A Diego Alfredo Manrique Martínez, natural de la burgalesa Pedrosa de Valdeporres, nacido trece años antes que yo, en el año 50 del siglo pasado, periodista musical, quizás el más reconocido y reputado y prolífico de cuantos hayan escrito en España (y más allá), le conozco presentando programas de radio y de televisión y llevando sus impecables, aunque aceradas, crónicas y críticas a muchísimos medios impresos y digitales desde hace más de cuarenta años, pongamos ¿cuarentaicinco?
Diego
Manrique, que más habitualmente firma como Diego A. Manrique, por
ejemplo, el libro del que quiero hablar ahora, es el autor de un volumen
aparecido en la primavera de 2025 que lleva por título (espléndidamente) El
mejor oficio del mundo (con su fenomenal ilustración de Mauro
Entrialgo en la cubierta, muy bien presentado/editado por Efe Eme,
ese reducto profesional tan necesario en el panorama musical español de lo que
va de siglo XXI).
Como
explica inmediatamente el propio volumen, los textos que integran El mejor
oficio del mundo “nacieron en su forma original para la sección ‘La última
bala’ de la revista Cuadernos Efe Eme”. En la introducción, Diego
Manrique nos cuenta que a principios de los años 70 del siglo pasado “vivía en
la cuerda floja, oficialmente estudiaba Derecho. Pero no: se trataba de
tranquilizar a los padres y retrasar la hora de vestirme de caqui. En verdad,
había hecho un descubrimiento deslumbrante: te pagaban por escribir sobre
música. Más adelante comprobaría que también te remuneraban por hacer
programas de radio y aparecer en televisión. Manrique dice detestar casi todo
lo que se publicaba en España en aquella época sobre rock y más que de futuro
laboral, podríamos hablar, puede hablar él, es lo que hace, sobre la verdadera
razón de comenzar en todo esto: que el rock “tenía la suficiente relevancia
como para no dejarlo en manos de gente tibia o ignorante”. Obtuvo enseguida “la
confirmación de que aquél era, aproximadamente, el mejor oficio del mundo, con
sus inconvenientes, es cierto. Tuvo que aprender a acercarse a otros mundos, a
abrir sus propias entendederas, a renovar su lenguaje y a relativizar sus
querencias.
Diego
(le tuteo, ya digo que le conozco, no personalmente, pero casi) nos advierte
de que a este libro “no se viene a llorar: me parece incoherente quejarme de mi
racha profesional precisamente ahora, cuando se está hundiendo el mercado del
periodismo musical; aquí no hay lecciones para jóvenes colegas, se trata de
testimonios de encuentros, viajes al extranjero, aventuras, no siempre
ejemplares, personales y, me temo, irrepetibles”.
El
autor de El mejor oficio del mundo considera que los periodistas
musicales “son la especie más detestada en este negocio”.
Cosas
que aprende uno leyendo el libro. Que “un productor musical es, aparte de todo,
un embaucador de seres humanos”, que no se le pide nada a Bob Dylan. Que
sobre Antonio Vega “en el fondo sabíamos que su turbulenta vida era una
elección consciente, una carrera frenética contra la muerte”. [...]
Cosas
que ya sabía uno, pero que se siente a gusto viéndolas ratificadas en un libro
de estas características (una obra magnífica en la que un número uno nos cuenta
a base de láminas certeras y exactas en lo que ha consistido, en lo que
consiste su desempeño profesional de primer nivel): que “Serrat tiene
dimensiones gigantescas, incluso para los que militamos en la secta del rock”;
que Manolo García es puro “cariño, entusiasmo y un poco de locura”; que
lo que hacía Tequila era rock “directo, jugoso y arrogante”…
El
estilo inconfundible, mineral, cortante, directo y, sin embargo, de profunda
literatura ensayística de DAM es perfecto para mostrarnos algo indudable, que él
nunca se casa con nadie.
“Nunca
escribí nada contrario a lo que pensaba (en honor a la verdad, tampoco las
discográficas se enfadaron por mis ocasionales salidas de tono)”.
Me
quedo, es un decir, con una frase de Bunbury (“lo más parecido a un
rockstar que tenemos en España”), esa que le dijo a Diego: “¿Qué puedes esperar
de un país que se ha puesto en manos de un notario de Pontevedra?”, referida a Mariano
Rajoy, cuando el dirigente del Partido Popular gobernaba España. O esta otra
del propio Diego en la misma entrevista: “¡Qué coñazo la sabiduría!”. Y no,
Rajoy no es/era notario, era/es registrador de la propiedad, como luego aporta/corrige
el propio Manrique.
