La discutida autoría del Lazarillo de Tormes; por Ignacio Fontes de Garnica
El pulso entre poetas tradicionales e italianizantes castellanos del siglo XVI se resuelve en tablas, pues ni unos ni otros renuncian a versificar en las formas estróficas del bando contrario… Aunque el lenguaje poético de Boscán y Garcilaso tiene compañeros de viaje de mayor fuste. Veamos las muestras poéticas de unos cuantos.
Hurtado de
Mendoza
Primero, el principal: Diego Hurtado de
Mendoza (Granada, 1503?–Madrid, 1575), hijo del conde de Tendilla
–que rabiaba por no haber podido degollar a los moriscos rebeldes por orden
real– y bisnieto del marqués de Santillana –genética lírica–. Fue el tercer
introductor de lo italianizante en España, con lo que
había entrado en contacto durante los años que fue embajador del emperador
Carlos en Venecia y ante el Concilio de Trento, tras haberlo sido
en Inglaterra. Guerrero, político y, sobre ello, escritor, que, en vez de la
gravedad de Juan Boscán y Garcilaso de la Vega, utiliza a menudo la sátira, el
humor y lo burlesco; de hecho, es el primer autor en cultivar el “soneto sobre
el soneto”, que no deja de ser una ironía sobre la famosa forma estrófica de la
lírica italiana.
Y que vendría a abonar una de las apasionantes historias de la historia de la literatura española: ¿fue Hurtado de Mendoza el autor de La vida de Lazarillo de Tormes y sus fortunas y adversidades, la novela que se convierte en piedra angular de la novela moderna europea? Entretengámonos con ella; enunciemos cuatro versiones sobre la autoría: una que sí, otra que en absoluto, una tercera que desde luego y la cuarta: fue otro.
En Obras de D. Diego Hurtado de Mendoza
coleccionadas por D. Nicolás del Paso y Delgado (Imprenta de El
Porvenir, Granada, 1864), dice el editor, Eduardo de los Reyes:
“En la edición hecha en Madrid, año
de 1844, imprenta de Don Pedro Omar y Soler, se encuentra, bajo la firma del
Sr. D Bonito Maestro, una Breve noticia sobre la novela titulada La
vida de Lazarillo de Tormes y sus fortunas y adversidades, que bien
merece la consideración de ser aquí citada y resumida:
“Generalmente,
dice, se presume que fue el autor de esta novela anónima D. Diego Hurtado de
Mendoza, el que se supone la escribió en su juventud en Salamanca, cuando
seguía sus estudios en aquella Universidad por los años de 1520 al 1530, y que
no se imprimió por los motivos que se dejan conocer. Luego pasó a Italia en la
carrera de las armas, en donde regularmente la leería a algunos amigos, que
habiéndoles gustado se encargaron de imprimirla, sin poner su nombre; lo que se
verificó por primera vez (según Brunet) en Amberes en 1553, en 16º. Como
Flandes era entonces una provincia Española, probablemente se remitirían a
España algunos ejemplares; haciéndose por ellos en Burgos una reimpresión en el
siguiente año de 1554, que debe tenerse por la primera hecha en España: también
en el mismo año se hizo nueva edición en Amberes, en 12º; apareciendo en el de
1555 una segunda parte igualmente anónima, y del mismo tamaño, que regularmente
se encuentra encuadernada junta con la anterior del 54”.
Menéndez Pidal y
Keller
El del en absoluto es nada menos que don Ramón
Menéndez Pidal (La Coruña, 1869-Madrid, 1968), que, con otros –el
hispanista francés Alfred Morel-Fatio (Estrasburgo,
1850-Versalles, 1924), por ejemplo–, rechaza la autoría de Hurtado de Mendoza.
Para don Ramón, “El Lazarillo (…) nos ofrece como una
novedad (a pesar de La Celestina) el cultivo del lenguaje popular
y corriente, en que no escasean las incongruencias gramaticales que consigo
arrastra la viveza de la conversación. Por eso en el Prólogo, el pobre Lázaro,
antes de empezar a referir su historia, disculpa el grosero estilo en que por
fuerza ha de contarla” (Ramón Menéndez Pidal, Antología de Prosistas
Españoles, Espasa-Calpe, Madrid, 1956).
