El escritor cubano Leonardo Padura publicó en 1991 la primera novela de la conocida como Tetralogía de las cuatro estaciones (la segunda suya), que es, a su vez, el arranque de la serie protagonizada por el policía Mario Conde: Pasado perfecto. Por cierto, en la cubierta de aquella novela, el nombre del autor que aparecía en ella era Leonardo Padura Fuentes.
De la característica de novela social que tiene esta
novela de género policiaco, esta maravillosa novela negra, da viva cuenta la
nota del autor que la abre:
“Los hechos narrados en
esta novela no son reales, aunque pudieron serlo, como lo ha demostrado la
realidad misma. Cualquier semejanza con hechos y personas reales es, pues, pura
semejanza y una obstinación de la realidad. Nadie, por tanto, debe sentirse
aludido por la novela. Nadie, tampoco, debe sentirse excluido de ella si de
alguna forma lo alude”.
Demasiado Cuba en Pasado perfecto: menudo
retrato social y de paso político del país que tan bien conoce su autor. Menudo
debut como personaje literario del teniente investigador Mario Conde.
Estamos en el invierno de 1989, en los primerísimos
días de ese año. Pero mejor sepamos cómo es la escritura de Padura, la
extraordinaria escritura de este literato mayúsculo:
“Encontró la mañana
hermosa y tibia que había presentido y era agradable caminar con el sabor del
café flotando todavía en la boca, pero vio el perro muerto, con la cabeza
aplastada por el auto, que se pudría junto al conten y pensó que él siempre
veía lo peor, incluso en una mañana como aquélla. Lamentó el destino de
aquellos animales sin suerte que le dolían como una injusticia que él mismo no
procuraba remediar”.
Conocemos en este debut de Conde a los que suponemos
personajes habituales de lo que será la serie (lo comprobaré a medido que lea
el resto de las novelas, algo a lo que estoy decidido por completo): a su jefe,
el Viejo, el mayor Antonio Rangel (quien “dominaba todas las artimañas para ser
un buen jefe, muy amable o muy exigente a entera voluntad”); su compañero,
subalterno y amigo, el sargento Manuel Palacios (Manolo), “capaz de hacer
agradable la rutina de los días de trabajo solo con su presencia y optimismo”
(llama la atención la aparentemente inexplicable afinidad, salvo para el Viejo,
que los juntó, producida entre “la parsimonia agobiante del teniente y la
vitalidad arrolladora de aquel sargento famélico y con cara de niño”); el
capitán Jorrín, “el más veterano de los investigadores de la Central, una
especie de institución a la que el Conde y muchos de sus compañeros acudían
como a un oráculo en busca de consejos, presagios y vaticinios de comprobada
utilidad: hablar con él era una especie de rito imprescindible en cada
investigación escabrosa, pero Jorrín estaba envejeciendo”; su amigo del alma
desde la infancia, el Flaco Carlos, que “pesaba ahora más de doscientas libras
y se moría a plazos sobre una silla de ruedas”, quien, “en 1981, en Angola,
había recibido un balazo en la espalda, justo sobre la cintura, que le había
destrozado la médula”; la madre del Flaco, a quien Conde quiere diríamos que
casi como si fuera la suya propia; la teniente mestiza Patricia Wong, investigadora
de la Dirección de Delito Económico…
Y, por supuesto, le conocemos a él (“me cago en las
casualidades y amén”):
“Treinta y cuatro años y
dos matrimonios deshechos, dejó a Maritza por Haydée y Haydée lo dejó por
Rodolfo, y él no supo ir a buscarla, aunque seguía enamorado de ella y podía
perdonárselo casi todo”.
Conde, cuya “voz enronquecía por días a causa de las
dos cajetillas de cigarros que despachaba cada veinticuatro horas”. Conde, que
“ya apenas leía y hasta se había olvidado de los días en que se juró, mirando
la foto de aquel Hemingway que resultó ser el ídolo más adorado de su vida, que
sería escritor y nada más que escritor y que todo lo demás eran acontecimientos
válidos como experiencias vitales”. Conde, que lo que quiere escribir (“porque
uno debe escribir sobre lo que conoce”) es “una historia sobre la escualidez,
algo que fuera muy escuálido y conmovedor”, una “novela muy escuálida, muy
romántica y muy dulce”. Conde, con diez años de experiencia policial en La
Habana, a quien esos “diez años revolcándose en las cloacas de la sociedad
habían terminado por condicionarle sus reacciones y perspectivas”. Conde, cuya
“canción preferida siempre fue Strawberry fields forever, que había
descubierto un día inesperado de 1967 o 1968” y cuya “melodía era la bandera de
sus nostalgias por un pasado donde todo fue simple y perfecto”. Conde, que dice
ser policía “por dos razones: una que desconozco y que tiene que ver con el
destino que me llevó a esto”, y la otra “porque no me gusta que los hijos de
puta hagan cosas impunemente”.
“Mario Conde miró otros
laureles, los que inauguraban el Paseo del Prado, muy cerca del mar, y se
repitió la pregunta. De la boca de la bahía se levantaba un viento cortante que
lo obligaba a mantener las manos en los bolsillos del jacket, pero
necesitaba pensar y caminar, perderse entre las gentes y esconder su alegría
pírrica y su frustración de policía satisfecho por descubrir la maldad de los
otros”.
Dice de sí Conde (a quien a menudo le llaman El Conde)
que “el encabronamiento se está convirtiendo en mi estado psíquico normal”, que
sabe “que sí, que la felicidad podía ser muy cara”, y también que los años “me
están pasando por arriba y están acabando conmigo y con el plazo de mis
sueños”.
“Se dijo que nadie
pensaba en la muerte, y por eso podían seguir viviendo, amando, corriendo,
trabajando, ofendiendo, comiendo, incluso matando y pensando”.
Mario Conde, atento a “los latidos incontenibles de
una ciudad que él trataba de hacer mejor”.
Porque “vivir es la profesión más difícil del mundo”.
Comentarios
Publicar un comentario
Se eliminarán los comentarios maleducados o emitidos por personas con seudónimos que les oculten.