No puedo recordar aquel domingo de junio del año 1964 en que la Selección española de fútbol ganaba en el Santiago Bernabéu delante de Franco a la Unión Soviética la final del Campeonato de Europa de equipos nacionales y yo me puse a caminar, torpemente, por primera vez, en medio de la algarabía y el señalamiento de mi padre, o quizás de mi abuelo, que gritaba el uno o el otro, quien fuera, creo que mi padre: elniñoestáandandoelniñoestáandando.
Quizás sí me viniera a la memoria, si quisiera ella (y quisiera yo), cuando mi abuela Isabel abría su monedero para pagar al peluquero. Sería sábado. Por la tarde iría yo a jugar al fútbol cerca del Butsir con los amigos de mi tío Antonio. Será la tarde en que el abuelo Ricardo jugó de portero. Nada queda de aquella guerra en los ojos de Isabel. Tampoco en los de Ricardo. Villaverde era como viajar a un planeta que olía al jabón de manos del lavabo de mis abuelos. Un planeta donde se bailaba a los Beatles con los ojos cerrados.
Veo ahora a mi padre que me tiene cogido en brazos,
que baila con mamá en una boda, que fuma un puro, que lee el periódico, que nos
manda a la cama (a mí y a mi hermano), que me lleva al cine, sesión continua:
caminamos juntos, vamos al Retiro, me manda a por el periódico, me lleva al
fútbol a ver al Moscardó, me regaña, vamos al Rastro, me forra los
libros del cole, me escucha, me habla con una brizna indeleble de autoridad, me
lleva al fútbol a ver al Atlético Madrileño, ve la tele, me compra un tebeo, se
pone a montarme un coche teledirigido, coge en sus brazos a mis hermanos, nos
lleva a Suances en tren, me hace los trabajos manuales del cole, subimos al
autobús, nos vamos a ver a los abuelos, nos trae de Suances en tren, vamos a la
playa, juega conmigo al fútbol, me dispara a portería fuerte, le da al balón
con estilo, subimos de la playa, vamos a los cines de Suances, se deja bigote…
Debo de tener cinco años, pocos me parecen, pon seis.
Siete… Es que tú juegas de defensa. No, dijo eres defensa. Eso,
defensa. Así me bautizó futbolísticamente aquel mayor en el que fuera probablemente mi primer partido de fútbol. Mi
debut internacional, mi estreno nacional y local. Defensa en la plaza de San
Víctor. Vaya estreno. Y sin tocar el balón, que yo recuerde… Supongo que los
mayores echarían a pies mientras algunos observábamos cómo se repartían los dos
equipos, imagino o recuerdo o creo, yo qué sé, que alguno de ellos me miraría y
me diría túquieresjugar? Y yo le diría bueno y él diría
ehestevaconnosostrosquesomosunomenos. Y ponte aquí me ordenaría para delimitar
muy claramente mis escasas posibilidades de intervención en el partido, para
dejarme claro mi carácter vicario, qué digo, gregario, en todo aquello, para
que yo no tuviera duda de que iba a ser poco más que un bulto, el de un niño
que iba a jugar con los mayores sólo porque a los mayores les faltaba uno para
equilibrar el ya de por sí desequilibrado status quo del encuentro de barrio
que iba a dar comienzo. Que, de hecho, ya había comenzado. Y tuve suerte de que
no me mandaran ponerme de portero. Se conoce que dos chavales ya habían
decidido irse con sus guantes hacia las porterías para defenderlas, para parar,
sí, para parar. Porteros. Y las porterías, que no serían otra cosa que un
dibujo imaginario sin larguero y sin postes de verdad, bueno sí, con las bases
de los postes hechas con abrigos doblados o, si no hacía frío, con algún adoquín,
alguna piedra. Porteros y postes, defensas, y los mayores regateándose y
chutando ya desde hace un rato. En mi debut. ¿Sería verano? ¿Habría acabado ya
el cole, el curso que fuera, quinto, sexto de EGB? Creo recordar que frío no
hacía, era antes de comer eso sí. ¿O ya había merendado? ¡Qué más da! El
partido hacía ya un rato que había empezado, más de diez minutos seguro, y,
claro, a mí no me pasaba el balón ni Dios, ni yo conseguía quitárselo a nadie,
bastante tenía con no llevarme un balonazo o un coscorrón… o una patada. Pero
molaba. Aquello molaba. Estaba jugando al fútbol, bueno, es un decir, estaba
participando en un partido de fútbol aunque nadie me echaba la pelota, y creo
que ni la había tocado, porque en el barullo la casualidad tampoco me era favorable.
