El terrible final de la infancia en Delatora, de Joyce Carol Oates


La brillante y afortunadamente prolífica escritora estadounidense Joyce Carol Oates publicó en 2019 dos novelas: My Life As a Rat y The Pursuit. La segunda de ellas fue traducida al año siguiente a mi idioma con el título de Persecución, y sobre ella escribí estas palabras. My Life As a Rat apareció en español en 2021 como Delatora, espléndidamente traducida por José Luis López Muñoz.

Acabo de leer Delatora, una nueva demostración de la categoría literaria de su autora. Y van…

 

          “Yo tenía doce años. Aquella fue la mañana del último día de mi infancia”.

 


La protagonista de la novela de Oates acabará por descubrir cosas como que no existe el equivalente masculino para la palabra furcia. La veremos crecer en la incertidumbre de su vida vapuleada, en medio de la duda primeriza sobre si a una le quieren sus padres per se o lo que quieren es a “la criatura que es suya” Esa clase de dudas en un mundo en el que las preguntas lo son todo. Las preguntas sin respuesta.

 

“Cuando vives con adultos, convives con la cáscara de su antigua vida perdida. Como ir pisando la muda de las serpientes o de las langostas”.

 

Crecer siendo una niña en un mundo machista, el de las prerrogativas de los varones” (un mundo demasiado cercano que podría —hoy, en el momento de la publicación de la novela, no en el de los hechos que se nos cuentan, de la década de 1990 y la siguiente— por fin, ser sustituido) en el que a tus hermanos varones tu padre…

 

“los trataba de forma diferente a como nos trataba a mis hermanas y a mí. Para papá, el mundo estaba inapelablemente dividido: varones y hembras. Y a mis hermanos los quería de una forma diferente a como nos quería a mis hermanas y a mí, con un amor más extremo, más exigente, mezclado con impaciencia, en ocasiones con burla; un amor hiriente. En mis hermanos se veía a sí mismo y, en consecuencia, encontraba fallos, incluso vergüenza, necesidad de castigarlos. Pero también padecía una ceguera, la imposibilidad de separarse de ellos”.

 

La familia, ese ámbito real, literario, esencial. La de nuestra protagonista…

 

“Tal es el vergonzoso y melancólico secreto de la familia: te encoges presa del pánico ante los golpes de un progenitor y, sin embargo, si no eres el destinatario de esos golpes, te esponjas con una especie de orgullo inmoral”.

 

Una niña, una joven, una mujer que vive, crece, sufre, ama (“era muchísimo lo que había llegado a ser casual en tu vida”), cerca de otro gran protagonista de esta novela estadounidense, el río Niágara:

 

“Daba lo mismo lo lejos que me hubiese ido a vivir: el río Niágara se me seguía apareciendo en sueños. Porque, a diferencia de la mayoría de los ríos, es relativamente corto (cincuenta y ocho kilómetros) y relativamente estrecho (anchura máxima, doscientos sesenta metros), aunque excepcionalmente rápido y turbulento. Si te acercas, el río te llama: susurros que van aumentando de volumen hasta hacerse ensordecedores. Es turbulento como un ser vivo que tirita dentro de su piel. A kilómetros de las estruendosas cataratas, semejante a una pesadilla que te llama: ¡Ven! Ven aquí. Conflictos y sufrimientos desaparecen aquí”.

 

El racismo, el supremacismo de los blancos, hombres y mujeres, más ignorantes, la violencia gratuita que de todo ello nace y a veces golpea… Y mata.

 

          “Y de esa manera quedó decidido el resto de mi vida”.

 

En español, el título es delator, valga el chiste, aunque ya puestos podría la editorial haber titulado la novela Repudiada. Vale, lo dejo. Sólo añado que es la novela sobre una mujer, una joven, una niña, que nunca pierde la esperanza porque ha aprendido que es lo único que le queda.

 

“Sin que me diera cuenta, los años de espera habían comenzado. Cuando estás esperando no eres ni feliz ni desgraciada. Aguardas”.

 

Una novela sobre la irremediabilidad, la irrevocabilidad de las palabras una vez pronunciadas. Su protagonista, Violet Kerrigan, son los ojos, es el sentimiento de casi todo cuanto leemos:

 

          “Yo. El monosílabo más lastimero del idioma”.

 


Muchas de sus páginas son los días borrosos de Violet, días que “transcurren como balo el agua” y en los que ella ha de arrastrase “para atravesarlos” y forzarse para respirar: “mantenerme viva es la meta […]. Sólo corro para seguir viva”.

¿Es una debilidad femenina, existe como tal, “el amor no cuestionado, el amor sin dudas”, un amor sin el cual te mueres? De lo más profundo de Violet surge la respuesta: sí.

 

“Mi deseo es vivir una vida en la que las emociones lleguen despacio, como las nubes en un día tranquilo. Ves cómo la nube se acerca, reparas en su belleza, la contemplas mientras pasa y la dejas ir. No te obsesionas con lo que has visto, no lamentas su desaparición. Te conformas con entender que nunca aparecerá una nube idéntica a esa, por muy hermosa, por única que sea. Y no lloras por haberla perdido”.

 

Lo admito, es esta una de las poquísimas novelas que me han hecho llorar. Un poco. Levemente. Hay demasiada emotividad en sus páginas, en sus palabras, en sus personajes vívidos. No olvides que te hablo de una novela de Joyce Carol Oates (“la felicidad no es de fiar; la melancolía, sí”), de quien la periodista cultura española Nuria Azancot ha escrito que es “una adelantada a su tiempo y una suerte de baluarte moral contra la intolerancia y el miedo”.

 

          “Como suele decirse, no nos podemos imaginar el mundo sin                           nosotros”.

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