Según me contaron, mi abuelo materno 'tuvo', en los primeros años de aquella larguísima posguerra, dos penas de muerte (sic, no una, dos) de las que se libró gracias a los buenos informes de la 'gente de orden' de su pueblo, Suances. Quizás también aquellas penas llegaran por la delación inmisericorde de otros convecinos suyos que le miraran con malos ojos ideológicos o simplemente con la mirada de envidiosos paisanos aprovechándose del río revuelto del horror franquista. Dos penas, dos, por haber luchado en 1936 y 1937 defendiendo la bandera de la República (vasca, pero esa es otra historia que cuento en un libro que no leerás nunca).
Jamás se me ha ocurrido sentirme protegido, gracias a
aquella desgracia familiar un tanto remota, por la Gran Dignidad del Trauma
Histórico y pertenecer así al Lado Bueno de la Historia que me permitiera
considerar execrables a cuantos sufrieron lo mismo pero desde el lado opuesto
de aquella realidad maligna de las primeras décadas del siglo XX español.
Mi abuelo no me hace más digno ni me hace mejor por
haber sido represaliado por un régimen inclemente salido de una guerra civil,
de un violentísimo golpe de Estado contra lo que entonces se bastaba para ser
llamado democracia. Mi abuelo me hace más digno por no haber inculcado él
en su hija pequeña, en mi madre, Cuca, un odio crudo contra todo lo que oliera
a comprender e incluso justificar a los sublevados del verano de 1936. Mi
abuelo fue un pequeño títere sin altura de héroe que sufrió la persecución y el
terror de quienes, algunos de ellos auténticas alimañas, finalmente ganaron
aquella guerra. Mi orgullo tiene que ver con su entereza, no con su dolor.
Quico, Ángela, gracias por conseguir que mi madre me educara como lo hizo.
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