Ir al contenido principal

Tiburón, cincuenta años entre sus fauces; por David Pablo Montesinos Martínez

En su mítico encuentro con el maestro de maestros, John Ford le dijo al joven realizador Steven Spielberg que la única cuestión relevante a la hora de hacer una película era orientar adecuadamente la línea del horizonte, la cual no debía quedar ni demasiado arriba ni demasiado abajo. Probablemente solo fuera una baladronada, pero yo tengo una interpretación: lo importante no es lo que muestras, aquello hacia lo que atraes la mirada del espectador, sino lo que lo enmarca… Ahí, en el horizonte, o, si lo prefieren, en la atmósfera que consigues crear, radica el inexplicable poder seductor de la imagen en movimiento propia del cinematógrafo.


Medio siglo de Jaws. Tarín el Sucio fue el primero en verla porque sus padres le llevaron al estreno en el cine Serrano o en el Capitol, salas inmensas para las que se justificaba aquella publicidad de grandes pelis: “Solo en los mejores cines”. Cuando le formulamos la inevitable pregunta –“¿es tan buena como dicen?”– Tarín el Sucio contestó que no pensaba bañarse en el mar en todo el verano.

Spielberg siempre fue un tío muy listo. Sabía que desde los Hermanos Lumière, lo que arrastraba a las multitudes hacia las salas era la promesa de un espectáculo grandioso. Era como en el circo: “verás algo increíble”. Spielberg con Tiburón y ET, y George Lucas con la trilogía de las Galaxias, crearon el blockbuster o, como dijo por aquel entonces Ignacio Ramonet, la golosina visual.

Hay sin embargo algo singular en el cine de Spielberg, al menos en ese joven Spielberg. En su estilo reconocemos a un especialista en telefilmes, cosa sorprendente teniendo en cuenta las ambiciones del proyecto Tiburón. Algo así se había visto ya en El diablo sobre ruedas, su primer largometraje: un héroe menor, peligrosamente cercano a un John Smith cualquiera, es sin motivo aparente perseguido por una especie conocida pero que –extrañamente hipertrofiada– se convierte en un monstruo. La determinación de trabajar con actores secundarios y despreciar la tecnología –el escualo era un muñeco– se sintetizaba con un guion muy básico y diálogos que rozan lo pueril.

Dicen que cada época tiene sus monstruos. Así, King Kong sería algo así como la Gran Depresión deambulando como un destroyer por las calles de New York. Y en una dimensión igualmente freudiana, aunque menos sexualizada que el gorila, el gigantesco depredador marino encarnaría la crisis del petróleo. Sus poco selectivas fauces devoran las reservas ahorradas por Occidente. A la vez, reconocemos en el bicho el subconsciente que emerge de las oscuras profundidades del sujeto para recordarnos que somos, antes que cualquier otra cosa, seres carnívoros y depredadores cuyo fin es satisfacer deseos propios de una bestia.

Sí, son gansadas, y, siguiendo a mi amado Umberto Eco, mejor evitar la sobreinterpretación, aunque solo sea por no hacer el ridículo. Spielberg tenía que dar miedo y lo consiguió, y con ello logró algo de lo que, en alguna medida, nos hemos beneficiado todos: recuperó para el cine la capacidad de ser rentable. Pero es bueno también saber lo que se pierde con este proceso: el cine de masas dejó de ser inteligente y seductor como el de la Era Dorada de Hollywood y se volvió pueril, confiado a la atracción de los efectos especiales. Spielberg y Lucas inventaron el blockbuster y el llamado cine de evasión se convirtió en golosina.

Es curioso, en realidad Spielberg siempre amó el cine clásico, de ahí que incluyera en Los Fabelman la conversación con Ford, por cierto interpretado por un irreconocible David Lynch. Lo demostró con films magistrales como La lista de Schindler, Salvar al Soldado Ryan o Munich. No sé si llegó a entender lo de la línea del horizonte, pero sé al menos que jamás se dejó traicionar por su ego –tiene motivos para hacerlo– y que, como Jorge Luis Borges, siempre ha tenido la humildad y la lucidez necesarias como para estar más orgulloso de las películas que ha visto que de las que ha creado.

Voy a ver Jaws otra vez. Va tomando cierta gracia vintage y además es verdad que da miedo. “Sonríe, hijo de puta”… esa frase, antes del disparo final, mola un montón. Y tiene su fondo, me parece a mí. 

Comentarios

Grandes éxitos de Insurrección

Échame a mí la culpa, (no sólo) de Albert Hammond; LA CANCIÓN DEL MES

Los cines de mi barrio (que ya no existen)

Dostoievski desde el subsuelo