El polígrafo chileno Carlos Keller Rueff (Concepción,
1898-1974), ideólogo del nazismo chileno –por su ascendencia alemana, ya ve
usted: nadie es perfecto y algunos, repugnantes, pero estamos en la
cosa de la ciencia…– es el del desde luego que fue Hurtado de Mendoza. Y
hay que reconocerle –a pesar de lo del nazismo– cierta sorprendente intuición
en sus tesis.
La primera para hacer ver que a pesar de lo que dice
Menéndez Pidal, en realidad no lo piensa, pues al analizar en un sitio el
estilo del Lazarillo y en otro, el de la obra más célebre de
Hurtado de Mendoza, La Guerra de Granada, utiliza prácticamente
los mismos juicios…
Keller reprocha que se hayan impuesto las conclusiones
de los filólogos, sin dejar sitio a las de los historiadores y con las “siete
palabras contenidas al final del primer tratado: ‘Estábamos en Escalona,
villa del duque de ella’”, resuelve el entuerto: “nadie se tomó la
molestia de preguntar: ¿y quién es ese duque de Escalona? (…) si lo hubieran
hecho, toda la inmensa literatura acerca del autor del Lazarillo estaría
de más”. Menos mal, gracias al despiste universal hemos ganado miles de páginas
de magnífica literatura crítica. Él se pregunta sobre aquel duque que “no tiene
que ver absolutamente nada con la novela. No actúa en ella, ni está vinculado
con algún episodio (…) ¿Por qué mencionar, entonces, en este lugar, a un
personaje —el duque de Escalona— que no tiene que ver nada con la acción de la
obra? Pues bien, porque el duque de Escalona es el abuelo materno de don Diego
Hurtado de Mendoza, cuya madre era doña Francisca Pacheco,
hija de aquel dignatario (…) Esta costumbre, de dejar algún testimonio de la
paternidad de una obra literaria anónima, era usual en aquella época, siendo
numerosísimos los casos en que se procedió en igual forma. No es preciso
citarlos, pues son por demás conocidos”. Pues hubiera estado bien, para los
ignorantes como quien firma, que los hubiera recordado…
Pero aún hay más sorpresas: ¿por qué, en vez de
pistas, el anónimo? Porque El Lazarillo de Tormes es, ni más
ni menos, una obra que Carlos I pide a su embajador que escriba, a fin de
contrarrestar las demoledoras 95 tesis de 1517 del agustino alemán Martín
Lutero (Eisleben, 1483-1546), que a Keller le parecen peanuts –“erdnuesse…”,
diría Lutero– en comparación con lo que se dice en el Lazarillo acerca
de las bulas y del mercantilismo de la Iglesia: no se limita al desvergonzado
letrero del bulero Johann Tetzel, comisario del arzobispo
de Maguncia: “Tan pronto suene el dinero en la urna, el alma dará un brinco
—del purgatorio— al cielo”, pues el Lazarillo narra la venta
de bulas eclesiásticas “mediante recursos fraudulentos” y hace críticas ácidas
sobre los bienes de la Iglesia y la pobreza extrema de los curas rurales y la
secularización de las costumbres de órdenes como la de los mercedarios. Crítica
que hubiera sido imposible en los albores del siglo, ni siquiera por un Hurtado
de Mendoza estudiante por los años 20, pues la Inquisición hubiera prendido la
hoguera con los libros del Lazarillo.
