. Y también habría otro motivo para negarme, aún más poderoso y que no
tiene nada que ver con la modestia: que este libro narra hasta qué punto
nuestros protagonistas fueron víctimas de un influjo ilusorio. ¿Acaso no acabo
de contar que todos estaban regidos por una fabulación mórbida y que perdieron
media vida persiguiendo quimeras estériles? Si me incluyo, soy como ellos, y si
lo soy, ¿qué haría mi relato más válido y fiable? ¿Cómo podrá saber el lector
si las páginas siguientes son ciencia o son literatura fantástica?”
Si se inventó hace décadas la
expresión realismo mágico para hacer
referencia a un tipo de narraciones del siglo pasado, Sánchez Piñol tratará de
convencernos de que de África
“deberíamos de pregonar el surrealismo
mágico”.
El caso es que nuestro autor (que
avisa a menudo de que “nadie se creerá que este es un libro de no ficción”)
había sido contratado por una ONG dedicada al desarrollo que “tenía proyectos
agropecuarios en el este del Congo y quería saber por qué no acababan de
funcionar”. Cuando sintió la tentación de reducir el informe que le solicitaban
a “una sobria frase telegráfica”, esta: El
Congo es un marasmo político y el estado de guerra hace inviable toda actividad
económica normal, y se dio cuenta de que tenía tiempo de sobra, se
dedicó... “a lo que más me ha gustado en esta vida: el trabajo de campo
etnográfico”. Eso sí, que quede claro: los pigmeos
no estaban en modo alguno en su horizonte intelectual.
“Todo
lo que aprendí en África puede resumirse en un principio y solo uno, pero es un
aprendizaje que justifica haber vivido una vida. Es el siguiente: quien disipa las tinieblas de su corazón ya
no teme el corazón de las tinieblas”.
Y ahora, por fin, la justificación científica del catalanismo,
del identitarismo nacionalista, sea este cual sea, en el caso del autor, el
catalanismo (cuando le preguntan a Sánchez Piñol qué es él siempre responde,
nos cuenta, catalán: eso responde).
Hela aquí (tras haber explicado que los pigmeos
son una construcción occidental, el autor dice lo siguiente):
“Saber
que la identidad es una construcción nos hace más lúcidos, pero no la invalida.
Todo el mundo quiere ser alguien y todo
el mundo necesita ser alguien. Y solo se puede ser alguien si ese alguien
forma parte de algún grupo. De hecho, la etnia más artificiosa e irritante que
pueda existir es la de los ciudadanos del
mundo”.
Pero hasta él mismo repara en la
situación epistemológica en que le deja esa reflexión y se pregunta hasta qué punto su identidad cultural no
habría interferido en su estudio:
“¿El
hecho mismo de que hubiera elegido la temática identitaria no tenía nada que ver
con mi origen? ¿Acaso había proyectado a
«los míos» en «los otros»?”
¿Había Albert Sánchez Piñol estudiado
la sociedad mbuti o había estudiado la suya a través de la de aquellos
africanos?
“Tenía narices la cosa. Había viajado al fin
del mundo para conocer a los mbuti y acababa conociendo a los catalanes”.
De lo mucho que uno aprende leyendo Las tinieblas del corazón tal vez lo más
importante sea aquello de que “conocer
al otro no nos hace mejores personas, en absoluto, sino que tiene una función
aún más primaria e importante: hacernos personas. [...] La mejor manera de
convivir es conocernos. La mejor manera de aprender a convivir es aprender a
conocernos”.
O quizás esto otro:
“Estudiar
a pigmeos no sirve absolutamente para nada. Es como reír, como follar y como
leer poemas buenos o malos. Las cosas importantes de la vida no sirven para
nada. ¿Para qué sirve tirar piedras a un río? ¿Para qué sirve jugar con un
gato?”
Como leer libros, libros como este
que no sirven absolutamente para nada. Es un decir.
Este texto pertenece a mi artículo ‘El asombroso viaje para descubrir las tinieblas del corazón con Sánchez Piñol’, publicado el 5 de agosto de 2025 en Nueva Tribuna, que puedes leer completo EN ESTE ENLACE.
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