He leído con gusto si bien con algo de decepción final la decimotercera novela del escritor español Fernando Aramburu, titulada El niño, que es además el cuarto libro de su serie Gentes vascas y apareció en los primeros meses de 2024.
Trataré de explicar lo de la decepción. También lo de leer con gusto a
Aramburu, el autor de la inconmensurable Patria.
Por cierto, comienza Aramburu por advertirnos del principal ardid literario
de la novela (como si el ardid no fuera suyo):
“Los lectores de este libro encontrarán
una decena de pasajes en los que la novela, si no he entendido mal, pretende
glosarse a sí misma. Quien ahí se expresa en primera persona es el propio
texto, consciente, según él mismo afirma, de consistir en un conjunto de
palabras transmisoras de una historia. En ocasiones se permite dirigir algún
que otro reparo a quien lo escribe, cosa que, hecha en público, no ha de
resultar por fuerza agradable al aludido”.
Una novela (realista, para algunos costumbrista, de las de toda la vida)
glosándose a sí misma. Vaya, vaya… […] Una novela en la que, cómo no, juega
algún pequeño papel la tan traída y llevada memoria (no hablo de la histórica,
no):
“Ya sabemos que la memoria funciona
por su cuenta. Oscila entre olvidar y recordar, y en el fondo se alegra de no
tener un control directo de sus recuerdos. Aprender a vivir con ellos ha sido
en todos estos años uno de sus mayores desafíos”.
Escuchemos al texto que pone (en cursiva, eso sí) reparos a quien lo
escribe:
“Yo no me veo sino como un
humilde texto partido en secuencias, una suma de palabras dispuestas de tal
modo que contengan significación. Ni siquiera me es dado escudarme en la
coartada del estilo. Comparaciones audaces, metáforas brillantes, abundancia de
tropos en mí no se hallarán, aunque tampoco soy o creo ser el resultado de lo
que sale de una churrera de prosa funcional”.
Ese texto nos da el contexto del triste libro, de esta novela empeñada en
que al leerla recreemos y de alguna manera sintamos (como nos ayudan y enseñan
las novelas a hacerlo) el dolor de sus personajes: su vacío, su pérdida, su
desesperanza, su incapacidad para comprender no ya el futuro, sino el presente
del que son brutalmente arrancados.
“Ayer su madre, su padre, dieron
un beso al niño, conversaron con él, lo condujeron de la mano, y ahora esa
criatura que atesoraba tanto futuro está ahí tendida en la morgue de un
hospital, muerta, muerta del todo; más muerta, imposible. Dentro de unas horas
comenzará la descomposición natural del organismo y pronto el niño será tan
sólo una imagen convocada con pena al pensamiento; unas fotografías, ¿te
acuerdas?; un nombre pronunciado en la soledad teñida de nostalgia o esculpido
en una lápida que irán desgastando sin compasión la intemperie y el tiempo.
El 23 de octubre de 1980 cayó en
jueves. Cincuenta alumnos de entre cinco y seis años, además de tres adultos,
perdieron la vida como consecuencia de una explosión de gas propano en un
colegio de Ortuella. Yo, esto, como incontables textos que me precedieron, lo
puedo y acaso lo debo testimoniar. Para ello basta una cantidad determinada de
palabras que nombren y describan. No logro, sin embargo, librarme del temor de
incurrir a mi pesar en la obra de arte, en la demasía literaria, y terminar
componiendo un librito con aspecto de novela, el cual podría correr el albur de
suscitar en los posibles lectores aprobación e incluso elogios a costa de una
tragedia que supuso un mazazo atroz en la vida de numerosas familias”.
Es el texto mismo el que desea que quien le escribe no exagere todo
aquello, no lo frivolice ni lo desvirtúe “derramando sobre mí
sensacionalismo verboso y artificios literarios propios de un cronista
insincero”. Y no, Aramburu, que no es ningún cronista insincero ni un
frívolo que se vale de la sobredimensión del horror para mecernos en él sin
tapujos pero sin añadidos insensibles y tramposos, lejos de desvirtuar aquella
realidad la convierte nada más y nada menos que en literatura. Literatura
probablemente necesaria.
Es El niño “el relato de vivencias individuales, íntimas,
intransferibles”, en absoluto un “seco reportaje” y mucho menos “un
tratado historiográfico”, en el que a los lectores no nos es dado “separar
lo inventado por el autor, a menudo de forma involuntaria, y el testimonio
verídico”. Como la novela que es. La novela corta que es, carente de “análisis
abstrusos relativos a la psicología de personajes o a la situación social de la
época”, sin que, eso sí, dejemos de apreciar la hondura psicológica de
aquéllos o comprender esencialmente la sociedad en la que viven. Una novela que
vuelve a evidenciar “que la vida no se detiene” y también “que hoy le arrea un
palo al uno y mañana se lo arrea al otro, y no hay más argumento”. Una novela
de Aramburu, en suma, que nunca escribe (aquí también lo dice, lo dice su texto)
“con responsabilidad historiográfica”, ya que “su materia de trabajo
no es la verdad, sino la suma de detalles que le permita una representación
coherente de vidas privadas”. Lo malo es cuando esas vidas privadas dejan
de tener interés antes de que la novela acabe. Y eso, eso es lo que me ocurrió
a mí: por eso aquello del algo de decepción final del principio de mis
palabras sobre El niño.
[…]
Este texto
pertenece a mi artículo ‘El niño de Aramburu: el gusto y la decepción’,
publicado el xxx de mayo de 2024 en Letras 21, que puedes leer
completo EN ESTE ENLACE.
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