La finalidad del emperador, sigue Keller, cuya
apasionada petera mística consistía en reconstruir la fracturada unidad de la
cristiandad occidental, era demostrar a los protestantes que también los
católicos criticaban internamente la estructura eclesiástica y luchaban por su
reforma sin necesidad de meter los dogmas en la pelea. No se sabe si
contribuiría la perdida edición princeps del Lazarillo,
“por los años 1549 ó 1550”, pero Carlos V logró que los protestantes volvieran
a participar en el tercer período de sesiones del Concilio de Trento, en 1551;
victoria pírrica, pues al no obtener éxito, decidió retirarse en 1556… En todo
caso, el éxito del Lazarillo no se produce hasta la
quíntuple edición del libro, las ya conocidas de Burgos, Alcalá, Medina del
Campo y Amberes y la más reciente descubierta de Barcarrota, en Badajoz, todas
de 1554. Y apunta intuitivamente, ¿por qué la Inquisición, al
prohibir su libro en 1559, no persiguió al autor? El anonimato no
era óbice para quienes hacían confesar a cristianos nuevos que habían crucificado
niños cristianos “para judaizar”…: “es evidente: tratábase de una obra que
había encargado el propio rey y que contenía su pensamiento: no se le habría
podido responsabilizar por ella”. De hecho, ante la notable resistencia de la
sociedad, Felipe II (Valladolid, 1527-El Escorial,
Madrid, 1598), de catolicismo integrista y en total sintonía con Roma, tuvo que
autorizar ediciones en 1573, eso sí, censuradas por la Inquisición, por lo que
la gente pasó a denominarlo El Lazarillo Castigado, con la retranca
ingeniosa con vocación milenaria del español (“Don Diego Hurtado de Mendoza,
autor del Lazarillo de Tormes”, en Homenaje a Guillermo
Feliú Cruz, Ed. Andrés Bello, Santiago, 1973).
Se non è vero, è ben trovato… Atractivas hipótesis, sin duda… Pero, claro, por
muy científicos que nos pongamos, ¿podemos olvidar que,
entre crimen y crimen contra la Humanidad, los enloquecidos nazis buscaron en
España con ahínco, sin éxito, el Santo Grial…? Ils sont fous,
diría Astérix, estos nazis…
Y tampoco debemos olvidar que el imaginativo Keller
descarta la autoría, por ejemplo, de fray Juan de Ortega,
otro próximo al emperador, por el expeditivo y ventajista método de matarlo a
los nueve años…: “fray Ortega falleció en 1489, de modo que si hubiera escrito
el Lazarillo mientras estudiaba en Salamanca, la obra lo
habría sido más o menos por el año 1450”. En realidad, el trayecto vital de
fray Juan de Ortega transcurre de 1480 (ca.) a 1568… Acomodó y asistió
al emperador en su retiro de Yuste, para quien preparaba el vino como a él le
gustaba, macerándolo con sen, papilionácea que apreciaba Carlos I por sus
virtudes estomacales. Y el hispanista francés Marcel Bataillon, que manda mucha
tropa crítica, le atribuye la autoría del Lazarillo.
Otros lo identifican con un Juan de Ortega matemático
al que adjudican las mismas fechas vitales: 1480-1568… Un personaje genial,
que, sin formación universitaria, se dedicaba a la enseñanza privada y pública,
aunque no en ninguna universidad, de la aritmética comercial y las reglas de la
geometría y fue autor de un A Tractado subtilisimo d’arithmetica y de
geometria (1512), donde puso a punto un método para extraer raíces
cuadradas mediante una ecuación que el matemático inglés John Pell (1610-1685)
formulará nada menos que un siglo después y que, para los que saben, es
sorprendente, porque en la historia de la Matemática no aparece una solución
general a esta ecuación hasta que la resuelve el matemático francés Pierre de
Fermat (1601-1665), el del teorema inextricable de su nombre (Para quienes
sepan: lo llamado ecuación diofántica de Pell-Fermat: una
ecuación del tipo: x2−Dy2=±1, donde D entero>0 y sin factores cuadráticos…
¿Estamos?). Los lectores me excusarán por no meterme, también y contra mi
costumbre, en este otro charco, odioso para uno, de los números y la exactitud:
vivan el ritmo poético y la duda intelectual.
