Pareciera que el mundo se fuera a acabar tal y como lo conocemos tras cada silencio de su piano, hay un instante roto de tabaco y preludios una y otra vez, mudo, poderosamente inmune; suave es el derroche de eternidad, amargo el aplauso, sabedor de la irrepetible huella y su quietud como un amanecer; todo es noche y es una tenue luz azul salpicada de los dedos invisibles del músico, de su espíritu alado, de un ritmo plausible, sin infancia, al borde de ser gastado en la bondad de lo que le queda al día para terminar de ser un día supremo, el primero del porvenir amueblado por la música de Bill Evans, la música roja de Bill Evans.
Hay un amor prendido, un amor
prendado, pendiente, ponderado, perdido y encontrado,
hay un amor parado en medio de las
guerras, parecido a una estatua,
un amor sabio, subido a espaldas de
gigantes, salvador, santo,
hay un amor educado, activo,
completo, estelar: un amor celebración,
de cerebro pleno, prendido a las
teclas blancas, a las teclas negras
del piano de Bill Evans, prendado de
cada certeza doméstica,
pendiente de perderse en cada
encuentro, poderoso.
Ese amor es el mío. Es el nuestro. Es
el tuyo.
No es una estatua, que es un amor en
el tiempo. Un amor desmedido, hecho a medida.
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