Y, entonces, le dije al mayor que me había preguntado si me apetecía jugar: jo,nadiemepasaelbalón.
Se lo debí decir como lo que era, como lo que era yo aquella mañana quizás de
final de septiembre o de junio de cuando aún los niños llevábamos pantalón
corto obligatoriamente al menos en
primavera y en verano, y yo aquella mañana era eso, todavía, un niño, un niño
que hacía preguntas cuando las cosas iban mal dadas o cuando algo no encajaba
en ese débil mundo que los adultos no se habían atrevido todavía a mostrarnos.
Jo-nadie-me-pasa-el-balón.
Y a jugar, a correr, a patear pelotas que no sirven
para el fútbol pero que sí sirven para que aprendamos a jugar al fútbol, a
sortear zanjas y a esconderse en ellas, a caerse en su interior si se tercia, a
arañarse con las paredes toscas adrede de los agujeros en las calles de mi
barrio, que ahora sé que es de La Chopera pero que nosotros ampliábamos y
denominábamos de Legazpi, con la chulería inevitable de un madrileño que se
precie de no ser de ningún sitio más que del que son sus amigos, sean estos de
donde sean…
De críos, en mi barrio, que ya entonces era capaz de
alargarse hasta el campo del Moscardó, en Usera, y al del Atleti, en… bueno más
allá del parque de la Arganzuela, en mi barrio, digo, o se era del Madrid o se
era del equipo del Calderón… o del Bilbao (nadie decía del Athletic, habría sido un lío y habría sido imposible de
pronunciar para un chaval como nosotros). Los había del Barsa, pero sólo desde
que en el 73 vino Crujff o como se escriba e incluso por entonces se lo
callaban (no habían salido del armario, vaya). De críos, en mi barrio reinaba
Gárate y reinaba Luis (nadie le añadía su apellido), reinaban Pirri y Amancio.
Pero lo más importante era jugar al fútbol, correr como pollos sin cabeza o
como Velázquez (el 10, no el pintor) tras una pelota que a veces era un balón y
esperar a crecer para que nadie te pudiera decir noteecholapelotaporqueeresdefensa.
Había canciones para la victoria y había canciones para la derrota, había
canciones con la misma letra para reírnos de los del Atleti y que ellos se rieran
de los que éramos del Madrid. Ya me he delatado. Sí, soy del Madrid, muy
probablemente porque mi tío Antonio lo era, como mi padre, pero también cabe la
posibilidad de que me resultara imposible mirar para otro lado cuando me enteré
de que el Madrid era el mejor equipo del mundo.
Corro y las piernas se me hacen de lana. Corro hacia
la plaza donde juegan mis amigos al fútbol desde hace ya casi diez minutos, o
más, y no veo la forma de llegar al partido. Corro porque el tiempo es un bien
preciado y lo he malgastado en uno de esos recados de ir a donde Juanito a por
harina, que se le ha olvidado a mi madre cuando ha ido a la compra al mercado,
y siento que los minutos son horas que son días que son un año de mi vida de
niño aprendiz de todo. Corro y me tropiezo y me caigo y me hago algo de daño
que no siento porque el dolor no existe cuando uno va a jugar al fútbol con los
amigos tras salir del cole por la mañana, antes de ir a comer para volver por
la tarde otra vez al cole, a eso de las tres. Corro y el exiguo tramo de la
calle Guillermo de Osma se me hace una estepa rusa infinita. Corro y acabo de
pasar la tienda de ropa de Gadea y llego al portal de Bayo pero aún no a la
tapicería que está junto al portal de Juli, donde la huevería de la Pepi. Corro
y ya estoy cerca de la esquina para encarar la calle Domingo Pérez del Val que
se vuelve a hacer tan larga como una carretera hacia el final del mundo
conocido, y la doblo y las piernas son más de lana que cuando aún estaba en la
plaza de la Beata María Ana de Jesús, de ese portal 9 de donde he salido, tras
bajar las escaleras de mi casa, hacia la calle que es el universo donde se
juega a las bolas, a las chapas, a la dola, al burro, al fútbol…, donde se
juega a la vida, antes de que la vida sea vivir y crecer y ver de cerca a la
muerte y a la propia vida. Corro y ya llego al rectángulo de setos que antecede
a la plaza de San Víctor donde mis amigos llevan una eternidad jugando un
partido de fútbol y mis piernas parecen las de un personaje de dibujos animados
y son una rueda furiosa a punto de ser llama y no consigo que broten las
palabras mágicas que dicen yahellegaoconquiénvoy? Un grito de guerra que
es pregunta y que es pura retórica de niño ardiendo de fiebre por ser ya el
delantero que marca el gol definitivo antes de subir a comer para contárselo,
con la boca llena de sesos rebozados, a su madre y a sus hermanos pequeños que
le miran como una especie de héroe hecho a la medida de su edad de niños
pequeños.
