¿Será verdad que, en mi novela Serás mi tumba, los emboscados que la protagonizan, uno de ellos, el que dicen que podría ser Juanín, pero no lo es, lee a Ernest Hemingway?
La novela más antigua de cuantas leí y me ayudaron a escribir Serás mi tumba (de esa forma que ayuda lo que uno lee para escribir lo que uno escribe, no sé si lo sabes) fue Por quién doblan las campanas, de Hemingway, que aunque yo la disfruté en 2012 había sido publicada originalmente en 1940 (no en España, donde no pudo leerse en español hasta 1972).
El título de la novela de Hemingway procede
a su vez de la ‘Meditación XVII’, un
sermón, ojo, no propiamente un poema, perteneciente al libro del poeta
(metafísico, dicen) inglés John Donne
Devotions
upon emergent occasions (traducido a mi idioma como Meditaciones en tiempos de crisis),
publicado algunos siglos antes, en 1624. Por
quién doblan las campanas se abre explícitamente con la cita de una parte
de esa ‘Meditación XVII’:
“Nadie es una
isla, completo en sí mismo, cada ser humano es un pedazo del continente, una
parte principal. Si un terrón de tierra es arrastrado por el mar, toda Europa
queda disminuida, así como si fuera un promontorio, así como casa de tu amigo o
la tuya propia: la muerte de cualquier
ser humano me disminuye, porque soy parte de la humanidad,y por lo tanto nunca
preguntes por quién doblan las campanas, doblan por ti”.
Leo que Donne escribió esa meditación, ese sermón, en 1623, estando muy enfermo, también que en él lo que hace es explorar el misterio metafísico de la muerte. Lo publicó un año después, ya recuperado, junto a otros 22 sermones, en aquel libro titulado Meditaciones en tiempos de crisis que quiso dar testimonio de aquellos padecimientos suyos.
La ‘Meditación XVII’ lleva un
epígrafe en latín: Nunc lento sonitu
dicunt, morieris, que se suele traducir como: “Ahora, esta campana que toca
suavemente por otra, me dice: Tú debes morir”. El eco del mundo que es cada
vida, cada existencia diríamos que encadenada al sufrimiento y el recorrido de
las demás existencias.
Donne falleció pocos años después, en
1631. Está enterrado, nada más y nada menos, que en la londinense catedral de
San Pablo.
El historiador cultural australiano Luke Stegemann, en su libro Madrid: historia de una ciudad de éxito,
de 2024, fue el que me inspiró para escribir todo esto cuando le leí que “dos
generaciones antes de que una combinación única de escritores cambiara para
siempre la literatura española, los místicos contribuyeron a sentar las bases
del gran florecimiento del Siglo de Oro. Incluso se ha sugerido que la
influencia de los poetas místicos españoles cruzó el continente y encontró un
terreno fértil en uno de los mejores poetas ingleses de la época, John Donne.
Es muy posible: Donne nació en el seno de una familia católica y fue, entre
otras cosas, un aventurero. En 1596 embarcó con la flota inglesa al mando de
Walter Raleigh, luchó contra los españoles en Cádiz y más tarde estudió la
lengua española. Su poesía está impregnada de éxtasis, tanto sexual como
metafísico”. Donne, lo digo ya, fue ministro anglicano, es decir, ejerció como
clérigo cristiano.
Es hora de que leas la ‘Meditación
XVII’ completa (traducida, aunque no he podido encontrar por quién, bien que lo
lamento; yo he hecho algunas modificaciones básicas, al eliminar la expresión ‘hombre’ y sustituirla por ‘ser humano’):
“Acaso, que para
quien esta campana que suena puede ser tan mala, como que no sabe que suena
para él, y tal vez me puedo creer a mí mismo mucho mejor de lo que soy, ya que
los que están a mí alrededor y ven mi estado, pueden haber causado que sonara
para mí, y yo no lo sabía.
