Nanas de la cebolla: sé de un lugar
“La Sociedad general de Autores de
España
al poeta Miguel Hernández,
que compuso, en este lugar, las
famosas
Nanas de la cebolla en septiembre de
1939.
‘La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches’.
Se inauguró esta placa el 15 de
octubre de 1985, con motivo del homenaje nacional a Antonio Machado, Federico
García Lorca y Miguel Hernández”.
Eso reza la placa callejera que engalana la fachada de un edificio madrileño en la calle del Conde de Peñalver, en su número 53. En este lugar, leemos… ¿Y qué lugar fue ese? Te huele a chamusquina, ¿verdad, lector?, sabiendo lo que se sabe de las circunstancias en las que el poeta escribió ese hermosísimamente doloroso poema, uno de los mejores y más tremendos escritos jamás en lengua alguna.
La calle del Conde de Peñalver se denominó hasta 1941 calle de Torrijos. En
el número 65 de aquella entonces llamada calle de Torrijos tenía su sede una de
las veintiuna prisiones habilitadas en la ciudad de Madrid desde el final de la
Guerra Civil española, en 1939, hasta 1945, casi todas ellas edificios
religiosos: cárceles como las de Yeserías, Porlier, Conde de Toreno, Santa
Engracia, Torrijos, Duque de Sesto, Ronda de Atocha, Barco, Cisne, Ventas, San
Antón, San Lorenzo, Santa Rita, Comendadoras, Claudio Coello, Príncipe de
Asturias…
La cárcel de Torrijos no siempre lo fue. Inicialmente, bajo el proyecto del arquitecto Daniel Zabala Álvarez, se construyó entre 1910 y 1914 un edificio de estilo neomudéjar financiado por la fundación creada por una aristócrata, la filántropa Fausta Elorz y Olías, como asilo de ancianas al cuidado de las Hijas de la Caridad, si bien ya antes de la Guerra Civil española, incautado gubernamentalmente, se le destinó como penal de mujeres. Es en el año 1939, tras la victoria guerracivilesca de los franquistas, cuando el edificio pasa a ser utilizado como prisión de hombres, convirtiéndose en una de las más pequeñas cárceles de aquellos años terribles.
Muy pronto, en 1940, el edificio de Zabala Álvarez fue cedido al Auxilio
Social gestionado por la Sección Femenina y en la década de 1950 volvió a ser un
geriátrico de la Fundación de Doña Fausta Elorz. Lo que es hoy: una residencia
de ancianos.
En mayo de 1939 había comenzado el complejo periplo carcelario de Miguel Hernández tras ser entregado y detenido en la frontera onubense
con Portugal. En ese mismo mes, ya recluido en la cárcel de Torrijos (donde
charló con el que sería enorme humorista Miguel Gila, miliciano como él del
casi mítico 5º Regimiento de Milicias Populares, con quien coincidiera en el
frente de Somosierra), es cuando su mujer, Josefina Manresa, le escribe
contándole la lastimosa situación en que se hallan ella y su hijo recién
nacido, el segundo de la pareja: Manuel Miguel Hernández Manresa (llamado
cariñosamente Manolillo o Cuqui por el poeta en sus cartas a
Josefina).
Hernández le escribe a su esposa el 12 de septiembre de 1939, tres días
antes de su inesperada liberación:
“Esta semana, como las anteriores,
llega martes y no ha llegado tu carta. También empiezo a escribir ésta para que
me dé tiempo a echarla después, cuando el correo me traiga la tuya, que no creo
que falte hoy. Estos días me los he pasado cavilando sobre tu situación, cada
día más difícil. El olor de la cebolla que comes me llega hasta aquí, y mi niño
se sentirá indignado de mamar y sacar zumo de cebolla en vez de leche. Para que
lo consueles, te mando esas coplillas que le he hecho, ya que aquí no hay para
mí otro quehacer que escribiros a vosotros o desesperarme”.
Sabemos también que ‘Nanas de la cebolla’ no fue el único poema que
escribiera en la abarrotada cárcel de Torrijos (donde conviviera con más de
tres mil presos), pues una tarde que había sido obligado a barrer el patio de
la cárcel por negarse a cantar el himno nacional de los vencedores (leo en
otros lugares que por no entonar el Cara al Sol), compuso el soneto ‘Ascensión
de la escoba’, que vería la luz, al igual que ‘Nanas de la cebolla’, en su
poemario póstumo Cancionero y romancero de ausencias, escrito todo él en
su época de prisionero del régimen franquista, la última de su vida, y
publicado por la editorial Lautaro en 1958 en Buenos Aires:
“Coronada la escoba de
laurel, mirto, rosa,
es el héroe entre aquellos que
afrontan la basura.
