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Piketty demuestra que la historia de la igualdad sirve para algo

El economista francés Thomas Piketty publicó en 2021 Une brève histoire de l'egalité, un ensayo notable espléndidamente traducido a mi idioma por el economista español Daniel Fuentes Castro con el título de Una breve historia de la igualdad.

Dejémosle explicarse al propio autor:

 

“Este libro expone una historia comparada de las desigualdades entre clases sociales. O más bien una historia de la igualdad, porque, como veremos, existe una evolución tendencial a lo largo de la historia hacia una mayor igualdad social, económica y política.

Por supuesto, no se trata de una historia pacífica y ni mucho menos lineal. Las revueltas y las revoluciones, las luchas sociales y las crisis de todo tipo juegan un papel central en la historia de la igualdad que estudiaremos aquí; una historia que también está jalonada por múltiples fases de retroceso y por repliegues identitarios.

Lo cierto es que existe una tendencia histórica hacia la igualdad, al menos desde finales del siglo XVIII”.

 

Vicente Cutanda y Toraya: Una huelga de obreros en Vizcaya, 1892

Entre 1780 y 2020, se encarga de explicar brillantemente Piketty, es evidente que se produjo “una evolución hacia una mayor igualdad de estatus, de patrimonio, de ingresos, de género y de raza en la mayoría de las regiones y sociedades del mundo, y en cierta medida a escala mundial”. De tal manera que antes de aquella centuria decimoctava no se puede sostener que ese crecimiento de la igualdad hubiera tenido lugar como tendencia histórica. Y siempre, teniendo en cuenta que todo ello “ha tenido un alcance limitado”, pues “constatar la existencia de una evolución hacia la igualdad no significa que haya que sacar pecho, al contrario. Es más bien un llamamiento para continuar con la lucha, a partir de una base histórica sólida”. Que siga su curso dicha tendencia hacia la igualdad depende de que utilicemos los conocimientos que nos proporciona la Historia, pero también de “trascender las fronteras nacionales y disciplinarias”. El autor pone el énfasis en que este es “un libro de historia y a la vez de ciencias sociales”, también “un libro optimista y un libro de movilización ciudadana”.

Conviene partir de la certeza de que “la desigualdad es ante todo una construcción social, histórica y política”. De tal manera que el movimiento hacia la igualdad es la consecuencia de la lucha contra la injusticia. Esa lucha, a menudo violenta, ha “permitido transformar las relaciones de poder y derrocar las instituciones en las que se han basado las clases dominantes para estructurar la desigualdad social en su propio beneficio, y sustituirlas por nuevas instituciones, nuevas reglas sociales, económicas y políticas más justas y emancipadoras para la inmensa mayoría”. Esas transformaciones “conllevan enfrentamientos sociales y crisis políticas a gran escala”.

Pero las relaciones de poder no se redefinen solo por medio de las guerras, las revueltas y las revoluciones, también tras las crisis económicas y financieras. Las relaciones de poder se redefinen debido a los conflictos sociales. Todas esas crisis y revueltas seguirán probablemente desempeñando un papel central en el futuro.

 

“Es importante destacar otra lección de la historia, a saber, que las luchas y la redefinición de los equilibrios de poder no son suficientes en sí mismas. Son una condición necesaria para derrocar las instituciones y los poderes desigualitarios, pero desgraciadamente no son garantía alguna de que las nuevas instituciones y poderes que los sustituyan sean siempre tan igualitarios y emancipadores como cabría esperar”.

 


Todo ese movimiento hacia la igualdad que viene produciéndose desde finales del siglo XVIII se ha basado “en el desarrollo de una serie de mecanismos institucionales específicos que deben ser estudiados como tales: la igualdad jurídica; el sufragio universal y la democracia parlamentaria; la educación gratuita y obligatoria; el seguro de enfermedad universal; la fiscalidad progresiva de la renta, las herencias y la propiedad; la cogestión y los derechos sindicales; la libertad de prensa; el derecho internacional; etcétera”. Mecanismos que han de ser “constantemente repensados, complementados y sustituidos por otros”, pues todos adolecen de numerosas deficiencias.

 

“En resumen, existen dos escollos simétricos a evitar: uno es descuidar el papel de las luchas y los pulsos por el poder en la historia de la igualdad, el otro es sacralizarlo y descuidar la importancia de las soluciones políticas e institucionales y el papel de las ideas y de las ideologías en su desarrollo”.

