A finales del siglo XIX una futura escritora disponía de una habitación propia. Ya de mayor, dijo que una mujer ha de tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas.
En mi familia teníamos una
habitación propia para cuatro: en el mismo espacio, una cama para mi
hermano pequeño, otra para el mayor y una litera, en la otra pared, en la que
dormíamos, abajo mi hermano el tercero y arriba yo. En la habitación de al
lado, mi hermana y en la otra, mis padres.
Virginia Woolf,
la excelente escritora de diarios y de Orlando -con las otras novelas no
pude- que es a quién me refiero, nació, creció y vivió en el barrio de
Kensington en Londres, el de los ricos.
Yo, siglo y medio después que
Virginia Woolf, crecí en las calles del Barrio, junto al Estercolero de Mérida,
rodeado de barrios de gente humilde y de las vías del tren, que era como
llamábamos a los rieles que salían de la cercana estación.
Humo, ruido, malos olores, gente en
la calle, vendedores voceando su mercancía, borrachos de vino barato, perros
sueltos, madres llamando a gritos a sus hijos.
No nos alcanzaba la vida ni el
tiempo, estábamos sin dinero para estudiar o para tener una habitación propia,
una habitación “tranquila y a prueba de sonido”, como la de Virginia Woolf.
Aun con esa independencia que no
teníamos y aunque la hubiéramos alcanzado, escribir, para la gente de mi
Barrio, era algo prodigioso. Y no solo escribir, estudiar, salir de la clase
baja a la que estábamos destinados al nacer: hijos de obreros con el techo de
un futuro oscuro y limitado sobre nuestros hombros.
Nuestra habitación propia era la
calle, los amigos.
Salir del barro, de la miseria, del
Barrio rojo, del de los zapateros, albañiles, carpinteros, aguadores o
areneros, oficios de hombre porque las mujeres no existían -ellas eran amas de
casa que tenían prohibido por una ley no escrita ser más que esclavas-, podía
ser un afán, pero un afán silencioso.
Si sé que alguien del Barrio
consiguió huir del estercolero, de la miseria de no tener una habitación
propia, lo digo con un extraño orgullo de pertenencia, de triunfo.
A veces alguien del Barrio se
convierte en importante dentro de la esfera social de mi ciudad y se codea -¿en
igualdad de condiciones?- con los grandes apellidos que todos conocemos, porque
Mérida es una ciudad-pueblo, imagino que siempre llevará dentro el orgullo de
dónde salió, de saber que su barrio -el Barrio- fue sin saberlo, su habitación
propia donde escribir la novela de su vida.
Queda dicho.
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