Es verano. Leo. Escribo sobre lo que leo. Escribo sobre lo que escribo. Escribo de lo que quiero escribir. Escribo sobre mí y sobre nada, sobre lo que recuerdo y lo que imagino que recuerdo y sobre lo que recuerdo que imaginé. Recuerdo a posteriori (cómo si no) “de esa manera en que los recuerdos se transforman en ficción al ponerse uno a escribir” (tal que nos susurra Antonio Muñoz Molina en su espléndida reflexión libresca sobre la primera novela de la humanidad). Escribo y leo. Leo y escribo. Escribo como si fuera yo quien escribe en lugar de quien me lee porque lo que lee es lo que a él le hubiera gustado escribir y le gusta leer. Escribo gracias a lo que leo y pretendo que lo que leo no se lea en lo que escribo. Escribo sin reescribir, pero no a lo loco, a tientas, inseguro pero sin dudar.
Caravaggio: San Jerónimo escribiendo, 1601
Es
verano, pero podría ser primavera. Escribo sobre lo que creo recordar que me
ocurrió siendo un chaval en una plaza de mi barrio. Escribo como si fuera yo
Don Quijote y Don Quijote hubiera tenido, como la tuvo y la tiene, una tan
larga vida que le permitiera hoy hablarnos como si Don Quijote estuviera al
tanto de las palabras que nos gastamos en estos tiempos en que Don Quijote
todavía sale y entra de nuestras vidas de vez en cuando. Escribo sobre algo que
pudo ocurrir durante aquella guerra civil que en realidad no fue del todo una
guerra civil y lo que dio en ser fue una lucha entre quienes se defendían y
quienes querían acabar con quienes estuvieran dispuestos a defenderse de su
odio. Escribo sobre lo que es Madrid, sobre lo que será, sobre lo que fue y lo
que pudo haber sido y no fue, o sí fue. Escribo sobre lo que es mi barrio y lo
que son sus alrededores y sobre lo que dicen que fue y sobre lo que creo saber
que fue. Y al escribir de mi barrio y de Madrid y de aquella guerra civil y
como si fuera yo Don Quijote lo que hago es escribir de mí y de lo que quiero
que seas un poco tú cuando me leas, cuando leas de mí y me leas a mí.
Escribo.
Leo y escribo. Escribo y leo. Leo una vez más sobre la dictadura del general
Franco, sobre la ciudad donde vivo y leo una novela en la que me cuentan cómo
se escribió esa misma novela. También le leo a uno de mis escritores favoritos
escribir sobre algo que no me interesa demasiado pero que al leerle a él se
convierte en un asunto de mi máximo interés sobre el que no sabía yo que sabía
lo que sabía. Escribo esto que escribo y que tú lees.
Es
verano, es otoño, es primavera, es invierno. Leo. Leo y escribo. Escribo y el
tiempo transcurre de una manera diferente: los segundos de la literatura.
Como
dice que dijo Borges uno de los libros que leo, leer siempre da más
satisfacciones que escribir. Borges, que al parecer lo dijo todo, como veo
ahora que dijo (o escribió, mejor dicho) aquello de que “uno no es lo que es
por lo que escribe sino por lo que ha leído”. Por eso escribo, para que seas un
poco yo. Y yo siga siendo del todo tú. ¿O es al revés? Porque, bien mirado
puede que tenga razón Johathan Franzen cuando dice sentirse “más
auténticamente” él mismo en lo que escribe que dentro de su propio cuerpo y
cuando argumenta que se siente “más cerca de otra persona al leer sus palabras”
que cuando está a su lado. No sé, es posible que me sienta yo mismo ahora que escribo más que cuando veo fútbol por la tele o
entre en el metro. Lo que no me encaja es que al leer a otra persona esté más
cerca de ella que cuando la tengo cerca, la abrazo, la miro, la beso o
simplemente la escucho o me entretiene.
Es verano, leo y escribo. Es primavera, leo y escribo. Leo y escribo, es otoño. Escribo y leo, es invierno. Y si una noche de invierno un escritor...
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