Este
es un libro donde además uno descubre cosas como lo que le gusta
profesionalmente el salseo (antes cotilleo) a Diego Manrique.
Pero, sin duda y de una manera fundamental, este es un libro sobre cómo empezó
en todo esto Diego Manrique, sobre cómo siguió y, más o menos, sobre cómo sigue:
de eso es de lo que va este importante libro.
Si
prestas tención, además, Diego cuenta muchas cosas de él. Personales, quiero
decir. Presta atención al leerlo. Verbi gratia: “Me miro en el espejo y
soy feliz”, decía aquella canción de Parálisis Permanente, cuyo video se grabó/se
rodó en su casa”.
¡Y
qué decir de las espléndidas fotografías de Domingo J. Casas que
acompañan casi siempre cada epígrafe!
Descubro
algo que siempre había creído, y es que me encanta leer sobre Onda Dos, el Diario
Pop, Popgrama (donde “el tal Manrique era más seco que la mojama”), ¡Qué Noche
la de aquel Año!…
“En
este país, ya saben, debemos repetir las historias básicas cada poco tiempo. Hay
escasa memoria, sobre todo en asuntos de cultura popular. Por no hablar de los
manipuladores. Un yeti de Radio 3 lleva años malmetiendo con el asunto del
origen de uno de sus programas legendarios, el Diario Pop”.
Me
encanta, sí, pero la mala leche me enerva. La ajena y la mía. Aunque se esconda
amnistiada por el periodismo periodístico.
Personajes
del negocio musical de los que DAM habla siempre bien (con cariño, sin
acritud, sin al menos algún reparo severo) son pocos: Jesús Ordovás y Juan de Pablos. También Carlos Tena, a quien pide perdón por haber
llevado a aquel programa conducido por él, Caja de Ritmos, a Las Vulpes, y al
cual dedica aquí una necrológica nada condescendiente, muy Manrique.
“Hablo
de España. El crítico de música pop, tal y como se manifiesta habitualmente
entre nosotros, tiende a ser una criatura domada, una fiera que ni ladra ni
muerde. Todo lo contrario, se excede en incienso y alabanzas […] Como gremio
somos bastante caguetas. Treinta años habían pasado desde la agresión de Loquillo
al crítico Ignacio Juliá y todavía temíamos su ira. Resultado: nadie
dice lo que piensa de Loquillo”.
Es
de destacar la edición del libro que, además, incluye la puesta al día a cargo
del propio Manrique de textos que, de haberse traído al volumen sin más,
habrían dejado esa sensación de amontonamiento que tienen tantos recopilatorios.
No, El mejor oficio del mundo no es un grandes éxitos.
“Esto
nunca se ha dicho. Muchos de los periodistas y radiofonistas que nos
incorporamos al mundillo musical español durante los años 70 éramos hippies.
No hippies de sandalias, huerto en el campo y comunión con LSD: sabíamos
que aquello había pasado de moda y que imperaban estilos más urbanos. Nuestro
hipismo era subyacente: rechazo por las jerarquías, desprecio por los empleos
convencionales, primacía del principio del placer. Y cierto desinterés por el
dinero; eso nos convertía en carnaza fácil para depredadores. Aunque no lo
verbalizamos, éramos conscientes de que necesitábamos lo que en la jerga
política del momento denominaban cuadros. Gente carismática que pudiera
formar equipos que encajaran en revistas, periódicos y emisoras. Unos capataces,
disculpen la crudeza de la expresión, expertos en moverse por despachos y sacar
adelante programas, proyectos, ideas para las que luego se nos convocaba”.
Puede
que Diego (que explica en el volumen cómo nació su “desconfianza ante la
respetabilidad social de la música de clásica”) sea uno de los mejores periodistas
musicales de la historia, pero lo que es sin duda es uno de los mayores
buscadores de discos (no cassettes, ¡aj!). Mucho de ello nos lo cuenta en el
libro. Jugosamente.
[...]
Este texto pertenece al artículo ‘El oficio de Diego A. Manrique’, publicado el 30 de junio de 2025 en Nueva Tribuna, que puedes leer completo EN ESTE ENLACE.
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