Presentes (de Paco Cerdà) nos recuerda de qué iba el franquismo
Francisco Cerdà Arroyo es el escritor (también periodista, también editor) que firma sus libros como Paco Cerdà: el formidable Presentes, por ejemplo. Uno de los mejores libros de 2024.
Ignoro cuál es exactamente la formación académica de Cerdà, sé que es periodista de titulación universitaria, pero los dos libros suyos que he leído hasta ahora (14 de abril, publicado en 2022, y Presentes, dos años posterior) parecen ser escritos por un auténtico historiador. Tal vez lo sea. Es más, estoy seguro de que lo es.
De
14 de abril escribí que es un ensayo novelado,
una novela de no ficción: un libro, en definitiva, que merece ser leído. Apunto
lo mismo sobre Presentes, también, como entonces, que en él Cerdà (quien
dice que es este un “libro de no ficción pura”) nos sumerge en medio de los
hechos y lo hace con un ritmo literario apropiado, elegante y variopinto,
medido, poético cuando se necesita, emotivo si viene al caso, decididamente
importante, como de escritor grande.
No
diría que Presentes es una novela de no ficción (tampoco creo ya que lo
fuera 14 de abril). Lo que son ambos sí es ensayos novelados, ensayos de
valor historiográfico en los que la narratividad propia de la Historia se afila
y se afina con lo mismos valores epistemológicos que los libros propiamente
escritos por historiadores académicamente formados.
“Y
allí, dentro de la caja, estaba José Antonio. Lo que era una vida y luego una
idea se iba haciendo mito: transubstanciación franquista”.
Se podría decir que el protagonista del libro es José Antonio (Primo de Rivera, el José Antonio español por excelencia), y lo sería si no fuera porque su ámbito central es una pléyade de seres humanos que sufrieron aquella guerra civil y en especial su resultado, la victoria franquista, también muchos de los que la sufrieron pero (al menos) la ganaron. Digamos que el protagonista del libro es la España del tiempo en que el cadáver de José Antonio fue paseado a hombros desde el cementerio de Alicante hasta “la piedra dura” de San Lorenzo de El Escorial (“morada de reyes, sepulcro imperial”): 1939, Año de la Victoria.
Seres humanos como Eulalio Ferrer, que escribe algo en su barraca del campo de prisioneros francés de Saint-Cyprien; como Miguel de Molina, que actúa esta noche quizás sin miedo, al menos sin tenerle miedo al miedo, en el Pavón de Madrid (después de la paliza que le habían dado por marica y rojo); Elena Fortún, madre literaria de Celia (el inesperado personaje favorito de la hija del dictador Franco), camino de Buenos Aires; Alexander W. Weddell, el embajador estadounidense en España que escribe al secretario de Estado de su país sobre las depuraciones culturales del gobierno vencedor franquista…
Asistimos
a un largo viaje, “a la ceremonia más inverosímil de la Historia contemporánea
de España. El mayor culto a un político fallecido en la Europa occidental en lo
que va de siglo. Van a ser 467 kilómetros recorridos al paso marcial de
la Falange”. Once días y diez noches “bajo los rigores de este otoño con muerte
y hambre enmascaradas de Victoria”, con el cuerpo de José Antonio a hombros:
“un camino místico, espiritual”. El fundador de la suficientemente fascista
Falange es transportado a hombros a través de la zona de la España roja
que se mantuvo real a la República (ahora triturada) “hasta el último suspiro”.
Fue una demostración de fuerza del bando vencedor. Casi alucinante (como
se encarga de mostrarnos Cerdà espléndidamente). Una demostración con “voluntad
de épica” en su “peregrinar oscuro entre llanuras”, toda una “peregrinación a
través de una Patria” hecha no para dar reposo aun cuerpo sino para “dejar
erigida una doctrina”, que fue idea de un falangista de pro: Dionisio
Ridruejo tres semanas antes.
