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Una habitación propia; por Guillermo Jiménez


A finales del siglo XIX una futura escritora disponía de una habitación propia. Ya de mayor, dijo que una mujer ha de tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas.

En mi familia teníamos una habitación propia para cuatro: en el mismo espacio, una cama para mi hermano pequeño, otra para el mayor y una litera, en la otra pared, en la que dormíamos, abajo mi hermano el tercero y arriba yo. En la habitación de al lado, mi hermana y en la otra, mis padres.

Virginia Woolf, la excelente escritora de diarios y de Orlando -con las otras novelas no pude- que es a quién me refiero, nació, creció y vivió en el barrio de Kensington en Londres, el de los ricos.

Yo, siglo y medio después que Virginia Woolf, crecí en las calles del Barrio, junto al Estercolero de Mérida, rodeado de barrios de gente humilde y de las vías del tren, que era como llamábamos a los rieles que salían de la cercana estación.

Humo, ruido, malos olores, gente en la calle, vendedores voceando su mercancía, borrachos de vino barato, perros sueltos, madres llamando a gritos a sus hijos.

No nos alcanzaba la vida ni el tiempo, estábamos sin dinero para estudiar o para tener una habitación propia, una habitación “tranquila y a prueba de sonido”, como la de Virginia Woolf.

Aun con esa independencia que no teníamos y aunque la hubiéramos alcanzado, escribir, para la gente de mi Barrio, era algo prodigioso. Y no solo escribir, estudiar, salir de la clase baja a la que estábamos destinados al nacer: hijos de obreros con el techo de un futuro oscuro y limitado sobre nuestros hombros.

Nuestra habitación propia era la calle, los amigos.

Salir del barro, de la miseria, del Barrio rojo, del de los zapateros, albañiles, carpinteros, aguadores o areneros, oficios de hombre porque las mujeres no existían -ellas eran amas de casa que tenían prohibido por una ley no escrita ser más que esclavas-, podía ser un afán, pero un afán silencioso.

Si sé que alguien del Barrio consiguió huir del estercolero, de la miseria de no tener una habitación propia, lo digo con un extraño orgullo de pertenencia, de triunfo.

A veces alguien del Barrio se convierte en importante dentro de la esfera social de mi ciudad y se codea -¿en igualdad de condiciones?- con los grandes apellidos que todos conocemos, porque Mérida es una ciudad-pueblo, imagino que siempre llevará dentro el orgullo de dónde salió, de saber que su barrio -el Barrio- fue sin saberlo, su habitación propia donde escribir la novela de su vida.

Queda dicho.

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