Tal vez aquel sueño de Metzengerstein no fuera en realidad de Edgar Poe ni de Edgar Allan, ni fuera soñado en Boston ni en Filadelfia. Tampoco en Baltimore. Quizás en Nueva York. Tal vez habría llegado desde Irlanda un siglo antes, con el duque de L'Omelette, y no fuera más que un cuento de Jerusalén, el del aliento perdido de Bon-Bon: hubo una vez cuatro bestias en una a las que algunos llamaron el hombre camaleopardo, según se podía leer en aquel manuscrito hallado en una botella después de aquella cita con leones. Una suerte de parábola de una sombra, una fábula silenciosa, la de Berenice y Morella, o a lo mejor la incomparable aventura de un tal Hans Pfall, o la del Rey Peste, toda la mixtificación de Ligeia (que era el esplendor de un sueño de opio).
1809-1849. Poe supo cómo escribir un artículo a la manera de la revista Blackwood y escribió lo del diablo en el campanario. William Wilson fue el hombre que se gastó cuando la caída de la Casa Usher (jamás un serafín desplegó ala alguna sobre un edificio la mitad de bello) escuchando aquella conversación de Eiros y Charmionque trataba de explicar la razón de que el pequeño francés llevara la mano en cabestrillo, aquel hombre de negocios, aquel hombre de la multitud que nos interesó por los crímenes de la calle Morgue que él casi recitaba durante cada descenso al Maelström.
En el coloquio de Monos y Una, los
dos espíritus que se amaron cuando fueron humanos, nadie dijo eso de nunca apuestes tu cabeza al diablo, ni
siquiera Eleonora, tres domingos por semana, mientras contemplaba el retrato
oval para la máscara de la Muerte Roja, con el pozo y el péndulo oscilantes
sobre el misterio de Marie Rogêt y su corazón delator (enfermo de
hipersensibilidad).
El escarabajo de oro en el ojo del
gato negro, menudo timo, como el de los anteojos, como el de la caja oblonga,
sí el mismo de la historia de las montañas Ragged, el del entierro prematuro y
el sencillo enigma de la carta robada a la vista de la humanidad, de toda la
humanidad. Un timo despreciable para el sistema del doctor Tarr y el profesor
Fether, aquella revelación mesmérica que fue el camelo del globo, incapaz de
recordarnos que tú, tú eres el hombre, el ángel de lo raro, el de la autobiografía
literaria de Thingum Bob, el del cuento mil y dos de Scheherazade, una conversación
con una momia mostrando en todo su esplendor el poder de las palabras.
Cuarenta años sobre la faz norteamericana de la Tierra, ¿de qué moriste cuando moriste? El demonio de la perversidad te dijo al oído toda la verdad sobre el caso del señor Valdemar, como si le hubieras preguntado tú a la esfinge sobre un barril de amontillado en el que atornillar el dominio de Arnheim, ese paisaje del jardín de Mellonta Tauta en el cottage de Landor (donde sonaba aquel Hop-Frog) en el que supimos de Von Kempelen y su descubrimiento (X en un suelto) en el faro.
Poemas de Poe, tuyos de Poe, tuyos de
escabroso éter etílico antes y después de la narración de Arthur Gordon Pym.
Como el de Tamerlán, el de los espíritus de los muertos, el de la estrella del
anochecer, el del día más feliz y la hora más feliz. Como ese soneto tuyo a la
ciencia (verdadera hija del tiempo que alteras todas las cosas con tus
escrutadores ojos: ¿por qué devoras así el corazón del poeta, buitre, cuyas
alas son obtusas realidades?), como el de la ciudad en el mar, el de la durmiente,
el del valle de la inquietud, el del romano Coliseo (aquí, en donde cayó un
héroe, cae una columna).
A alguien en el paraíso le cantaste,
Edgar, un himno, como aquel soneto que le escribiste a Zante, una balada
nupcial en el palacio encantado, nada de un soneto del silencio.
La tierra de los sueños desde la que
el cuervo mira en la oscuridad de sí mismo a Ulalume, Lenore lo sabe... Y
Annabel Lee. Las campanas resuenan por mi madre, que fue la tuya, Virginia,
amor. Mi amor. Mi amor muerto.
“Estas
son las historias de Edgar Allan Poe”
Lou
Reed
Yo debía tener doce años cuando a casa llegó un libro titulado Narraciones extraordinarias, de la Biblioteca Básica Salvat de Libros RTV, puede que menos, porque aquella colección se publicó cuando yo tenía entre seis y ocho años, entre 1969 y 1971, pero, eso sí fue fácil seguir dando con sus entregas durante muchos años. Todavía hoy. Aquellas Narraciones extraordinarias era una antología de cuentos escritos por Edgar Allan Poe, que tradujo y recopiló el escritor francés Charles Baudelaire en 1857, ocho años después de la muerte del estadounidense. El volumen de Salvat, , que había sido traducido a mi idioma por alguien que llegó entonces ya a mi vida para quedarse, el argentino Julio Cortázar, fue el número 3 de la colección. Yo lo leí, fue el primer libro sin ilustraciones que leí en mi vida, poco antes que algunas novelas de Julio/Jules Verne. Todavía tiemblo. No lo acabé, creo.
“He
pasado muchas horas deambulando para regalarte
el
musgo que creció a la sombra de una estatua de Edgar Allan Poe.
Y
hoy que he vuelto a ver tu cara reflejada en el estanque,
he
comprendido que no hay nada, no hay nada,
que
pueda hacer para impresionarte,
para
impresionarte”.
091
(compuesta por José Ignacio García Lapido)
Y mi propio poema a Poe...
pira funeraria donde arde el futuro,
estupenda desolación de los minutos,
te han cantado profusamente los
pérfidos,
a ti que vienes tan sólo
a desprenderle espíritu al presente
desde los días del pasado abarrotados
de muertos, de sinceridad
y de esperanza combustible:
pira funeraria de Poe,
en la lentitud de tu agrio rugir
naranja,
consúmenos cuando nos lo merezcamos
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