Wellness, de Nathan Hill, es una de las mejores novelas del siglo XXI
La segunda novela del escritor estadounidense Nathan Hill se titula Wellness, fue publicada en 2023 y es una obra maestra de la literatura de nuestros días.
Traducido espléndidamente a mi idioma un año más tarde por Francisco González López, he leído este voluminoso libro (que es mucho más que una sátira, si es que fuera a ser tal cosa) como si se tratara de un cuento inmenso, total, de esos que prenden lo absoluto sobre las almas de quienes leemos para pasar el rato admirando la gloria humana y construyendo nuestra propia personalidad.
Vivir la vida y no soportarla, llegar
a Chicago para ser huérfanos, eso es lo que hacen los dos protagonistas de Wellnness, eso y amarse al sentir la
intensidad, la electricidad, también la simplicidad, al estar juntos. Ese amor
inicial por medio del cual uno se consagra al amado “con devoción y
exclusividad hasta desentenderse del resto del mundo”, hasta crear “un peculiar
reino de dos”. Hill nos presenta ese amor pronto en su novela. Ese amor que
cuando se establece, cuando nace, nos habla de una “dedicación constante a este
nuevo organismo inmaculado” que es la pareja, rayano en lo sectario, de tal
manera que lo único que diferenciaría una secta de una pareja es la ambición.
La ambición de la secta, se entiende.
El amor en el matrimonio (tras “el enfriamiento del amor romántico a
medida que pasa el tiempo”): ese podría ser el gran asunto de la segunda novela
de Nathan Hill, si no fuera porque a medida que uno la lee lo que comprende es
que el libro es muchísimo más que eso. Ya lo dije, es incluso mucho más que la
sátira que aparenta ser (que reduce por ejemplo a los posmodernistas a una
caterva de oscuros e incomprensibles generadores de ansiedad, leer a los cuales
supone “un ejercicio de futilidad y masoquismo”), es un libro sobre el mundo
que conocemos, sobre los seres humanos que lo habitamos (entre ellos todos
aquellos que confunden libertad con dominación) y sobre el dolor... y sobre
la fe en la curación que explican los placebos (es decir, sobre las
expectativas que tenemos, las historias que llegamos a creernos...). Y sobre el
bienestar (que titula el libro: Wellness, que es el nombre de una clínica donde
trabaja Elizabeth Augustine, la coprotagonista, casada con el artista
fotográfico Jack Baker). También sobre la maternidad (y la paternidad):
“Por
fin comprendió la extraña paradoja de la maternidad: era profundamente
aniquiladora y, al mismo tiempo, profundamente reconfortante. Te devoraba el
alma y te la llenaba”.
He empleado ya la apalabra placebo, uno de los grandes personajes de la novela (tal vez podría ser considerado algo ideal dejarse engañar por un placebo, por cierto): ¿sería acaso el amor una suerte de placebo? Porque, en definitiva, ese es el asunto de muchos de los grandes libros que acabamos por leer: el amor. ¿Y qué resulta ser el amor? Lee Wellness. No porque Hill te lo explique de forma incontestable, sino porque con esa pregunta él construye un monumento literario plenamente actual y seguramente clásico (con el paso del tiempo).
Regreso al amor, el romántico
(“cuando ves algo en otra persona y lo quieres para ti”), insisto, que tal vez
no fuera otra cosa que la experiencia subjetiva del proceso por medio del cual
introducimos en nuestro propio yo lo que nos gusta de otra persona, o la
ilusión con que la mente explica todo ello. Y, dado que “hemos descubierto que el cerebro es básicamente un botiquín” que
basta con abrirlo para aliviar el sufrimiento... El cerebro, “que sigue anclado
en el Paleolítico, a pesar de estar en el siglo XXI”.
Nathan Hill nos muestra un mundo
repleto de inconvenientes, pero también de algunas de las maravillas que somos
capaces de crear o al menos inventar los humanos.
“Vivían
en un paisaje lleno de desesperación y desconfianza, un mundo de lodos tóxicos
filtrándose en las aguas subterráneas, partículas nocivas suspendidas en el
aire, océanos llenos de microplásticos, un cielo inundado de carbono y
radiaciones, un suministro de alimentos plagado de pesticidas y hormonas y
basura, médicos que no tenían tiempo para ellos, políticos que les mentían,
agentes de prensa que les mentían, periodistas que les mentían, trabajos
precarios, deudas desorbitadas, a una factura médica de la bancarrota, y sin
nadie que los protegiese, organismos públicos reguladores conchabados con las
empresas que regulaban, poderosos protegiéndose entre ellos mientras los demás,
los pequeños, sufrían”.
Un mundo de sufrimiento para los más
insignificantes, tantos humanos, un mundo en el que “si nadie iba a protegerte,
tenías que hacerlo tú mismo. Tenías que creer en algo. Tenías que encontrar
esperanza en algún sitio”. Esa esperanza, esa creencia explica la podredumbre
moral de cuantos se refugian en las mentiras que nos invaden continuamente y
que edifican la razón de ser de determinados populistas cavernarios defensores
de la libertad entendida como dominio y lucha brutal e inmisericorde. Mentiras
que sirven ahora más que nunca para que existan personas “capaces de las cosas
más viles para enriquecerse y jactarse después de lo listos que son”. En
relación con todo esto, uno de los personajes de la novela se pregunta “por qué
en Estados Unidos se llaman magnates
y en Rusia oligarcas: ¿no es
extraño?”