 

Y, como considera Piketty, si hay algo que ilustra a la perfección ambos escollos ese algo es la experiencia del comunismo soviético entre 1917 y 1991, “un acontecimiento crucial que atraviesa y hasta cierto punto define el siglo XX”. Sin analizar profundamente cuáles son las instituciones justas y sin deliberar igualitariamente sobre ellas, las luchas sociales no sirven para gran cosa.

Cuando se explica en el libro cómo está siendo el camino hacia la igualdad se comienza por afirmar que “el progreso humano existe” (pero no es una evolución natural, antes bien, es parte de procesos históricos “y de luchas sociales concretas”), y, para demostrar esa afirmación, basta con conocer la evolución de la salud y la educación del mundo desde comienzos del siglo XIX.

 

“La humanidad vive actualmente con mejor salud que nunca y tiene también más acceso a la educación y a la cultura que nunca”.

 

Hay que constatar que la igualdad avanza, sí, pero lo hace “en escalones sucesivos”, de forma que cada vez que la población, gradualmente, accede a determinados derechos y bienes fundamentales (como la alfabetización o la atención sanitaria básica, algo a lo que se llegó durante el siglo XX, cuando el Estado social y la fiscalidad progresiva se extendieron, no sin intensas batallas políticas), “surgen nuevas desigualdades a un nivel superior que requieren nuevas respuestas”.

Nunca hay que perder de vista que “la concentración de la propiedad sigue siendo extremadamente alta”. Por eso, insiste Piketty una y otra vez en el libro, “hay que ir mucho más lejos en el desarrollo del Estado social y la fiscalidad progresiva”.

Piketty quiere aclarar cuál es la tesis general del libro, y es algo que hace continuamente, por ejemplo, en el capítulo 2:

 

“Existe una tendencia a largo plazo hacia la igualdad, en este caso hacia una menor concentración de la propiedad y, por tanto, del poder social y económico; por otro lado, la desigualdad se mantiene, sin embargo, en niveles extremadamente altos, incluso insoportables, por lo que resulta muy difícil estar satisfechos con la situación o pretender que es en interés general”.

 

El autor divide a la sociedad en cuanto a su riqueza o pobreza así: llama clases populares al 50% más pobre de la población; clases medias al siguiente 40%; y clases altas al 10% más rico (dentro de las cuales están las clases acomodadas (los meno ricos, su primer 9%) y las clases dominantes (solamente el 1% superior). También hace hincapié en que las clases sociales propiamente dichas no se dividen según un simple umbral monetario. En cualquier caso, es importante constatar que a quien ha beneficiado principalmente la reducción histórica de la desigualdad ha sido a las clases medias.

En esta historia de la igualdad destaca para mí un capítulo, el tercero, el dedicado al legado de la esclavitud y el colonialismo.

 

“Todos los estudios de los que disponemos demuestran que el desarrollo del capitalismo industrial occidental está íntimamente ligado a los sistemas de división internacional del trabajo, de explotación desenfrenada de los recursos naturales y de dominación militar y colonial desarrollados gradualmente entre las potencias europeas y el resto del mundo a partir de los siglos XV y XVI, con una fuerte aceleración durante los siglos XVIII y XIX”.

 

El autor nos mira a los ojos y nos dice que “cada uno de nosotros es responsable de cómo decide” tener en cuenta aquella explotación colonial en nuestro “propio análisis del sistema económico mundial, de sus injusticias y de cómo debería cambiarse”. Porque aquel colonialismo y aquella dominación militar “permitieron a los países occidentales organizar la economía mundial en su propio beneficio y situar al resto del planeta en una posición periférica de manera duradera”.

Las grandes luchas sociales y políticas que tuvieron lugar durante el siglo XIX y principios del XX fueron la lucha por los derechos laborales y la lucha por el sufragio universal. El asunto de la democracia es central en el libro de Piketty, que se esfuerza por ser mucho más que únicamente (que ya es) una breve historia de la igualdad. Por eso considera que “si se quiere empezar a hablar de democracias realmente basadas en la igualdad”, se hace necesario “la introducción de una financiación radicalmente igualitaria de los partidos políticos, de las campañas electorales y de los medios de comunicación no sólo está justificada, sino que es indispensable”, y ello “debe ir acompañado de una multiplicación de los modos de participación política, especialmente en forma de asambleas de ciudadanos y referendos deliberativos, siempre que se aborde con rigor la cuestión de la financiación de las campañas y la igualdad en la producción y difusión de la información”. Además, el derecho no ha de ser una herramienta de conservación de las posiciones de poder, sino una herramienta de emancipación.

