Dice el historiador Justo Serna del libro El verano de Cervantes, escrito por Antonio Muñoz Molina y publicado en 2025, que “es historia vivida, reconstrucción emocional del pasado a partir de indicios constatables que en la ficción cervantina cobran vida y exhaustividad, con deseo expreso de rigor documental, cosa que a Muñoz Molina y a nosotros nos ilustra y amplifica”. Y dije yo según comenzaba a leer el volumen que me hallaba peleando lentamente con un libro sobre Cervantes que no me interesaba (si no fuera porque quien lo había escrito es uno de los más grandes novelistas vivos en español).
Serna es uno de los autores que mejor
conoce y mejor ha escrito sobre Muñoz Molina, si no el mejor, y al final ha
acabado teniendo razón, como prácticamente siempre. Digo yo, y lo digo con él,
ahora que he finalizado la grata lectura de ese verano cervantino que en él hay “un inventario moral y hay una
experiencia de la totalidad” donde vemos cómo en Don Quijote, tanto en el novelista, el que lo escribió, como en “el
que lo lee y lo relee”, hay una aspiración “a representar el mundo con todas
sus ambigüedades y contradicciones, con todas sus consecuencias”.
Sí, El verano de Cervantes es una deliciosa
zambullida erudita en el mundo del principal escritor español de todos los
tiempos, el inventor de esa arma literaria invencible a la que llamamos
novela. Un libro que uno lee con sumo interés y con auténtico gusto lector
aunque haya comenzado sin ninguna intención de prosperar en su lectura por su
pura temática esencial: Cervantes y su obra. Un libro que ha conseguido devolverme
el aprecio por el provecho de ahondar en la literatura cervantina y, por
supuesto, en la figura de un personaje medular en la cultura occidental: don
Quijote de La Mancha. Pero, sobre todo, un libro, el de Muñoz Molina, que es
mucho más que una reinvención o una reivindicación de la escritura cervantina.
Porque El verano de Cervantes (que dice su autor le ha llevado diez años escribirlo, mientras “otras obligaciones y proyectos de mayor entrega” lo dejaban en suspenso) es, por encima de cualquier cosa, un ensayo narrativo en el que quien lo dispone nos hace caminar sobre aquellas palabras del (para mí habitualmente, casi siempre, inaccesible) poeta T. S. Eliot que a mediados del siglo pasado nos dijo aquello de que “el ser humano no aguanta bien la realidad”. Palabras que abren este libro que se cierra (no destripo nada a nadie, no es mi estilo) con las siguientes precisas y preciosas de Muñoz Molina:
“He tardado toda la vida en aprender a
sumergirme en lo real y lo concreto de las cosas tan hondamente como me he
sumergido siempre en los libros. Esa doble y simultánea inmersión es otra
enseñanza que le debo a Cervantes. [...] Eso que cada uno había hecho, a su
manera, no lo había hecho nadie antes. [...]”.
Miguel
de Cervantes escribe Don Quijote siendo ya “un viejo parcialmente mutilado, un veterano
de guerras antiguas, un funcionario de dudoso escalafón que ha debido de
escribir donde buenamente podía”. En su personaje, en la mente de su personaje,
razona Muñoz Molina, conviven “la locura autoritaria y programática del que
quiere imponer sobre la realidad los preceptos delirantes de las teorías o los
libros” y “la intuición poética del que descubre en las formas de lo cotidiano
el esplendor de lo mirado por primera vez y la honda genealogía del mito”. El
novelista que está siendo Cervantes cuando escribe Don Quijote lo que hace es aprender su oficio sobre la marcha: “contando encuentra lo que tiene que contar”.
Y logra alcanzar la plenitud novelesca “sin artificios evidentes”. (Como el
propio Muñoz Molina lo logra, eso lo digo yo, aquí y en sus novelas).
“La única manera de aprender a escribir una
novela es ponerse a escribirla. La novela misma es el cuaderno de
ejercicios y el testimonio del aprendizaje”.
Cuando así habla el autor de El jinete polaco no solamente habla de
la escritura quijotesca de Cervantes sino de la escritura novelística que
Cervantes (educado en “las abstracciones resplandecientes del Renacimiento
italiano”) inaugura. De su propia escritura. Para él, “una gran novela es el campo magnético en el que se congregan por sí
solos los elementos fundamentales y dispersos de la experiencia de la vida,
transformados en ficción por el paso del tiempo y el poder simplificador de la
memoria y el olvido”. ¿Cabe mejor definición? Por eso este El verano de Cervantes es, entre otras cosas, un ensayo de primera magnitud sobre la literatura, especialmente sobre
el arte de escribir y leer novelas. La forma narrativa de Don Quijote no tenía nombre cuando se
publicó, la razón: Cervantes “acababa de inventarla”.
