Tal vez la Historia sirva también como consuelo. Tal vez sirva para entender a los demás (y a nosotros mismos). Tal vez nos sirva a los humanos como guía. Pero seguro que sirve para hacernos más sabios, en el sentido de imaginar qué puede ocurrir cuando hagamos algo que ya ha sido hecho con anterioridad. Ojo, hablo de imaginar lo que puede ocurrir, no de saber a ciencia cierta lo que va a ocurrir si hacemos algo concreto.
“La Historia es una herramienta de
perfeccionamiento de la humanidad.”
¿Qué hay de
cierto en ello? Para el historiador José Luis Gómez Urdáñez, que es
quien tal cosa afirma, la Historia “sirve para conocer el camino que la especie
ha recorrido en su lucha contra la naturaleza hostil y contra el instinto
animal del que no puede desprenderse”, es la única disciplina humana que nos
“enseña que se puede hacer frente a la tragedia de vivir” por medio de la cultura, “que no es sino el triunfo de la vida social sobre el
instinto individualista de la supervivencia. Cuando el recuerdo de ese
logro, repetido en miles de experiencias comprobables a lo largo de miles de
años, forma parte del proyecto social de
los seres humanos que quieren seguir viviendo en sociedad y
perfeccionándose éticamente –fabricándose como personas–, la Historia demuestra
su valor y su utilidad.”
La practicidad de la Historia, en palabras de otro historiador español, Enrique Moradiellos, “se apoya sobre una necesidad social y cultural: la exigencia operativa en todo grupo humano de tener una conciencia de su pasado colectivo, [pues] la conciencia del pasado es un componente inevitable de su presente”, es una pieza clave para la supervivencia de las sociedades humanas. El propio Moradiellos cita en uno de sus libros dedicados entre otras cosas a la utilidad de la Historia (Las caras de Clío. Una introducción a la Historia) al escritor venezolano Arturo Uslar Pietri, quien en 1970 escribió un artículo titulado “¿Qué nos importa la guerra de Troya?” para Revista de Occidente donde sentenciaba lo siguiente respecto de la incomodidad de desconocer el pasado o carecer de él:
“Vivir sin Historia es lo mismo que vivir sin memoria […]. Condenar a
cada generación o a cada hombre a partir de cero […]. Robinson Crusoe pudo
sobrevivir en la isla porque llevaba consigo su pasado. Un Robinson desposeído
del pasado y lanzado a la isla del pleno presente estaría condenado a perecer”.
[…]
Dado que
nuestro oficio es un instrumento de análisis social, debería servir, como
defiende el historiador español Josep Fontana, “para denunciar aquello
que necesita ser cambiado.” O, como aún más audazmente apunta otro historiador
español, Marc Baldó Lacomba, “para transformar el mundo” si usamos de
ella su función comprometida de crítica de la experiencia humana, y no su
vertiente justificativa y reproductora del orden social establecido.
Sobre esto,
por cierto, sobre la instrumentalidad de la Historia, sobre su función política
y social, no sólo los posmodernistas sino también alguno de sus detractores, como el filósofo de la
Historia neerlandés Chris Lorenz, tienen algo que decir, pues para los
unos y para el otro el conocimiento
histórico cumple esa doble función social y política. Lorenz me enseñó a
distinguir a este respecto entre dos tendencias interpretativas sobre la
funcionalidad de mi oficio: por un lado, están los objetivistas, que defienden “la idea de que la objetividad en la
Historia ha tendido a restar importancia a sus funciones prácticas”; y, por
otro, tenemos a los relativistas,
defensores de las funciones prácticas de la Historia y tendentes a restar
importancia a su objetividad. Los unos, Lorenz entre ellos, entienden la
Historia como buscadora de la verdad. Los otros, los posmodernistas,
básicamente, creen que la disciplina de los historiadores “está condicionada al
mismo tiempo por influencias culturales, ideológicas y políticas”. Estos
últimos, los relativistas, se inclinan más que los otros, los objetivistas, por
la creencia de que “la Historia cumple funciones legitimadoras e instrumentales
en la política y la ideología”. Aunque Lorenz reconoce la función social y política
de la Historia, considera que la Historia legitimadora e instrumental se
diferencia de la Historia científica en que “cada vez que la historia es
utilizada de manera instrumental y legitimadora se torna servil a otros
objetivos a expensas de la supremacía de la evidencia y de los métodos”.
El uso
público de la Historia, en especial su uso político, “puede decirse que nació
con el nacimiento de la Historia como actividad de conocimiento”, como afirmara
el historiador italiano Nicola Gallerano. Así lo atestiguaron Tucídides,
Maquiavelo, Luis Vives, Voltaire y tantos otros: prueba de ello fue la
existencia misma de los cronistas regios, pura “historia por encargo”, como
dijera el historiador español Juan José Carreras. Hasta Jean Mabillon,
el fundador de la crítica histórica, fue un erudito a sueldo del rey francés
Luis XIV. Karl Marx escribió aquello de:
“Hegel dice en alguna parte [no es cierto] que todos los grandes hechos y
personajes de la historia aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se le
olvidó agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa”.
Hegel, no
obstante, sí dijo que “lo que la experiencia y la Historia enseñan es que ni
los pueblos ni los gobiernos aprenderán jamás nada de la Historia”.
Sigo a
Carreras en su recorrido por la historiografía analizando el uso público de la
Historia. Llego con él al siglo XIX. Lo que ocurre en esa centuria es que se va
más allá y la política pasa a ser “una dimensión constitutiva de la Historia
con los mismos títulos que su dimensión cognitiva”. Más que de un uso político
de la Historia podríamos hablar de un uso histórico de la política. Es
entonces, en el siglo liberal, cuando
se produjo, como sabemos, el nacimiento de las historias nacionales. La
Historia se escribía para ser útil, para crear una identidad colectiva. Hasta
el final de la Primera Guerra Mundial, y especialmente con ella, “para los
historiadores la Historia era una ciencia, pero el patriotismo era la primera
virtud”. Desde entreguerras y la Segunda Guerra Mundial, el trabajo de los
historiadores llevó a que se distinguiera entre ellos y la Historia. Hoy existe
“una concepción profesional que entiende que el historiador debe ser un
perturbador de tópicos o convenciones interesadas, un intelectual molesto por
su empeño en recordar lo que sus conciudadanos quieren olvidar”. Carreras
recoge en su valiosa obra Lecciones sobre
Historia una cita de Eric Hobsbawm (perteneciente a su autobiografía
aparecida en 2012 y publicada en español un año más tarde como Años interesantes: una vida en el siglo XX)
que encaja aquí como anillo al dedo:
“La Historia está siendo revisada o inventada hoy más que nunca por
personas que no desean conocer el verdadero pasado, sino sólo aquél que se
acomoda a sus objetivos. La actual es la gran era de la mitología histórica. La
defensa de la Historia por sus profesionales es en la actualidad más urgente
que nunca. Nos necesitan”.
Este texto pertenece al artículo ‘La Historia es una herramienta de perfeccionamiento de la humanidad’, publicado el 17 de febrero de 2024 en Nueva Tribuna, que puedes leer completo EN ESTE ENLACE.
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