La Iglesia es
católica, universal, también lo son todas sus acciones, todo lo que ella hace
es de todos. Cuando se bautiza a un niño, la acción me preocupa, porque ese
niño está así conectado a ese cuerpo que es mi cabeza también, e injertado en
ese cuerpo del cual yo soy miembro. Y cuando se entierra a alguien, la acción
me preocupa; la humanidad es de un autor, y es un volumen, cuando un ser humano
muere, un capítulo no se arranca del libro, pero se tradujo en un mejor
lenguaje, y cada capítulo debe ser traducido así: Dios emplea a varios
traductores; algunas piezas son traducidas por la edad, otros por enfermedad,
otros por la guerra, otros por la justicia, pero la mano de Dios está en todas
las traducciones, y su mano vinculará a todas nuestras hojas dispersas de nuevo
para esa biblioteca donde todos los libros se encuentran abiertos el uno al
otro.
Por tanto, la
campana que suena a un sermón no exhorta sólo al predicador, pero sobre todo a
la congregación que ha de venir, por lo que esta campana nos llama, pero
¿cuánto más yo, que soy llevado tan cerca de la puerta por esta enfermedad?
Hubo una disputa en cuanto a una demanda (en el que se mezclaban tanto la
piedad y dignidad, la religión y la estimación), ¿cuál de las órdenes
religiosas deben llamar a la oración primera de la mañana? y se determinó, que
deben sonar primero las campanas la que se levantó más temprano. Si entendemos
correctamente la dignidad de esta campana que suena para nuestra oración de la
tarde, se espera que sea nuestro por levantarse temprano, en esa disciplina,
que podría ser la nuestra, así como la suya, que de hecho lo es. La campana
sonó para aquel que fue, y aunque intermitente suena de nuevo, sin embargo, a
partir de ese momento que esta ocasión obró sobre él, que está unida a Dios.
¿Quién no echa un vistazo al sol cuando se levanta? ¿Quién le quita el ojo a un
cometa que aparece? ¿Quién no presta oído a ninguna campana que suena en
cualquier ocasión? pero ¿quién puede eliminarlo de la campana que está pasando
un pedazo de sí mismo fuera de este mundo?
Nadie es una isla,
completo en sí mismo, cada ser humano es un pedazo del continente, una parte
principal. Si un terrón de tierra es arrastrado por el mar, toda Europa queda
disminuida, así como si fuera un promontorio, así como casa de tu amigo o la
tuya propia: la muerte de cualquier ser humano me disminuye, porque soy parte
de la humanidad, y por lo tanto nunca preguntes por quién doblan las campanas,
doblan por ti.
Tampoco podemos
llamamos una mendicidad de la miseria, o bien una necesidad de la miseria, como
si no estábamos lo suficientemente miserables de nosotros mismos, sino que
debemos buscar en más de la casa de al lado, al tomar sobre nosotros el
sufrimiento de nuestros vecinos. En verdad se trataría de una codicia excusable
si lo hiciéramos, porque la aflicción es un tesoro, y escaso alguno tiene
bastante de él. Nadie tiene aflicción suficiente que no está maduro y madurado
por el mismo, y se ajuste a Dios por esa aflicción. Si un ser humano lleva
tesoro en lingotes o en un lingote de oro, y no posee ninguno acuñado en dinero
actual, su tesoro no le sufraga mientras viaja.
La Tribulación es
el tesoro de la naturaleza de la misma, pero no es moneda corriente en el uso
de la misma, salvo que obtenemos cada vez más cerca nuestra casa, el cielo, por
el mismo. Otro ser humano puede estar enfermo también, y enfermo de muerte, y
esta afección puede estar en sus entrañas, como el oro en una mina, y ser de
ninguna utilidad para él, pero esta campana, que me dice de su aflicción, se
esfuerza por salir y se aplica ese oro para mí: si por esta consideración del
peligro de otro tomo la mía propia en la contemplación, y así asegurar a mí
mismo, por lo que recurro a mi Dios, que es nuestra única seguridad”.
Vuelvo a Hemingway, con el que (casi) me despido trayendo una frase dicha por uno de los personajes de Por quién doblan las campanas:
“Qué
cosa más mala es la guerra”.
Que se lo digan a los protagonistas de Serás mi tumba. Qué cosa más mala fue la Guerra Civil. Y el franquismo.
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