En su mítico encuentro con el maestro de maestros, John Ford le dijo al joven realizador Steven Spielberg que la única cuestión relevante a la hora de hacer una película era orientar adecuadamente la línea del horizonte, la cual no debía quedar ni demasiado arriba ni demasiado abajo. Probablemente solo fuera una baladronada, pero yo tengo una interpretación: lo importante no es lo que muestras, aquello hacia lo que atraes la mirada del espectador, sino lo que lo enmarca… Ahí, en el horizonte, o, si lo prefieren, en la atmósfera que consigues crear, radica el inexplicable poder seductor de la imagen en movimiento propia del cinematógrafo.
Medio siglo de Jaws. Tarín el Sucio fue el primero en verla porque sus padres le llevaron al estreno en el cine Serrano o en el Capitol, salas inmensas para las que se justificaba aquella publicidad de grandes pelis: “Solo en los mejores cines”. Cuando le formulamos la inevitable pregunta –“¿es tan buena como dicen?”– Tarín el Sucio contestó que no pensaba bañarse en el mar en todo el verano.
Spielberg
siempre fue un tío muy listo. Sabía que desde los Hermanos Lumière, lo
que arrastraba a las multitudes hacia las salas era la promesa de un
espectáculo grandioso. Era como en el circo: “verás algo increíble”. Spielberg
con Tiburón y ET, y George Lucas con la trilogía de las Galaxias, crearon
el blockbuster o, como dijo por aquel
entonces Ignacio Ramonet, la golosina visual.
Hay sin
embargo algo singular en el cine de Spielberg, al menos en ese joven Spielberg.
En su estilo reconocemos a un especialista en telefilmes, cosa sorprendente
teniendo en cuenta las ambiciones del proyecto Tiburón. Algo así se había visto ya en El diablo sobre ruedas, su primer largometraje: un héroe menor,
peligrosamente cercano a un John Smith cualquiera, es sin motivo aparente
perseguido por una especie conocida pero que –extrañamente hipertrofiada– se
convierte en un monstruo. La determinación de trabajar con actores secundarios
y despreciar la tecnología –el escualo era un muñeco– se sintetizaba con un guion
muy básico y diálogos que rozan lo pueril.
Dicen que
cada época tiene sus monstruos. Así, King Kong sería algo así como la
Gran Depresión deambulando como un destroyer
por las calles de New York. Y en una dimensión igualmente freudiana, aunque
menos sexualizada que el gorila, el gigantesco depredador marino encarnaría la
crisis del petróleo. Sus poco selectivas fauces devoran las reservas ahorradas
por Occidente. A la vez, reconocemos en el bicho el subconsciente que emerge de
las oscuras profundidades del sujeto para recordarnos que somos, antes que
cualquier otra cosa, seres carnívoros y depredadores cuyo fin es satisfacer
deseos propios de una bestia.
Sí, son
gansadas, y, siguiendo a mi amado Umberto Eco, mejor evitar la
sobreinterpretación, aunque solo sea por no hacer el ridículo. Spielberg tenía
que dar miedo y lo consiguió, y con ello logró algo de lo que, en alguna
medida, nos hemos beneficiado todos: recuperó para el cine la capacidad de ser
rentable. Pero es bueno también saber lo que se pierde con este proceso: el
cine de masas dejó de ser inteligente y seductor como el de la Era Dorada de
Hollywood y se volvió pueril, confiado a la atracción de los efectos
especiales. Spielberg y Lucas inventaron el blockbuster
y el llamado cine de evasión se convirtió en golosina.
Es curioso,
en realidad Spielberg siempre amó el cine clásico, de ahí que incluyera en Los Fabelman la conversación con Ford,
por cierto interpretado por un irreconocible David Lynch. Lo demostró
con films magistrales como La lista de
Schindler, Salvar al Soldado Ryan
o Munich. No sé si llegó a entender
lo de la línea del horizonte, pero sé al menos que jamás se dejó traicionar por
su ego –tiene motivos para hacerlo– y que, como Jorge Luis Borges,
siempre ha tenido la humildad y la lucidez necesarias como para estar más
orgulloso de las películas que ha visto que de las que ha creado.
Voy a ver Jaws otra vez. Va tomando cierta gracia vintage y además es verdad que da miedo. “Sonríe, hijo de puta”… esa frase, antes del disparo final, mola un montón. Y tiene su fondo, me parece a mí.
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