El séptimo libro del escritor y periodista, periodista y escritor, poeta y ensayista, ensayista y poeta español Sergio C. Fanjul se titula La ciudad infinita (crónicas de exploración urbana) y fue publicado en 2019. Un libro de paseante. De paseante por Madrid.
“Es la sensación que muchas veces he logrado tener después de largas
jornadas de paseo, esa especie de estado de trance en el que uno pasea y pasea
y se funde con el paseo pero se separa del mundo, porque el paseo, bien
ejecutado, también tiene su parte de misticismo, de conexión con lo numinoso,
de experiencia de lo inefable”.
También un libro
hiperconsciente de que lo que somos los humanos es una infección, “una carcoma
cósmica”.
En los paseos de
Fanjul cuando llegó a Madrid por vez primera, décadas antes de escribir este
libro, paseos “por la ciudad gigantesca”, él, como recién llegado, lo que hacía
era caminar y caminar mientras “las calles se iban tendiendo frente a uno, como
si algún dios fuese inventando el mundo, la ciudad a cada paso”.
La ciudad infinita nos habla de la ciudad como ese “roce continuo entre lo público y lo
privado”, el lugar en el que “se confrontan los intereses de unos y de otros,
los espacios donde unos ganan y otros pierden”: aquel mundo concentrado donde
convergen o compiten la vida nocturna y el descaso del vecindario, las calles
para coches con las calles para peatones, las terrazas en las aceras y el paso
libre para los ciudadanos, las viviendas para especular con las viviendas para
vivir, la ciudad para los turistas y la ciudad para los vecinos.
Pero sobre todo nos
habla de Madrid. De Madrid y su “infinito encanto”, que radica en su sencillez
pero también en su caos, en su complejidad, su irresumibilidad, su cutrez, su
desenfado, su “aldeanismo universal”,
su casticismo y ese amor suyo por la buena vida que se va acabando, en palabras
de Sergio C. Fanjul, “a base de emprendimiento, turistas, franquicias,
desahucios y pensamiento positivo”. Porque, como explica el autor cuando habla
del distrito Centro (algo que sería extrapolable a buena parte del municipio de
Madrid), “podría argumentarse que es beneficioso que un barrio se regenere y deje atrás la inseguridad,
las drogas, la prostitución, y es cierto; la pregunta es para quién se regenera
ese barrio: si es para sus habitantes, con dotaciones e inversión pública para
hacer una ciudad más amable, o si es para que vengan otros a hacer sus
negocios, a cobrar los cafés con leche a precios de trufa blanca del Piamonte y
a llenar edificios enteros de pisos turísticos y apartamentos de lujo muy monos”.
Para el autor del
libro, Madrid “es el resultado de la absorción
a lo largo del tiempo de los pueblos colindantes: Vallecas, Carabanchel,
Fuencarral, Hortaleza, Chamartín, etcétera, como si la ciudad fuera un monstruo
cada vez más grande y hambriento o un cáncer descontrolado en mitad de la
península ibérica”, y entiende que esa absorción fue “diseñada por el
franquismo para competir con otras capitales (Barcelona) y crear el llamado
Gran Madrid, una ciudad digna de ser la capital imperial del dictador”.
La ciudad infinita lo digo ya, lo dice Sergio C. Fanjul (“las vidas pasan pero las ciudades
quedan, estamos de alquiler aunque algunos sean propietarios”), es “un paseo
por el territorio pero también por la
memoria, la historia, el urbanismo o la propia biografía; y cuando digo
paseo también lo digo en el sentido narrativo: lleno de meandros, digresiones,
salidas de tono y accidentes catastróficos, un collage como lo es la propia ciudad y la gente que vive en ella. Un
libro-ciudad que trata de demostrar lo obvio: que la ciudad es infinita. Este
libro, afortunadamente, no”.
La ciudad es
infinita y el libro es, sí, un collage
lleno de pasajes memorables que también tiene sus pasajes de usar y turar, los menos. Está dividido
en 21 capítulos, uno para cada uno
de los 21 distritos en los que a su
vez se compartimenta la ciudad de Madrid, el municipio de Madrid. Por ejemplo,
de Moratalaz escribe entre otras cosas eso de que...
“El skyline de Moratalaz se recorta al crepúsculo contra el cielo del
este como una gran aglomeración de torres residenciales. La novedad es que no
son del habitual ladrillo visto, aleluya, sino que toman colores ocres,
blanquecinos, verdosos”.