[…]
Como testigos (hoy casi inexistentes, difícilmente reconocibles), auténticos hitos: habrá (hubo) un monolito conmemorativo de mármol negro, “veteado de blanco que una fábrica de Monóvar ha tallado con cierta urgencia. Mide dos metros y medio. Pesa mil quinientos kilos. Es imponente, de aroma imperial, con el yugo y las flechas y esa inscripción notarial, escueta, lacónica, tan del estilo joseantoniano: Hasta aquí trajo el cuerpo de José Antonio la Falange de… y lo entregó a las 12 del día tal de noviembre de MCMXXXIX, Año de la Victoria, a la Falange…: se levantará uno de estos monolitos en cada punto del trayecto donde se produzca un relevo. Siempre en el borde derecho del camino”. (En mi barrio hubo uno, en la madrileña plaza de Legazpi: mi padre me lo dijo de crío, creo que no llegué a verlo, no tengo ni idea de adonde fue a parar.)
España
era entonces, no lo olvidemos (ni ahora ni nunca), cuando aquel traslado
mortuorio tan simbólicamente negro —más que azul mahón, más que negro y rojo—,
“un país con veintiséis millones de habitantes y más de doscientos sesenta mil
presos. El uno por cien de la población encerrada en prisiones, conventos,
monasterios, escuelas, cuarteles, reformatorios, viejos manicomios, plazas de
toros, establos, graneros: un país convertido en una inmensa cárcel”. Un
“país cárcel donde se mueren los hombres de sentimiento y de pena”. Un país en
el que uno podía “ser un jodido cojo o un caballero mutilado: depende del lado
que ocupaba en la trinchera”.
Más seres humanos que coprotagonizan con José Antonio Presentes: Pilar de Valderrama, que solamente tiene ya el recuerdo de cuando Antonio Machado la decía Guiomar; Miguel Hernández, que no podía faltar; Francisco Arroyo Rubio, fusilado ya acabada la guerra, como tantos, en Paterna, bisabuelo del autor; Pilar Primo de Rivera, la hermana del difunto enaltecido por las tierras castellanas, la lideresa de “la organización femenina de masas más grande de la historia de España”, unida al cortejo a ratos…
Resulta
muy esclarecedora la “híbrida locución joseantoniana” que el autor
compone tras leer las mil páginas que la oratoria y escritura de Primo de
Rivera dejó. Yo, a su vez, selecciono estos dichos suyos para delimitar el tipo
de ser humano que fue:
“Vale más una ilusión que una realidad.
Falange aspira a la Revolución
nacional.
Nosotros integramos estas dos cosas:
la Patria y la justicia social.
Repudiamos el sistema capitalista.
La Patria es una misión.
La Patria es el único destino
colectivo posible.
Una nación no es una lengua, ni una
raza, ni un territorio.
España es, ante todo, una unidad de
destino universal.
Somos
hombres para morir y vivir por España en el cumplimiento de un sagrado deber”.
No
olvidemos que esa retahíla de inconsistencias que ahora nos resultan aberrantes
a la mayoría (espero) “es lo que movilizó en vida a solo 46.466 personas, eso
es lo que no consiguió ni un solo representante elegido en las últimas
elecciones libres antes de la guerra y nueve meses antes de ser él fusilado,
apenas el 0,4 por ciento del censo electoral”.
Alicante,
Albacete, Cuenca, provincias que atraviesa el cortejo a paso de entierro, a
base de mostrar “grandeza, austeridad, disciplina”, porque “lo que importa
es el mito, más fecundo que la realidad”, Toledo y Madrid.
El mundo que van creando los vencedores que ahora mitifican a José Antonio Primo de Rivera es un mundo en el que la sangre son medallas y la matanza acto de heroísmo. Lo dice así Paco Cerdà. Para que no nos olvidemos de donde estamos.
“Impera
la cultura de la muerte. La fe en la muerte. La glorificación de la
muerte. La memoria de la muerte. Su romantización. Viva la muerte. Una épica de
elegidos para la muerte. […] La muerte no es el final. Es el umbral de este
camino”.