Fútbol y Juan Bau. Y Los Puntos. Re, del Español, y
Amancio y Gárate.
La Flecha de Oro ya no existe, ya no está en la plaza de Cascorro, donde durante muchas décadas del siglo XX vendió ropa deportiva desde ese lugar emblemático de Madrid. En La Flecha de Oro compramos mis amigos y yo nuestra primera equipación deportiva, y ya no sé si nos llamamos El Rayo Negro (sí, El) porque las camisetas tenían una franja transversal de color negro de hombro izquierdo a cadera derecha o si las compramos así porque nos queríamos llamar El Rayo Negro. Tampoco estoy seguro de que el día que fuimos a comprar aquella ropa fuera un día del mes de enero de 1976, recién muerto o casi Franco. ¿Y por qué digo lo de enero del 76? Muy sencillo. En enero de 1976 soldados del Ejército sustituyeron a los huelguistas del metro que se negaron a conducir los trenes del subterráneo de Madrid en aquellos meses convulsos y decisivos. Y, en mi memoria, el día que fuimos a comprar nuestras primeras camisetas de equipo de fútbol como Dios manda quienes conducían y se ocupaban de los vagones del metro eran militares, soldados vestidos de soldados y con aspecto de soldados. Claro, que hay un par de cosas que no me cuadran. Una, que aquel enero de 1976 yo tendría 12 años, a punto de cumplir los 13, eso sí, pero pocos años para poder ser la primera vez que efectivamente salía a otros barrios solo, sin mis padres, y montaba en el metro solo, sin ellos, en compañía de Santi, de Toni, de Bayo, de Alberto, de Pepe… En una algarabía en mi caso al menos de disfrute y de recién ganada libertad de hombre en ciernes. Y dos, que no recuerdo que hiciera frío cuando subimos al remate de El Rastro que es la plaza dedicada al héroe de Cuba, allá por el barrio de Lavapiés; más bien creo que era una tarde de primavera, no sé a ciencia cierta si una tarde de sábado o de viernes, con las clases semanales ya acabadas en cualquier caso. Pero si yo recuerdo soldados en los vagones del metro que abrían y cerraban sus puertas, es que los había y, si no, me da igual, porque esto es un cuento y en los cuentos uno sólo se preocupa de que quien los lea sepa que lee un cuento y se deje embaucar por la apariencia de realidad indestructible que sólo los cuentos o las novelas atesoran. Aquella tarde habíamos quedado en la boca del metro de Legazpi, en la que está cerca de mi casa, todos los que jugábamos en el equipo de fútbol que íbamos a apuntar a la liga del barrio organizada por aquel señor a quien decíamos seglar porque tenía no sé qué que ver con la parroquia de la Beata. Y que no me acuerde del nombre de aquel auténtico santo que a tantos tanto bien nos hizo… Bueno, sigo. O, mejor, acabo. Subimos a aquellos vagones que nos parecían un cohete espacial, por lo menos a mí que, ya digo, por vez primera entraba en ellos sin ninguno de mis padres, y nos detuvimos en la estación de Embajadores desde donde nos encaminamos a Cascorro, resueltos, felices como los niños que no queríamos ser pero sí éramos, riendo, gritando y creyéndonos invencibles. Y en aquella tienda una mujer muy amable y paciente nos mostró las camisetas y la vimos, vimos aquella maravilla amarilla y negra, indudablemente única y perfecta. Y le pedimos quince. Y nos bajamos andando al barrio resueltos a ser ya un equipo de fútbol pletórico. El equipo pletórico que muchas veces fuimos y muchas no.