O de Villaverde nos
cuenta que...
“también era un pueblo diferente que, en 1954, fue absorbido por el
monstruo capitalino: antes había aquí mucha industria, mucha fábrica, mucha
chimenea, el motor que hacía rodar la rueda de la economía fordista, la vida
antes de este fluido precario y digital”.
Y de mi distrito,
Arganzuela (donde él mismo vivió en algún tiempo, muy cerca de mi casa, cuyo
capítulo titula ‘Sweet home Arganzuela’):
“Arganzuela es uno de los distritos más postindustriales de la sociedad postindustrial, un paradigma, que
pasó de albergar a la marginalidad a albergar a la clase obrera y,
posteriormente, a cierta clase media, si es que tal cosa existe”.
Fanjul (para quien en estos tiempos, no solamente en Madrid, “la izquierda ha dejado de ser propietaria del sentido común y no parece tener proyecto de futuro”) habla del cielo de Madrid (y esos “tonos anaranjados violáceos” que solamente se dan en mi ciudad y lo convierten en un monumento más, “o tal vez, en el monumento mayor”), del río Manzanares (“un río pequeño u modesto al que la ciudad nunca le ha hecho demasiado caso”), del movimiento vecinal nacido en los años de la dictadura franquista, aquellos años 60’s del siglo pasado (del cual dice que “los que lo hicieron son ahora mayores y las nuevas generaciones, que nacieron con los barrios ya puestos, prefieren hacerse los gánsteres y los traperos por las esquinas antes que involucrarse en las luchas colectivas: es el signo de los tiempos”), dela M-30 (“bestial y bulliciosa”, que “es muy Madrid” y “es la vía que lo contiene y lo segrega”, algo así “como una faja, una muralla, una frontera, un cinturón, todo a la vez”). Con esa pretensión suya de “captar de primera mano la chatarrería propia de la vida de la gran ciudad”, Fanjul, que escribe las más de las veces como el poeta que es (“somos un chispazo comparados con el sueño de la piedra, con la tenue respiración de los ladrillos”), habla en La ciudad infinita también del padre Llanos (aquel “cura rojo famoso en Vallecas”, José María de Llanos, “indefectiblemente unido a esa zona de curioso nombre: El Pozo del Tío Raimundo”), del Metro (“el esqueleto de Madrid”, del que nos cuenta que “los que aquí aterrizan conocen primero esa estructura ósea subterránea y luego le van poniendo encima la musculatura, como en los muñecos anatómicos que se usan en las escuelas”), de tantas cosas habla que te invito, claro, a leer el libro completo.
Lo que siente el
autor al explorar los diferentes distritos madrileños, “tan diferentes y ajenos
unos a otros”, es aquella concepción que tenía de la ciudad como un
archipiélago el pensador francés Guy Debord, “como un conjunto de islas
flotando en un océano”.
Despido estos
párrafos sobre La ciudad infinita
exponiendo a las claras el mejor momento del libro, donde su autor alcanza
cotas de literatura excelentes.
Cuando Fanjul
escribe sobre el distrito de Chamberí (en el capítulo titulado ‘Chamberí no es para llorar’), le leemos
que “lo que no es Chamberí, eso está claro, es un buen lugar para llorar”. Y se
explica:
“Un día iba yo por Chamberí y tenía la acuciante necesidad de llorar, esa
punzada detrás del entrecejo, esa presa a punto de quebrarse, esa tiniebla.
[...] Finalmente recalé en otro parque, más amplio, ese complejo deportivo en
la avenida de las Islas Filipinas llamado parque de Santander. El lugar estaba
menos desvencijado que el primer parque, había bancos cómodos, y aunque el sol
pegaba con la fuerza del mediodía solar, pensé que ese era un buen lugar para
llorar. Entonces me senté, me recliné sobre mí mismo y lloré. Lloré como la
tormenta estival, como el terremoto, lloré como las fieras heridas, lloré como
los púlsares y las supernovas. Lloré como un profesional de la pena. Pasaban
señoras deportistas y yo lloraba. Pasaban los perros más simpáticos y yo
lloraba. Pasaba el tiempo y yo lloraba.
Lloré en Chamberí mientras, a lo lejos, los madrileños jugaban al tenis”.
¿No es magnífico?
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