Regresemos a la lucha por la igualdad:

 

Es la lucha por la igualdad y la educación lo que, históricamente, ha permitido el desarrollo económico y el progreso humano; no la sacralización de la propiedad, la estabilidad y la desigualdad”.

 

Pero todos esos avances logrados en el camino hacia la igualdad, insiste Picetty una y otra vez, para lo que deben servir es para “alimentar nuevos progresos” y no “para alimentar la autocomplacencia que con demasiada frecuencia sirve de excusa para tantas hipocresías y renuncias”. Ha de renovarse la fiscalidad progresiva, esto es, hay que seguir luchando y negociando por “una contribución probada y verificable de las rentas más altas” con el objetivo de “sentar las bases de una nueva forma de socialismo democrático, autogestionado y descentralizado, a partir de la circulación permanente del poder y de la propiedad: sistema este que “se opone al socialismo de Estado centralizado y autoritario experimentado en el bloque soviético en el siglo XX” y que, en gran medida, “está en consonancia con las transformaciones sociales, fiscales y jurídicas que han tenido lugar en muchos países durante el último siglo, sin olvidar que dichas transformaciones se han logrado a partir de luchas de poder, movilizaciones populares y múltiples crisis y momentos de tensión”.

En definitiva, se trata de profundizar en la democracia de manera que desaparezca la incontrolada circulación de capitales, bienes y servicios actual y que esa circulación tenga un objetivo social y medioambiental.

Merece mucho la pena asistir al análisis que hace el autor de la desigualdad referida a las mujeres. La discriminación histórica femenina. Veamos:

 

“Históricamente, las mujeres han sido sin duda el grupo más masivo y sistemáticamente discriminado, tanto en el Norte como en el Sur, tanto en el Este como en el Oeste, en todas las dimensiones y en todas las latitudes. Casi todas las sociedades humanas han sido sociedades patriarcales, en el sentido de que se han construido sobre un sofisticado conjunto de prejuicios de género y asignación de roles. El desarrollo del Estado centralizado en los siglos XVIII y XIX vino acompañado en algunos casos de una forma de endurecimiento y sistematización del patriarcado. Las normas de género se codificaron y generalizaron en todo el territorio nacional y en todas las clases sociales, al igual que la asimetría de derechos entre los cónyuges según el Código Civil napoleónico o las desigualdades en los derechos electorales”.

 

Picetty sostiene que la idea de una discriminación positiva basada en criterios sociales solamente puede ser defendida si se incluye dentro de un “programa ambicioso de redistribución de la riqueza y si se entiende como un complemento a medidas universales como el Estado social, la garantía de empleo o la herencia universal”.

La evolución de las diferencias de riqueza entre países durante los dos últimos siglos consta de dos fases:

-        “Un largo período de aumento de la desigualdad entre 1820 y 1950, que corresponde a la toma de control de la economía mundial por parte de las potencias occidentales entre 1820 y 1910, y al cenit de los imperios coloniales entre 1910 y 1950”.

-        “Una fase de estabilización de las desigualdades entre países a un nivel extremadamente alto entre 1950 y 1980 (los Treinta Gloriosos en el Norte, los procesos de independencia en el Sur), seguida del inicio de una disminución entre 1980 y 2020”.

No debe pasar por alto que en la actualidad “los países ricos fingen ayudar a quienes realmente los ayudan”.

Que como colofón de todo esto quede este párrafo sentencioso:

 

“La lucha por la igualdad no ha terminado. Debe continuar, impulsando hasta el límite de su lógica el movimiento hacia el Estado social, la fiscalidad progresiva, la igualdad real y la lucha contra toda forma de discriminación. Esa lucha necesita sobre todo un cambio estructural del sistema económico mundial”.

 

Aunque el cierre que prefiero a mi texto son estas palabras concluyentes de Thomas Piketty:

 

“Las cuestiones económicas son demasiado importantes como para dejarlas en manos de los demás. La reapropiación del conocimiento por parte de los ciudadanos es un paso esencial en la lucha por la igualdad. Si este libro ha contribuido a rearmar al lector en esa dirección, entonces mi objetivo se ha cumplido plenamente”. 

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