Y como una bruma entre la procesión siguen apareciendo en Presentes personas que sufren, sobreviven, disfrutan (los menos) aquellos tiempos de la cultura de la muerte, mostrándose así “lo que el escaparate de la propaganda se esforzaba en ocultar”. Como los exiliados en el interior de la embajada chilena en Madrid que crearon la primera revista cultural del exilio, “confeccionada en las mismas entrañas del monstruo”, que se llamó Luna (Pablo de la Fuente, Antonio Aparicio, Santiago Ontañón, José Campos Arteaga, Edmundo Barbero, Antonio de Lezama y los hermanos Aurelio y Julio Romeo del Valle), con su único ejemplar de una noche de noviembre del año 39, la de los días 26 a 27; como el escritor francés George Bernanos escribiendo en Palma de Mallorca Los grandes cementerios bajo la luna; como Matilde Landa, “prisionera comunista” cuya historia (terrible, no está el libro para difundir la belleza) desconocía y que me lleva a escribir sobre ella de inmediato; como Manuel Navarro Ballesteros, responsable de Mundo Obrero que antes de morir (fusilado, lo habitual en aquellos tiempos de imperdonable saña) le escribió a alguien que tuviera siempre la verdad en sus manos y no callase; como todos aquellos topos, topos sin cursiva, auténticos topos (El Lirio, como Juan Rodríguez Aragón, como el alcalde republicano de Mijas, Manuel Cortés…); o como Ángel Martínez Ros, de Mataporquera, cortador de vidrio, sindicalista y poeta preso en El Dueso santoñés.
La
“olimpiada de fascismo en ruta sin Leni Riefenstahl”, un “peregrinar alucinante
y tenebrista”, llega a la capital de Franco nueve días y ocho noches después,
tras casi 400 kilómetros. “Es miércoles, 29 de noviembre, Año de la Victoria”.
José Antonio, que primero arengó a la sublevación militar (en mayo del 36,
antes de ser detenido) y después (ya en la cárcel tres meses después) quiso
detener la guerra, porque lo que a él le iba era ser en todo momento el
salvador de la patria, ignora que en la llegada de su cuerpo muerto mitificado
al monasterio escurialense el papa Pío XII no da permiso para enterrarlo
católicamente allí, pero tampoco lo prohíbe: “se lava las manos”. José Antonio,
cuyos restos mortales (restos inmortales se creían entonces) pasa por mi
barrio, por lo que será mi barrio unas décadas después: “por el puente de la
Princesa, que cruza de hormigón las aguas, accede a la ciudad el cuerpo muerto
de José Antonio entre salvas de fusilería y cañón”. (Donde, muy cerca, ya lo
dije, en la plaza de Legazpi, un monolito dará fe de otro de los intercambios
marciales entre falangistas del féretro enardecido y enardecedor.)
“Hay
quien ve en el cadáver de José Antonio la muerte de su hermano, de su marido,
de su padre, de su hijo. Otros que callan ven a los verdugos de su hermano, de
su marido, de su padre, de su hijo”.
Entre tanto, “el presente va cediendo el paso a la eternidad”. Llegamos el día 30 con Cerdà —de su mano experta (que al final del libro dedica páginas y páginas a explicarnos cuanto ha necesitado leer para poder escribir este libro fascinante)— al monasterio regio escurialense, donde “dicen que han venido treinta mil, cien mil, doscientos mil falangistas para dar la última guardia a su Fundador. Todo rezuma grandeza, ambición. Fascismo”. Dentro, “de pie, firme, los aguarda Franco. Es su momento”. Él es Jefe del Estado, Jefe del Gobierno, Jefe de Falange Española Tradicional y de las JONS, Generalísimo de los Tres Ejércitos, Caudillo. Todo en mayúscula. José Antonio y Franco. No se parecían en nada. No se soportaban.
“Quede
este canto como recuerdo de tantas vidas perdidas, de aquel país echado a
perder”.
Quede.
Este texto pertenece al artículo ‘Paco
Cerdà nos hace presentes los tiempos terribles del año 1939 español’,
publicado el 13 de octubre de 2024 en Nueva Tribuna, que
puedes leer completo EN ESTE ENLACE.
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