Maier, Vogts, Schwarzenbeck, Beckenbauer, Beckenbauer sí, Beckenbauer, Bonhof, Hölzenbein, Wimmer… Vestidos de chándal, de chándal Adidas de aquellos tiempos, un chándal Adidas entre gris y azulito, de algodón, no de esos plateados color acero más recientes. Todos allí, de pie, junto a los límites del campo A, en el parque de la Arganzuela. Hace tantos años, y en realidad fue hoy. Hoy los tengo ahí, mirándonos jugar al fútbol. A nosotros. Miro a los campeones del mundo que van camino del campo del Atleti, o que vienen de allí, del estadio de fútbol tan cercano a nuestro campito, donde ahora estamos haciendo lo que teníamos que hacer: quedarnos mirándoles a ellos, a los mejores futbolistas del momento, al equipo que iba a jugar esa tarde contra la Selección española de Iríbar, de Santillana y de un jovencísimo Camacho. Paramos el juego, nos olvidamos de la pelota y sin mirarnos apenas, sin hablarnos, nos plantamos embobados ante los dieciséis jugadores de la Selección alemana de Fútbol, la selección de la Alemania Occidental, que por aquel entonces había otra, otra Alemania, la comunista, la Oriental, que se llamaba a sí misma Democrática con la desfachatez de los que miran para otro lado, ja, Democrática. Dejamos de jugar al fútbol para contemplar el fútbol. Que nos contemplaba a nosotros. Aquella misma tarde de abril de 1976, cuando el futuro estaba a punto de llegar a España, los que dejamos de jugar al fútbol para ver a los campeones del mundo fuimos a ver a los campeones del mundo contra el equipo de nuestro país, fuimos a ver un partido presidido en el palco por el rey de España, que estaba acompañado por alguien que seguramente no nos imaginábamos ninguno de nosotros que iba a ser Suárez, que ya era Adolfo Suárez, y que entonces era ministro del primero de los gobiernos de Juan Carlos de Borbón, quien acudió a aquel partido, lo veo ahora en la web de RTVE, con su hijo, el futuro Felipe VI que presidirá muchos años después una final de Copa en mi relato “Gadafi”. Un cuento que habría de escribir muchos años después de aquellos días del pasado que no quiero que se vayan nunca del todo. Me embalo, lo sé, y recito ahora todos vuestros nombres como versos de un poema arcano y poderoso: Sepp Maier, Berti Vogts, Bernhard Dietz, Hans-Georg Schwarzenbeck, Franz Beckenbauer, Rainer Bonhof, Bernd Hölzenbein, Herbert Wimmer, Erich Beer, Dietmar Danner y Ronald Worm, además de Rudolf Kargus, Peter Reichel, Bernhard Cullmann, Hans Bongartz y Klaus Toppmöller. Y fuimos a ver jugar contra nuestra Selección a los alemanes de Alemania (algún día os contaré el chiste que en la juventud de mi padre, y de los que eran jóvenes cuando mi padre lo era, debió causar furor a juzgar por las veces que tantos de los chicos de mi edad escuchamos de nuestros padres aquello de alemándeAlemania) porque a todos mis amigos, y a nuestros padres, el padre de Manolo, que entonces era El Gordo, nos consiguió gratis las entradas para ir al Vicente Calderón aquella tarde madrileña de primavera, al estadio junto al río Manzanares, en los límites de mi barrio, cerca del campito donde aquella mañana habíamos detenido nuestro fútbol de barrio para ver cómo los campeones del mundo nos miraban jugar a nuestro fútbol reglamentario de barrio, con árbitro y todo. Nuestra Selección, la española, a la que nadie llamaba aún La Roja, y que era sólo eso, la Selección por antonomasia, eso sí, aquella tarde de abril del año 76 alineó a Iríbar y a Sol y a Benito y a Capón y a Migueli y a Camacho y a Quini y a Villar y a Santillana y a Del Bosque y a Churruca con Alabanda, Satrústegui, Miguel Ángel y Solsona de suplentes. No recordaba cómo había acabado aquel partido en el campo del Atleti hasta que me puse a buscarlo con Google, y tampoco puedo recordar cómo quedó aquel partido en el que los campeones del mundo se detuvieron para vernos jugar en el campo A del parque de la Arganzuela contra quienes tampoco recuerdo que jugábamos. Eso, eso me va a costar más encontrarlo en Internet. Creo.
El fútbol. Mira que sale el fútbol en mis cuentos. Y
las chicas. Y la música. Y los juegos callejeros. Mira que sale mi barrio en
mis cuentos. Y mis amigos. Y la historia. La historia del presente. Manolo
jugaba bastante bien al fútbol, siempre con una sonrisa dibujada amable en su
rostro. Quique no jugaba bien al fútbol, pero a su extraordinaria buena
voluntad añadía dos cosas que le hacían ser un jugador mucho mejor de lo que en
realidad era: una gran condición física, una gran y buena condición física, que
le dotaba de resistencia y de cierta rapidez, y, sobre todo, saber qué era lo
que sabía y saber qué era lo que no sabía hacer y no hacer nunca ni intentarlo
siquiera lo que no sabía hacer. Y yo, bueno, lo mío con el fútbol… mejor lo
dejo para otro cuento. De mi hermano Richard sólo puedo decir aquí que cuando
jugaba con él prefería que jugara en mi equipo aunque sólo fuera por no chocar
con su cuerpo, no demasiado grande, no demasiado fuerte pero sí contundente,
eso es, contundente.
