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Emilia Pérez sale majestuosa del precipicio del ridículo


Antes de ver el décimo largometraje del cineasta francés Jacques Audiard, yo ya había disfrutado de ocho de los nueve anteriores suyos (entre ellos, por ejemplo, el extraordinario Un profeta, de 2009). Emilia Pérez, estrenado en 2024, el décimo largometraje de Audiard, es un musical cuyo mayor mérito es ser por encima de todo una extraordinaria película de la que sería difícil elegir cuál es su peor canción.

Audiard juega fuerte con este filme, arriesga y se pone constantemente en el límite de lo ridículo sin sobrepasar en ningún momento, a lo largo de sus más de 120 minutos, esa línea y saliendo firme del envite (“siempre deslizándose sobre el delgado filo que separa lo sublime de lo ridículo”, diría Sergi Sánchez en La Razón), porque escribe (adaptando o cuando menos inspirándose en una de las tramas de la novela Écoute, de Boris Razon, publicada en 2018) y dirige Emilia Pérez con ese talento cinematográfico suyo tan personal y sencillamente conmovedor como siempre.

No sabría explicarlo mejor que como lo hizo la escritora Txani Rodríguez en El Correo, cuando dijo aquello de que…

 

“El cine, tan poderoso, es capaz de doblar la curva del tiempo y volver al instante en el que a alguien se le ocurre una idea; es capaz de rebobinar los procesos de escritura de guion, producción, rodaje, montaje y postproducción para rebaremarlos. De pronto, el resultado del trabajo que se realizó en un momento dado se transmuta sin que la teoría de las partículas elementales pueda explicar el fenómeno. Aquí no opera la ciencia, opera la magia; en concreto, la magia del cine, que igual no era lo que siempre habíamos entendido que era, igual también era otra cosa”.

 

La magia esa de Audiard que salpimenta sus otras películas, aquí sencillamente fluye con apariencia descontrolada a lo largo de toda una historia mexicana contemporánea con desaparecidos, narcos, transexuales y por supuesto música. O algo parecido.


Extraordinarias son las interpretaciones de Zoe Saldaña (magnífica ganadora del Oscar a la Mejor actriz de reparto) y Karla Sofía Gascón, también la de Adriana Paz, algo que no puedo decir de la música de Clément Ducol y Camille (lo que no evitó que El mal se alzara con el Oscar a la Mejor canción, interpretada por Saldaña y Gascón), aunque sí quizás de la fotografía de Paul Guilhaume.

Este “musical-narcocorrido-trans tan delicado como brutal”, a decir del crítico cinematográfico Luis Martínez para El Mundo, es, estoy de acuerdo, “brillante en cada uno de sus gestos más oscuros e irresistible de puro disparatado”.


Añado y acabo: es una película que “derrocha electricidad y osadía” (como escribió Elsa Fernández-Santos en El País), y “es ambiciosa y magnífica hasta lo insultante” (eso dejó dicho Oti Rodríguez Marchante en ABC), así como un “exuberante y audaz culebrón musical con momentos en los que bordea el ridículo, aunque son muchos más aquellos durante los que se acerca a lo sublime (le leo a Nando Salvá en El Periódico).

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