Es especialmente hilarante, de una
inteligencia bestial, el capítulo titulado ‘Usuarios falta de atención: una obra en siete algoritmos’, donde el
autor se burla a base de bien (sin salirse un ápice de la necesidad narrativa
de contarnos una historia, la historia que es sobe todo su novela) de esa
herramienta global al alcance de casi cualquiera que es Facebook, que tan a
menudo empleamos la mayoría con las mejores intenciones y sin saber muy bien
qué demonios hacemos allí (tanto tiempo). Facebook, como los buscadores que
abastecen a sus usuarios de sabiduría,
especialmente Google, ese sitio gobernado por un algoritmo que siempre
amplifica, no la autoridad, sino la intensidad, la obsesión, el fervor. También
la ira. Facebook y en general tantos sitios donde convivir en Internet, donde “las pruebas contra la conspiración se
convierten, extrañamente, en pruebas a favor de ésta”. Todo lo que nos lleva a
que vivimos unos tiempos en los que eslóganes que hasta hace unas décadas
sonaban revolucionarios ahora son simplemente apocalípticos: “No creas lo que
te dicen. / Sal del sistema. / Actúa contra la opresión. / No seas uno más del rebaño.
/ CUESTIÓNALO TODO”. Una generación a la que se trató de enseñarla que todo lo
que aparenta solidez en determinados fundamentos no es más que aire, que la
realidad es algo construido porque la verdad no existe, ahora se ve necesitada
de argumentar todo lo contrario para poder combatir en esta Primera Guerra Cultural (la expresión
es mía, no de Hill, quien sí hace referencia en la novela a “todas las
inextricables guerras culturales”) a los adalides de las falacias compañeras de
la extrema derecha tiburonácea. Al fin y al cabo, Jack (el coprotagonista del
libro, especialmente vinculado a las redes sociales por motivos familiares)
aprendió de su hermana cuando era niño que si quería ser un artista debía
entender que no podía tener miedo de la verdad, “por mucho que la verdad te
convierta en algo extraño”. También que “si te aferras demasiado a lo que
quieres ver, acabas pasando por alto lo que de verdad hay”. Pues la forma en la
que vemos el mundo depende en gran medida de lo que pretendemos hacer con él.
Hay mucho arte en la novela, y mucha
reflexión, también burla, del mundo del arte, valga el juego de palabras.
¿Sobre qué no hay reflexión y burla, inteligentísima, eso sí, en ella?
Lo que no resuelve —Wellness no lo hace, no quiere— la gran
pregunta, esa que nos indaga: “¿cómo
sabemos qué es verdad?”
“Es posible que
nuestra forma de pensar y de sentir sea verdadera y honesta, o puede que sea
producto de la evolución, o que nos la haya programado el sistema patriarcal, o
que la hayamos adquirido al vivir en una determinada casta racial, o nos lo
hayan inculcado nuestros padres con su fijación por jodernos la vida, o tal vez
nos haya seducido la propaganda, o los algoritmos, o quizá adolezcamos de
cierto postureo ético inconsciente, o quizá nacimos con un cerebro especial con
una idiosincrasia química concreta, o tal vez sean todas estas cosas a la vez,
es imposible saberlo”.
Somos seres distintos habitando
sucesivamente un mismo yo, esa es otra de las lecciones de Wellness. Como la principal de todas: que debemos creer en lo que queramos, pero con amabilidad, con compasión,
con curiosidad, con humildad, desconfiando de la arrogancia de la certidumbre.
Y, volviendo al meollo del asunto, el
matrimonio, en un momento determinado de la novela alguien dice que, en pocas
palabras, el matrimonio no es más que “inmensidad y monotonía”. El amor, por su
parte, lo dice otro de los personajes del libro, es “abrazar el caótico fluir
de las cosas”, sabiendo que la certeza no es más que una historia que crea
nuestra mente para protegernos del dolor de vivir: “puedes elegir tener certeza o puedes elegir estar vivo”.
Nathan Hill se encarga de aclararnos que Wellness no es en modo alguno la historia de su familia y mucho menos la de su matrimonio. En esos agradecimientos finales podemos leer algo tremendamente significativo:
“Una
de las mayores alegrías que supone para mí escribir un libro es poder explorar
cosas curiosas que me llaman la atención, profundizar en temas que me
desconciertan, que me divierten o me asombran. En este libro hay muchas
inmersiones de este tipo. Ha sido un proceso diario de descubrimiento y
fascinación, y me gustaría dar las
gracias de forma generalizada a todos los psicólogos, sociólogos, neurólogos,
biólogos evolutivos, economistas, sexólogos, terapeutas, filósofos, médicos,
científicos de datos y a todos los que trabajan con tanto empeño para
comprender nuestras extrañas, rebeldes, milagrosas y caóticas mentes”.
Para, seguidamente, escribir “Estoy especialmente en deuda con los siguientes libros”, y hablarnos durante páginas y páginas, docenas de ellas, de los libros que ha leído o consultado para escribir esta novela inconmensurable, sabia, lúcida, divertida, sensible y cierta.
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