El barrizal en Balaídos hacía verdaderamente imposible
la disputa del balón en aquellos partidos de fútbol que veíamos resumidos en
Estudio Estadio. Bueno, en Estudio Estadio y en el bar Goype. Y en el
escaparate del SEARS de mi barrio, donde Manolo, Quique y yo arrimábamos un
banco de la calle para ver de cerca los goles de Juanito, y quizás los de
Quini, en las pantallas de las teles que vendían. Y en Las Gaunas. El barrizal,
digo. Y en San Mamés, y en el Sardinero, y en el Molinón. Y a veces hasta en la
Rosaleda. No es que fueran tiempos de lluvias, no. Eran tiempos de terrenos de
juego mal drenados, algo que ahora con toda la pasta que mueve el fútbol ya no
se da. Tiempos de la amistad de los barrios. Tiempos de Manolo, de Quique, de
Rodolfo, de Bayo, de Juli. Tiempos de rock y de fútbol, de las primeras chicas.
Tiempos del Pelos y su melena. De Pepe. Los años que no sabíamos o hemos
olvidado que lo sabíamos que en la Argentina donde los argentinos ganaban su
primer Mundial, de fútbol, claro, algunas personas, demasiadas, eran lanzadas
desde aeronaves al frío océano, vivas o muertas; los años que contenían aquel
año 78 de cuando la dictadura militar argentina compró a los peruanos para
poder reivindicarse entre los suyos y entre el mundo ajeno a su horror como lo
que no era. Fueron los años en que a Quique las chicas algunas veces le
piropeaban por la calle, al mismo Quique que regresó de una fiesta confuso
porque creyó que la chica a la que había besado quizás no era ni su tipo ni
siquiera lo necesariamente guapa como para invitarla al cine o a una cerveza.
Eran aquellos años en que en mi país, en mi barrio también, acababa por fin,
aunque nosotros no lo entendíamos bien, la Guerra Civil de los cojones. Aquella
guerra que entonces se nos decía que hacía muchos años que había terminado.
Falso. Aquella guerra que ni a mis amigos ni a mí nos preocupaba lo más mínimo
ya, aunque sabíamos que Franco debería haber muerto mucho antes, y con él su
dictadura torpe y de angustias. En definitiva, tiempo de la juventud a las
puertas. Fútbol, las primeras músicas y aquellas chicas que hacían de nosotros
idiotas subidos a lomos de enanos. El fútbol de la Liga española que, ya digo,
veíamos de vez en cuando los lunes ya anocheciendo en los televisores a la
venta del SEARS que hacía esquina en la plaza de la Beata con la calle
Embajadores, junto a lo de los plátanos del padre de Mariano. El caso es que
llevo varios días intentando hacer memoria de algo que hacíamos Manolo, Quique
y yo cuando veíamos aquellos estudioestadios pero no logro acordarme. Ni bien
ni mal.
Aquel día íbamos a jugar al fútbol escuchando a los
Rolling Stones, pero no a los Bítels, la Massiel ni al Al Bano. Lo de jugar es
un decir, o bueno sí, un poco sí que jugábamos al fútbol. El caso es que íbamos
a jugar al fútbol a la Casa de Campo. Era cuando Pepe el Atleti era nuestro
entrenador. Entrenador entre comillas. O como a mí me gusta, en cursiva: Pepe
el Atleti. Ya estoy otra vez con esa manía de mezclar memoria y ficción,
mejor dicho, de escribir ficción haciéndome creer que todo viene de mi memoria.
Es decir, de la ficción con la que creo recordar lo que seguramente viví. Eran
aquellos tiempos de transición entre los tiempos del olvido esculpidos sobre
recuerdo intimidante en piedra y los tiempos del recuerdo para poder olvidar si
se quiere. También los tiempos de crecer en paz sobre los cimientos de un
horror ignorado. Nuestros tiempos de ir en metro a la Casa de Campo a jugar al
fútbol. Y sí. Sí que jugábamos al fútbol. De hecho, aquel día que íbamos a
jugar al fútbol escuchando a los Rolling Stones (es una forma de hablar) íbamos
porque vendrían a vernos unos ojeadores del Real Madrid. Sólo se llevaron a
Rafa, que era el peor. Claro que, qué sabíamos nosotros de fútbol. Si solamente
lo jugábamos. Lo de ir escuchando a los Rolling Stones tiene una explicación.
Te la debo.
[Este texto es el resultado de seleccionar determinadas partes de mis cuentos más reales con el fútbol como protagonista]
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