Se abotona el pantalón después de haber echado una meada caliente y satisfactoria sobre el tronco del roble milenario que se eleva imponente junto a él y al lado de sus compañeros árboles. El roble es aquí la cajiga, ese es el nombre que le dan. Le cuesta ceñir la última de las presillas y entonces cae en la cuenta de que lo que acaba de hacer contradice su habitual meticulosidad en la discreción, su capacidad cotidiana porque obedece a un adiestramiento de años para ocultarse y no dejar rastros, huellas, pistas, señales, evidencias de su presencia de huido en lo más recóndito del paisaje de su tierra santanderina lejana de la capital y lejana del mar que imagina bravo e indisciplinado al otro lado de las montañas que lleva asendereando tanto tiempo ya, cada vez más a menudo solo, antes en compañía del resto de la brigada o de alguno de los otros emboscados, a los que no le gusta llamar guerrilleros y prefiere considerar soldados.
Sale al borde del camino prevenido y atento incluso a
los olores que todavía son los del bosque y se cierra cuanto puede el chaquetón
en torno a su cuello para protegerse de la fría mañana ya iluminada por el sol.
Se detiene de tanto en tanto absorto en la contemplación, con cada uno de sus
sentidos de humano fieramente humano, de cuanto le rodea, más a medida que
avanza resuelto pero precavido hacia el pueblo más cercano donde le aguarda sin
saberlo uno de los miembros de la pareja de la Guardia Civil de la zona,
rutinaria en su olímpico paseo por el territorio que la ha tocado en suerte ese
día de febrero.
Camina sin perder de vista el sendero pero sin
pisarlo, vigila así quién avanza a través de él y al mismo tiempo resulta
ignorado para cualquiera. Difícil será que nadie vaya a transitar a esas horas
por esos parajes con semejante frío, ese que te cala los huesos porque a lo gélido
arrima lo húmedo para desanimar a quien no tenga una obligación ineludible,
como un guardia civil, por ejemplo. Y el caso es que precisamente él se está
acordando de Chin, su amigo desde la infancia en el pueblo común hace ya tanto
tiempo que no acierta a entender cómo es posible que le venga a la mente
incluso con sus palabras de entonces y su rostro de niño con cara de adulto,
tan exacto a los abuelos de la tierruca. Chin, que ingresó en la Benemérita
pocos días antes de que todo se fuera al carajo, en el verano del año 36, el
hijo del herrero y de Martina la de Nisio, la mujer más bella de la comarca y
tal vez aunque eso es decir demasiado del mundo de los vivos. El hijo de
Martina, tan feo y tan poco Martina, pero tan buena persona como no haya conocido
nunca, ni en la guerra ni mucho menos en el interior de estos montes donde se
refugia para combatir por su derecho a una libertad que los vencedores en la
guerra no le van a permitir. Ni a él ni a nadie. A casi nadie, porque la casta
de los de siempre y la nueva laña de los que se auparon con descaro al carro de
la Victoria poseen la libertad que les falta al resto, a la mayoría, no solo a
los derrotados.
Está llegando al pueblo vecino del suyo, donde todo el
mundo le conoce, muchos le temen, algunos le aborrecen y bastantes se apiadan
de su vagabundeo de superviviente. Ha comenzado a llover ese calabobos eterno
aunque no tanto. Cuántas caminatas, cuántas marchas forzadas, cuántas lluvias
sin cobijo, cuántas botas desgastadas, cuánta huida… Cuánta guerra, porque él
sabe que la guerra no ha acabado aun, lo sabe él y lo saben los habitantes del
valle, aunque lo ignoran en la mayor parte del país incluso los que la sufrirán
mientras vivan, porque la guerra durará hasta la muerte del dictador, hasta que
quienes se tuvieron que ir del país puedan regresar todos sin miedo.
Y es su amigo Chin, que no es que sea ahora
precisamente un guardia civil alerta ante su presencia de emboscado, ante su
ausencia de emboscado, el que sale de la tienda solo, de espaldas, despidiendo
al dueño y a la concurrencia luego de haber echado en su interior una
parrafada. Cuando vuelve la cabeza hacia la calle por la que se entra al pueblo
para encaminarse hacia una de sus escasas aceras, Chin presiente o tal vez
incluso huele el aroma de superviviente que se le aproxima apuntándole con su
arma apoyada en la cadera y todo es demasiado rápido como para que el guardia o
él sepan lo que está produciéndose ante los ojos atónitos del otro componente
de la pareja, que sale del colmado a toda prisa al escuchar el grito inicial,
justo cuando se le acerca el sonido del primero de los disparos que inundan ya
el lugar donde la sangre ha comenzado a brotar de Chin, a quien el del monte
todavía no reconoce si no es porque el otro grita el nombre del amigo, el mismo
nombre breve que atruena en la cabeza de él más que el último tiro de la ráfaga
de su subfusil asesino, más que cualquiera de los que hayan salido de ese
chisme que ahora le parece abominable.
[Este texto forma parte
de mi primera novela, Serás mi tumba, publicada por Sílex ediciones en
2023]
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