La sexta novela de la escritora surcoreana Han Kang fue publicada en 2011 con el título de Huilabeo sigan. Doce años después apareció en mi idioma como La clase de griego, espléndidamente traducida por Sunme Yoon, un año antes de que su autora fuera galardonada con el Premio Nobel de Literatura.
La clase de griego
es alta literatura, entendida esa expresión como la escrita con una
versatilidad sensorial de tal envergadura que es capaz de convertir lo que se
nos cuenta (el fondo) en una maravilla sacudida por el arte con el que se nos
cuenta (la forma). Conmocionar no es necesariamente el objeto de la literatura,
por eso digo que cuando tal cosa se logra, cuando quien lee lo escrito queda
sofisticadamente envuelto en la narración es cuando podemos hablar de alta
literatura. La propia de Han Kang.
“Borges le pidió a María Kodama que
grabara en su lápida la frase Él tomó su espada, y colocó el metal desnudo
entre los dos”. Así comienza La clase de griego, tan borgiana, tan
kangiana. Una breve frase que leemos de inmediato “es la cita de un antiguo
poema épico nórdico”.
Perder la vista, perder el habla.
Perder las imágenes, las palabras… Cuando dejas de ver bien, “lo que percibes,
sobre todo, es el paso del tiempo”, te va avasallando “la sensación de que el
tiempo, cual lento y cruel fluir de una sustancia descomunal, te atraviesa en
todo momento de parte a parte”. Eso es algo que le ocurre a uno de los
protagonistas (“con el tiempo, solo veré en sueños”). Al otro, “justo antes de
perder el habla”, lo que le pasó fue que “se convirtió en una conversadora
extrovertida y parlanchina” a la que “le costaba cada vez más escribir”. Ver.
Hablar. Con esos dos verbos construye Han Kang un complejo y admirable libro
que es una novela de aire poético delicadamente intensa.
“Al
amanecer todas las cosas destilan una luz azulada y los ojos, limpios por el
sueño del que acaba de despertar, la absorben milagrosamente”.
Es esta una novela donde las palabras vuelan sobre todo el relato y
casi se les escucha posarse sobre él.
“Χαλεπἀ
τἀ καλά
Jalepa ta kala
La belleza es
bella.
La belleza es
difícil.
La belleza es
noble.
Las tres
traducciones eran correctas, puesto que los antiguos griegos no diferenciaban
los conceptos de bello, difícil y noble. Del mismo modo que, en coreano, brillo posee los dos significados de claridad y color”.
Las palabras... y la memoria, cuyos
fragmentos se mueven y crean formas” sin patrón alguno ni sentido: “se
dispersan y, de pronto, se unen con determinación”. Esos fragmentos de la
memoria “parecen incontables mariposas dejando de aletear al mismo tiempo;
parecen bailarinas impasibles con los rostros cubiertos”.
Uno de los protagonistas de la novela
tardó mucho en leer literatura. Dice que no quería depositar su confianza “en
ese mundo tambaleante en el que las sensaciones y las imágenes, los
sentimientos y los pensamientos” van siempre “entrelazados de la mano”. Pero
admite que, finalmente, siempre acaba por caer “en la fascinación de ese
mundo”.
En efecto, ese es el mundo de la literatura, al menos el de la literatura de Han Kang, la literatura fascinante de Han Kang, ese ámbito oscilante donde las sensaciones y las imágenes (y los sentimientos y los pensamientos) se unen con un propósito hacia el infinito, hacia la eternidad. La Literatura, algo por encima, quizás demasiado adentro, mejor dicho, de la vida, que no es más que fragilidad, blandura y tristeza mientras la belleza aparece y desaparece. La vida, que lo es, vida, en el tiempo (a lo que Borges, lo leemos en la novela, llamó un fuego que me consume), un acertijo, “una flecha que vuela eternamente tras ser lanzada, la vida en llamas que lucha contra la extinción”.
La escritora estadounidense Katie
Kitamura ya lo explicó perfectamente antes que yo, cuando escribió de Han Kang
que “es una escritora incomparable: con pocas líneas atraviesa la experiencia
humana en su totalidad”.
¿Se le puede pedir a la literatura
algo más que ser capaz de atravesar la experiencia humana en su totalidad?
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