Quizás toda la enjundia del libro El desorden digital. Guía para historiadores y humanistas (Siglo XXI editores, 2013) repose en esta frase de su autor, el historiador Anaclet Pons:
“Nuestras habilidades para valorar libros
o revistas no son innatas, las hemos adquirido a medida que nos hemos ido
formando como historiadores, pues son parte de la disciplina. ¿Por qué no hacer
lo mismo con la red?”
El efecto digital. Vamos con él. Vuelvo a citar, esta vez por extenso, a Pons:
“El efecto digital es que ya no pensamos
como lo hacíamos, antes de tener ordenadores y habernos enganchado, antes de
sentir la necesidad de conectarnos. Y la mejor prueba de ese cambio cognitivo se nos presenta en los cambios en la forma de leer. La mayor secuela de nuestra exposición
a las pantallas es que nos cuesta centrarnos en un libro entero o en un ensayo
extenso, algo a lo que nos había acostumbrado la cultura impresa. Ni una trama
bien presentada ni la disposición narrativa sirven ya para atraparnos, porque
la concentración se disipa de inmediato, perdemos el hilo y el interés, con lo
que pasamos a otra cosa, a otro libro, texto o pantalla. En suma, la lectura profunda es ahora una dura pugna contra nosotros
mismos. La culpa la tiene internet, y Google en particular. Nos ofrece
diversas bondades: facilita nuestras investigaciones, proporciona información
al instante, etcétera. A cambio, cargamos con los inconvenientes, sobre todo el
de quebrantar la capacidad de concentración, haciendo que nuestra mente sobrevuele
ese vertiginoso flujo de partículas sin poder detenerse reflexivamente en
ninguna”.
Resulta evidente, deberíamos saberlo, que “el medio digital no es adecuado para la actividad contemplativa, para
la lectura profunda”, es un medio que “hace difíciles el conjunto de procesos que
conducen a la comprensión de un texto, que suponen el uso de razonamientos
deductivos e inductivos, el manejo de analogías, la reflexión, el análisis
crítico, etcétera”. Y eso, atención, “es algo que un cerebro avezado hace en
segundos, pero que un niño necesita años en aprender”. Tal es el motivo por el
que Pons considera “que la cultura
digital pueda cambiar radicalmente la forma de aprender y de pensar. Porque
el ser humano no nace preparado para leer, sino para moverse, ver, hablar y
pensar. Leer es una función cognitiva que vino después y que necesitamos
entrenar. En ese sentido, si bien el texto digital tiene enormes posibilidades,
el peligro es formar aprendices pasivos,
ingenuos, deslumbrados por la facilidad de acceso a todo. La lectura en
línea lo que hace es premiar determinadas habilidades cognitivas, pero entre
ellas no está ni la reflexión profunda ni el pensamiento original. Desde la perspectiva
de determinada neurociencia cognitiva, la
cultura digital refuerza los cambios de atención a costa de los procesos de
comprensión más exigentes”.
¿Y a las humanidades? ¿Cómo les afecta la nueva cultura digital? En su
Elegía a Gutenberg de 1994, Sven Birkerts no sólo señalaba los “riesgos
del entorno digital, sino que apuntaba quiénes serían los principales afectados,
las humanidades en general y la Historia en particular. La sustitución de los
libros, como objeto impreso a descifrar, por los datos, como realidad
transparente, crea una ilusión de accesibilidad a lo real”.
Pero ¿se degrada o no nuestra
capacidad lectora por culpa de nuestro acceso reiterado, permanente, a
internet? No, dice Pons: “no parece que haya estudios concluyentes” de tal
cosa. “Otra cosa bien distinta es que lo sintamos así y expresemos nuestro
malestar”. Hay incluso quien mantiene que “nuestras habilidades cognitivas
aumentan, no se embotan”. Para esos autores que tal cosa defienden, “los
argumentos en contra de internet son los mismos que se usaron cuando apareció
la imprenta, idénticos a los que se expresaron cuando aparecieron la radio, el
cine, la televisión o los videojuegos”. No hay pruebas científicas de esa
degradación cognitiva, “sino todo lo contrario”.
Para cuantos consideran que existe una
digamos estupidez digital, “los
nuevos medios no cumplirán los objetivos que sí ha consumado la alfabetización. Y
esto se basaría en tres creencias discutibles: que el pasado reciente fue
un apogeo glorioso e insustituible del logro intelectual; que el presente solo
se caracteriza por cosas tontas y no por experimentos nobles, y que no podremos
regular la abundancia de internet como sí se hizo con la cultura impresa”. Pons
pone orden en este ataque frontal a la realidad. Estima el historiador que “ni el pasado es tan áureo ni el presente es
tan desastroso, y más cuando podemos sostener que la red, de hecho,
restablece la lectura y la escritura como actividades centrales de nuestra
cultura”. ¿Qué ocurre entonces? Muy sencillo: “que estamos desorientados, que no es fácil vivir en una revolución de esta
magnitud, con unos soportes que cambian completamente el paisaje al que
estamos habituados”.
[arte de Martial Raysse]
Esta es la segunda entrega de mi lectura del libro de Anaclet Pons titulado El desorden digital. La primera la puedes leer EN ESTE ENLACE.
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