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La bellísima mamita de Gustavo Rodríguez

El escritor peruano Gustavo Rodríguez tiene la literatura bien puesta en algún lugar de su alma o de su cuerpo. Su decimosegunda novela, la segunda suya que leo, lleva por título Mamita y, como la anterior, Cien cuyes, es excelente.

Publicada en 2025, lo que se cuenta en Mamita, la novela misma, está dedicada a...

 

“Nunca supo aquel magnate que su fortuna se difuminaría como polen selvático entre sus numerosos hijos, y que la más pequeña de todos ellos lo adoraría hasta el final de los días sin siquiera haberlo conocido.

Esta historia, pues, va dedicada a esa niña.

A ti, mamita”.

 


Mamita
es también de algún modo, además de un monumento literario en forma de regalo filial a la madre, un libro de viajes, quizás una guía de viajes... de la ciudad de Lima (la capital de “un país tan desigual y corrompido como el mío”, escribe el autor). Escucha si no esta muestra, que lo es además del arte literario exquisito de Rodríguez:

“La conversación había estado tan interesante que ni me percaté de que estábamos llegando al cruce con Angamos, donde la avenida Arequipa ya se tornaba plenamente arbolada. En la berma central, los ciclistas agradecían el súbito cobijo de las sombras en esta ciudad emplazada en el desierto”.


También es Mamita y lo es en grado sumo, una reflexión novelada sobre el arte de escribir novelas. Así, el narrador y protagonista, que es el propio autor, nos cuenta que cada vez que alguien le dice sobre sus libros frases del tipo de se lee rápido “mi lado inseguro la interpreta como un inconsciente reclamo de densidad, en vez de verla como el reconocimiento a cierta eficacia narrativa”. Irónicamente, en cualquier caso siempre es de “agradecer que el tormento se hubiera hecho corto”. Cuando escribimos tratando de contar aquello que recordamos sobre nosotros mismos, sobre los nuestros, no podemos evitar que, con el tiempo, los recuerdos “que creemos reales se conviertan en desdibujadas fotocopias de fotocopias”, de tal manera que lo que en realidad acabamos haciendo es recordar una ficción “en la que se ha mezclado adrede lo que creemos real con lo que fantaseamos”. Al fin y al cabo, “todos somos ficciones caminantes”. Todos establecemos nuestra identidad a base de la repetición de nuestros recuerdos.

Un escritor escribe lo que se propone, dice alguien en la novela. Y, cuando no sabe lo que se propone, simplemente “escribe lo que puede”.

 

Los escritores, los artistas en general, son caníbales de la vida de los otros. Para hacer verosímiles e intensas nuestras obras, muchas veces tenemos que basarnos en hechos que elevaron nuestras emociones. Traducimos esas emociones a códigos, a frases, para que del otro lado los lectores vuelvan a sentir esas emociones. Como hacen los teléfonos, como hacen los telégrafos. Para que algo suene real, tiene que partir de una emoción real. No sé si me entiende. [...] Para mentir bien hay que creerse bien lo que se va a decir”.

 

Un personaje muy importante de la novela le pregunta al narrador y protagonista si “se dedica a hacerle creer a la gente cosas que no pasaron”. A lo que él, Rodríguez, Gustavo Rodríguez, responde que lo intenta, “pero el truco funciona mientras el libro está abierto; una vez que se cierra, la realidad manda”. El oficio de escritor es, por cierto, un oficio “que se emprende sin saber lo que se está haciendo”.

 

“Esa frase de Thomas Mann que dice que un escritor es aquella persona para la cual escribir es más difícil que para el resto de las personas”.

 

Llegamos a leer en Mamita cómo quien nos cuenta cuanto leemos de pregunta mientras lo hace, mientras nos lo cuenta, si la vida no será una novela que se plagia a sí misma.

Pero no olvido que la verdadera protagonista es la madre del narrador. Ese amor suyo por ella es la razón de ser del libro (“un recuento de los relatos que he escuchado sobre su padre y su madre”), al que convierte en un hermoso canto literario hecho de prosa finísima y dura a la vez, esa clase de artificio literario que le va embebiendo a uno a medida que lo lee y lo disfruta.

 

“Puse mi mano sobre su pelo y fue como acariciar un estambre del que se ha usado casi todo el hilo. Quise creer que el roce de mis dedos le hizo bien, pues me pareció que su carita de melocotón, aunque deshidratado, perdía un poco de su tirantez. Quién sabe, me dije, si no existía entre madres e hijos una frecuencia exclusiva para ondas que no han sido descubiertas”.

 

Una novela escrita desde “el nostálgico asombro” que le acompaña a él, a Gustavo Rodríguez, a lo largo de su escritura (y a nosotros a lo largo de nuestra lectura). Una novela a la que no le falta el humor, no el sentido del humor, sino el humor, en su justa dosis literaria. El humor, ese “pegamento de las relaciones humanas” que nos recuerda una y otra vez que, “en el fondo, solo somos primates que quieren divertirse”.

 

          “Solo la alegría puede detener el paso del tiempo”.

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