Como escribe el historiador Anaclet Pons, cuando estudiamos el pasado, “adoptamos una determinada posición epistemológica”: lo sabemos irrecuperable. “Y que por muchos documentos que revisemos y por muchas obras a las que podamos remitir es imposible tener acceso directo a aquella realidad desaparecida. Solo tenemos fragmentos y con ellos hemos de reconstruir lo muerto y esfumado para siempre”.
Para
Pons, los historiadores “hemos reconocido que no abordamos solamente lo
irrepetible, lo excepcional, que no defendemos una perspectiva ideográfica,
sino que nos interesa asimismo lo
cotidiano, la gran masa de actos y de hechos en los que se descompone el pasado”.
La
escritura histórica tradicional “exige analizar,
comprender y explicar, presentando los resultados en una narración acorde
con todo ello, la cual, además, ha de remitir a las fuentes que han servido
para urdirla”. Los historiadores “asumimos lo que asienta nuestra profesión
porque se trata de resultados que provienen de un grupo cuyo objeto es común,
de modo que todos estudian o analizan problemas idénticos o semejantes,
ofreciendo distintas perspectivas. Pero no
decimos nada sobre la química o la ornitología, aunque podemos ofrecer
análisis sobre su historia, y seguramente tampoco aceptaríamos de entrada
aquellos estudios sobre el pasado que, en lugar de proceder de un colega o
vecino, fueran expuestos por ginecólogos o contables”.
En
cuanto a las fuentes, el libro de Pons dedica muchas líneas al mundo de los archivos que antes era
todo el paisaje del trabajo previo de un historiador. Y recoge reflexiones muy
interesantes a este respecto a la hora de analizarlo y compararlo con el mundo
globalizado e instantáneo de los
documentos hoy en día:
“Ranke
lo comparó con el paseo de un viajero por las calles de la ciudad, con la
salvedad de que el turista solo siente, mientras el historiador y sus lectores
atestiguan lo acaecido”.
Otra
de las magníficas reflexiones de Anaclet Pons es la que hace cuando defiende el
uso de los documentos, de las fuentes, para conocer el pasado:
“Sin nadie que lo interpele, el documento
es mudo, o peor, se toma como presencia directa de lo acontecido, como si el
solo registro permitiera comprender el significado de las acciones que
incorpora. Para que todos seamos
historiadores es preciso saber en qué consiste esa disciplina y cómo preguntar
al pasado. O bien ese modelo se utiliza simplemente para exposiciones,
museos, conmemoraciones o con fines didácticos”.
Y
es en esas páginas en las que el autor de El
desorden digital nos habla
de las fuentes cuando leemos este acercamiento tan brillante a la disciplina de
los historiadores, apoyado en algunas palabras de los inevitables Charles Victor Langlois y Charles Seignobos:
“La
Historia es un saber científico, no una obra de arte, de modo que una vez
deslindada y establecida como tal ‘consiste simplemente en la utilización de
los documentos’. Y estos, por supuesto, son fundamentalmente los escritos que
se conservan en museos, bibliotecas y archivos”.
¿Qué
se conserva en los lugares donde antes acudían siempre los historiadores para
conocer el pasado?
“Ya que el pasado ha desaparecido y no
podemos verlo ni tocarlo, todas esas instituciones [los archivos, los museos, las bibliotecas, los monumentos] suscitan
el espejismo de que allí existe algo no problemático, neutro, unos lugares en
los que se conserva lo que hemos sido, unos sitios transparentes que hacen las
veces de realidad eterna e inmutable”.
Y
dado que “el pasado fue también presente y desde él se seleccionaron esos
documentos que ahora tomamos como referente, como prueba sobre la que
construimos unas memorias históricas. Es decir, no es propiamente el pasado, ni
su memoria estricta, sino el acuerdo con el que un presente establece lo
acaecido y lo memorable, un correctivo
para nuestros cambiantes recuerdos”.
Que
el archivo tiene sus propios, enormes, límites es cosa sabida, reconocible y
reconocida, y es que tanto el archivo “como la propia Historia tienen como asunto
fundamental el de la pérdida, la desaparición irremediable del pasado y el
desvanecimiento, la imposibilidad más bien, de mucho de lo que podría
atestiguar lo ocurrido”.
Sobre
la relación de la Historia con las nuevas fuentes, Rolando Minuti, que ha
cavilado mucho “sobre las incertidumbres de la mutación que vivimos”, afirmaba
en 2002 sobre los documentos y las fuentes históricas lo siguiente:
“Para
que un documento pueda asumir el carácter de fuente histórica no debe ser
capaz de cambiar, no debe estar sujeto a transformaciones que no estén
documentadas, debe poder ser atribuido a una persona o a una institución y, en
particular, a un contexto temporal. Es sobre esta base que puede convertirse en
material útil para un relato verdadero. Y si bien este relato no puede aspirar
a traducir en palabras la realidad pasada, que permanece inaccesible en su
totalidad, como lo es la realidad presente, ello no obsta para que su cualidad
de relato verdadero, que se distingue de la pura ficción literaria, más allá de
las interpretaciones y de las conceptualizaciones –que forman parte
necesariamente del trabajo del historiador–, se base fundamentalmente en la posibilidad de verificar los documentos.
Podemos debatir ampliamente sobre el estilo y el lenguaje del historiador, y
sobre la importante cuestión de la relación entre la narración y la
investigación histórica, pero la referencia a esta regla del método crítico, a
partir de la cual se constituye la noción misma de historiografía, debe
constituir una orientación clara, incluso en el mundo de lo electrónico y lo
telemático”.
Esta es la tercera entrega de mi lectura del libro de Anaclet Pons titulado El desorden digital. La segunda la puedes leer EN ESTE ENLACE.
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