“El ser invariable
y siempre idéntico a sí mismo es la falacia contra la que ejerce sus poderes
de instantánea observación el arte de la novela”.
[…]
Don
Quijote (ese relato de ficción que es además “un ejercicio
itinerante de crítica literaria”) es el libro que más veces ha leído Muñoz
Molina, también el que más veces ha comprado (“con cierta frecuencia para
regalarlo”, pero sobre todo para él mismo). No es de extrañar. Cervantes se encuentra entre los pocos
escritores a los que ama (como Montaigne o Proust; admirar admira a algunos
más), los cuales se le vuelven adictivos debido a “una sensación de humanidad y
cercanía, y una cierta música particular, el rumor del estilo, una voz al oído,
o escuchada en una conversación reveladora; una voz que no se detiene pero que
tampoco impone o abruma; una voz que no monologa porque escucha; la voz de
alguien familiar que me habla, y lo que me dice es inseparable de la
respiración y el fraseo”. Creo que a mí me ocurre algo parecido, leo a los
escritores que amo y es como si escuchara una voz familiar con la que
conversar. Con Muñoz Molina me pasa, sin ir más lejos. (No con Cervantes, por
quién él reconoce, ya digo, “una especie de profunda lealtad, de simple amor”).
No escribe Cervantes Don Quijote
a pesar “del sufrimiento, del desánimo, del tedio y la angustia del cautiverio,
las mezquindades y los sinsabores de la vida, a pesar también de la indignidad
de haber ido a la cárcel y haberse visto acusado y humillado”. Cervantes
escribe Don Quijote gracias al sufrimiento, al desánimo, al tedio y la
angustia del cautiverio, a las mezquindades y los sinsabores de la vida, a la
indignidad de haber ido a la cárcel y haberse visto acusado y humillado.
“Quizás una gran
obra de literatura es menos el retrato de su época que un alegato contra ella”.
[…]
Sigo con este libro estupendo escrito
por un estupendo escritor que a menudo piensa y explica la realidad con una
esclarecedora habilidad no solamente retórica. Un estupendo escritor que
explica así, de esta manera brillante, cómo es la ficción novelesca cervantina:
“La arcilla de
la vida cotidiana se transforma en el oro de la ficción”.
Un lugar donde asistimos al “desorden
magnífico de lo real”, ya que, como afirma Muñoz Molina con certera entereza,
“si la novela quiere parecerse a la vida tiene que admitir su desmesura, su
incertidumbre, su proliferación”. La vida: hecha de desmesura, incertidumbre y
proliferación.
Un Muñoz Molina que no se esconde, que
se nos muestra mohíno, decepcionado de lo que cree que está siendo el mundo,
que se refugia en la lectura (una más, y van…) de esa obra maestra literaria
secular:
“En estos días
lentos de verano no leo tan concentradamente por amor a la literatura, por amor
al arte. Leo por el puro vicio sin castigo de leer, y también para esconderme y
para consolarme. Leo Don Quijote por el mismo motivo por el que
salgo cada día a caminar, a correr, a montar en bicicleta, por ganas de huir
y de encontrar un respiro; para refugiarme del mundo exterior, de este
Madrid cada vez más agobiante y agresivo, y también del otro mundo sombrío
que hay a veces dentro de mí mismo”.
Es un refugio para el autor de Plenilunio.
La lectura de Don Quijote le devuelve a un tiempo perdido de su vida y,
al retratar un mundo más familiar, en ocasiones, que el que encuentra al salir
a la calle o vagabundear por internet, le devuelve a instantes que sí cree
comprender. Le protege de ese desaliento de sí mismo en el que se halla.
Lo que
Muñoz Molina le debe a Cervantes pudiera ser lo que yo le debo a él. A él y a
Jonathan Coe. A él y a Richard Ford. A él y a Joyce Carol Oates. A él y a Ian
McEwan. A él y a Luis Landero. A él y…
Este texto pertenece a mi artículo ‘La realidad, Cervantes y Muñoz Molina’, publicado el 17 de julio de 2025 en Letras 21, que puedes leer completo ENESTE ENLACE.
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