El desorden
digital. Guía para historiadores y humanistas
(Siglo XXI editores, 2013) es un gran libro maravillosamente
escrito por el historiador Anaclet Pons. Y esta una muestra de la
riqueza que aporta.
Un
historiador (“un experto en la reconstrucción del pasado”) es un ciudadano que
hace algo esencial para la sociedad civil, para todos los ciudadanos.
Comencemos por ahí:
“Conocer
al otro, o saber cómo el otro se o nos describe, nos constituye como
ciudadanos y como historiadores”.
¿Cuál es el cometido de los historiadores para
Pons? Siempre ha sido, en parte, “introducir orden, dar sentido a la heterogeneidad de un pasado desaparecido y del
que, sea como fuere, solo quedan huellas fragmentadas”.
“Los historiadores podemos convenir en
que nuestra disciplina goza de una excelente salud, al menos por la enorme
variedad de objetos que estudia y de perspectivas que utiliza; podemos estar de acuerdo en que la Historia
suscita un constante e incluso creciente interés en el público; pero igualmente
estaremos en lo cierto si concedemos que son otros quienes, a la hora de
transmitir esos conocimientos que nosotros elaboramos, consiguen conectar mejor
con los interesados, logrando una mayor audiencia. En parte es un problema
que tiene que ver con la forma en la que escribimos, pero también con los medios
que utilizamos. Sería un error dar la espalda a las nuevas herramientas
digitales. No todos podremos utilizar esos nuevos instrumentos, muchos hemos
llegado tarde o nos costará mucho emplearlos, pero hemos de incorporarlos a la
disciplina para que otros los puedan usar sin reparos y para ello es necesario
que la corporación sea consciente de su significado y asuma su relevancia. Hay,
pues, razones de orden defensivo, para que otros no lo hagan por nosotros y
nuestra práctica quede diluida o distorsionada; pero también se puede tomar
como una ventaja, la de aprovechar las nuevas oportunidades”.
No somos,
no hemos de ser analistas hiperespecializados, sino narradores de algo en
apariencia incomprensible:
“Los historiadores no deben ser
analistas de problemas técnicos aislados, extraídos del pasado, sino narradores de mundos en movimiento, mundos
complejos, impredecibles y transitorios”.
Somos narradores,
no cabe duda. Hay que tenerlo, siempre, en cuenta:
“Reparemos un momento en el proceso
tradicional. Como nos ha mostrado ejemplarmente Anthony Grafton, el trabajo de los historiadores se materializa en
dos planos conectados: escribimos y
citamos. Con lo primero elaboramos un texto para convencer al lector, le
mostramos persuasivamente nuestro argumento; con lo segundo intentamos
demostrar la veracidad de nuestra exposición, señalando las fuentes a partir de
las cuales la hemos elaborado y, de paso, revelando que nuestras consultas
documentales han sido las pertinentes. Lo que decimos con esas citas es: somos
competentes, he de convencer al lector, persuadirlo de la validez de nuestro
trabajo. Como dice Grafton, eso puede resultar algo paradójico, en la medida en
que exige al autor cierta originalidad y a su vez le impone remitir cada
afirmación a una fuente, pero así es en el campo académico. De hecho, en los
tiempos de constitución de la disciplina, en el siglo XIX, uno podía granjearse
mayor fama con la redacción de las notas, con el aparato crítico, que con el
relato en sí, pues se mostraba el inconfundible dominio de la materia. Puede
que con posterioridad ese arte se convirtiera en rutina, pero siempre ha estado
dando fe de que el trabajo está basado en una investigación suficiente. Por
eso, la nota exige también un
considerable esfuerzo narrativo: «solo el trabajo literario de componer
esas notas le permite al historiador representar, de manera imperfecta, la
investigación que sustenta el texto. El estudio de la nota revela que los
esfuerzos rigurosos por distinguir la historia como arte de la historia como ciencia
solo se destacan por su pulcritud»”.
En un
diálogo entre Umberto Eco y Jean-Claude Carrière, “dicen que los libros siempre
estarán disponibles, precisamente porque su objeto ha sido tanto difundir la
información como preservarla, mientras los nuevos soportes buscan sobre todo lo
primero. Los unos se podrán leer a la luz de una vela, los otros siempre
necesitarán electricidad. Así lo expone Eco: «nunca jamás se ha inventado un
medio más eficaz, que yo sepa, para transportar información. El ordenador, con
todos sus gigas, tiene que conectarse de algún modo a un enchufe eléctrico. Con
el libro este problema no existe. Lo repito. El libro es como la rueda. Una vez inventado, no se puede hacer nada
mejor»”.
Los historiadores, afirma Pons, “revolvemos en el pasado para
comprender el presente”. Y seguidamente se pregunta algo que
es parte del intríngulis de su libro (y se responde):
“Entonces, ¿por qué reflexionar sobre los nuevos soportes? Porque, en efecto,
están cambiando poco a poco nuestra forma de escribir y de leer, porque necesitamos
conocer sus propiedades, sus usos, sus consecuencias, y así alfabetizarnos
nuevamente, del mismo modo que nuestras prácticas actuales nos han exigido
asumir la instrucción que otros hicieron antes y que nosotros hemos heredado. Solo
de ese modo podremos continuar explorando lo acaecido y dando sentido a lo que
nos ocurre”.
[arte de Winslow Homer]
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