Para librar del polvo sin vuelo cada
cosa
bajó, porque era palma y azul, desde
la altura.
Su ardor de espada joven y alegre no
reposa.
Delgada de ansiedad, pureza, sol,
bravura,
azucena que barre sobre la misma
fosa,
es cada vez más alta, más cálida,
más pura.
¡Nunca! La escoba nunca será
crucificada,
porque la juventud propaga su
esqueleto
que es una sola flauta muda, pero
sonora.
Es una sola lengua sublime y
acordada.
Y ante su aliento raudo se ausenta
el polvo quieto,
y asciende una palmera, columna
hacia la aurora”.
Liberado aquel 12 de septiembre sin juicio gracias a la intervención del poeta y diplomático chileno Pablo Neruda, pero sobre todo a la del escritor José María de Cossío, de quien podría decirse que era un hombre del nuevo régimen (aduciendo que su causa no era judicial sino meramente administrativa por un caso de cruce de frontera sin documentación), Miguel Hernández vuelve a ser detenido poco tiempo después y trasladado a varias cárceles más… hasta su muerte en la de Alicante el día 28 del mes de marzo de 1942.
Una de las prisiones por las que pasó tras la de Torrijos fue la ya citada
madrileña de la plaza del Conde de Toreno (en su número 2), donde posó para el
que quizás sea su más reconocible retrato (así le conocí yo en un libro mío de
texto de Bachillerato), el que le dibujara otro preso político de fama y mérito
grande, el entonces joven dramaturgo Antonio Buero Vallejo.
[Conviene no confundir la prisión de Torrijos (donde Hernández escribiera
las inigualables nanas dedicadas a su segundo hijo), como he leído que hacen en
algunas ocasiones (no me extraña) algunos historiadores, con la cercanísima (se
encuentra enfrente la una de la otra) Prisión Provincial de Hombres número 1,
más conocida como cárcel de Porlier, situada en el número 54 de la calle del
General Díaz Porlier, que ocupaba el edificio del colegio Calasancio, función
docente religiosa a la que sirve en la actualidad desde el año 1942. La prisión
de Porlier es tristemente célebre por ser uno de los orígenes de las sacas
producidas durante la Guerra Civil a finales de 1936, que concluyeron en las
matanzas de Paracuellos de Jarama y alrededores, quizás el más grande baldón
moral achacable a las fuerzas leales a la República combatientes contra los
sublevados ultraconservadores y fascistas.]
“Nanas de la cebolla.
La cebolla es escarcha
cerrada y pobre:
escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla:
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre
escarchaba de azúcar,
cebolla y hambre.
Una mujer morena,
resuelta en luna,
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te tragas la luna
cuando es preciso.
Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que en el alma, al oírte,
bata el espacio.
Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.
Es tu risa la espada
más victoriosa.
Vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol,
porvenir de mis huesos
y de mi amor.
La carne aleteante,
súbito el párpado,
y el niño como nunca
coloreado.
¡Cuánto jilguero
se remonta, aletea,
desde tu cuerpo!
Desperté de ser niño.
Nunca despiertes.
Triste llevo la boca.
Ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.
Ser de vuelo tan alto,
tan extendido,
que tu carne parece
cielo cernido.
¡Si yo pudiera
remontarme al origen
de tu carrera!
Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.
Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.
Vuela niño en la doble
luna del pecho.
Él, triste de cebolla.
Tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre”.
No me resisto a despedir este texto sin acercar la música ya inconfundible
con la que casi todos asociamos esos versos, la de aquella magnífica versión
cantada que Joan Manuel Serrat llevara a cabo en 1972 (treinta años después de
la muerte del poeta oriolano) para el primero de sus dos elepés dedicados a uno
de los escritores más reconocidos y amados del universo hispanohablante: el
imprescindible Miguel Hernández, quien escribiera ‘Nanas de la cebolla’ en un
lugar. Un lugar que era una cárcel para derrotados de una guerra provocada por
quienes la acabaron ganando.
"Recordar a Miguel Hernández,
que desapareció en la oscuridad, y recuperarlo a plena luz, es un deber de
España y del mundo, es un deber de amor".
Así empieza la carta que Pablo
Neruda escribió en París, en octubre de 1960, para conmemorar el 50 aniversario
del nacimiento del autor de NANAS DE LA CEBOLLA.
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