Pero el Ortega poeta, ¿es o no es el Ortega
aritmético? No para la Comunidad Científica del Proyecto Galileo, que si
también tonsura de fray al Ortega matemático no lo adscribe a la orden jerónima
sino a la dominica, la inquisidora –a la que, como a todos los intolerantes
viscerales, se le escapaba la certitud– y, al fin, ofrece hipótesis distintas
sobre el trayecto vital del genio numérico: en vez del 1480 (ca.) y
1568 del poeta, el Madrid, antes de 1512 y probablemente en España, después de
1542)… O sea, que quién sabe…: una cereza trabada con otra que se saca del
mismo cesto sin fondo de las historias de la Historia de un territorio mágico,
el que Manuel Velasco, periodista contemporáneo, define
con finura granadina, andalusí, como el País de las Maravillas…
Navarro Durán
La cuarta posición, la del fue otro, muy actual, la representa la profesora Rosa Navarro Durán (Figueras, Gerona, 1947), catedrática de Filología Hispánica de la Universidad de Barcelona, que tras ardua investigación a la que dedicó y sigue dedicando años de trabajo, concluye que el autor del Lazarillo fue el poco conocido por ignorantes enciclopédicos, los de mi edad y tamaño, Alfonso de Valdés (Cuenca, finales del siglo XV), hermano gemelo de Juan, autor del Diálogo de la lengua. Y tan segura está de su tesis, a la que ha hecho poco aprecio o gala de displicencia el establishment filológico, que la investigadora no dudó en titular su edición de la obra con una inequívoca declaración de principios: Lazarillo de Tormes, de Alfonso de Valdés (ca. 1530) (Semyr, Seminario de Estudios Medievales y Renacentistas de la Universidad de Salamanca, 2002), sana provocación de quien no duda en afirmar “la literatura y los jóvenes [filólogos] me darán la razón” (Jakub Lelek, “Entrevista a Rosa Navarro Durán, autora del libro Alfonso de Valdés, autor del Lazarillo de Tormes”, en la página polaca sobre la península ibérica y la América de habla hispana www.iberysci.pl).
Las investigaciones de la profesora Navarro
–(www.elazarillo.net)– no dudan en descartar tanto la autoría de Hurtado de
Mendoza, la más señalada, como las de otros que se han barajado, con mejores o
menores argumentos.
[“Si hacemos un poco de historia, el primer texto
importante lo tenemos en el Catalogus Clarorum Hispaniae Scriptorum (1607)
de Valerius Andreas Taxander, que tiene un claro propósito divulgativo.
Valerius Andreas Taxander –de quien Antonio Palau duda su existencia– incluye
600 autores con sus respectivas obras y sigue las pautas de los Meknscatalogue alemanes.
La obra presenta muchos defectos y algunos errores, dado que su supuesto autor
–de la Universidad de Lovaina (avanzadilla de la Contrarreforma católica)–
apenas conoce la literatura española, dándose el caso de que atribuye El
Lazarillo a Hurtado de Mendoza” (dicen las fichas de los profesores
Alberto Romero Ferrer y Fernando Durán López, de la asignatura Literatura
Española del Siglo de Oro I, Universidad de Cádiz, www2.uca.es).
Juan José Fernández Delgado, asesor técnico de
Educación en Polonia, resume las autorías: “Resulta cuando menos doblemente
curioso que las más universales de nuestras obras literarias se encuentren
envueltas en problemas –varios de ellos extraliterarios– ante los que ya sólo
cabe moverse en el terreno de la hipótesis y de la conjetura, a no ser que el
azar y la paciencia investigadora los resuelvan a la luz de los documentos. Y
decía “doblemente curioso” porque estos problemas no ocurren en ninguna otra literatura
europea y porque en la española están presentes desde nuestro primer monumento
escrito, el Poema de Mío Cid, y se prolongan con el Libro
de Buen Amor, La Celestina y El Lazarillo de
Tormes hasta el mismísimo Quijote.
“¿Y quién es el autor de El Lazarillo?:
¿Sebastián de Horozco, el famoso jurisconsulto toledano, como propuso Julio
Cejador y defiende Márquez Villanueva y nosotros mismos?, ¿“un cierto Lope de
Rueda, posiblemente toledano también, por lo que en ningún caso se le ha de
hacer coincidir con el autor de los famosos Pasos?, ¿alguno de
los hermanos Valdés, avecindados en la próxima Maqueda?, ¿“una cofradía de
pícaros” como pretende una piececilla de 1657 y registra en nota Francisco Rico
en su edición de El Lazarillo?, ¿quizás un grupo de obispos
españoles en viaje al Concilio de Trento, como retozonamente también se ha
apuntado?
“Entre todos los autores sugeridos, el que gozó de más
credibilidad fue don Diego Hurtado de Mendoza. Pero, ¿es realmente el autor de
la breve, ingeniosa y sutil obra? Sin embargo, el más antiguo y plausible de
los candidatos a la paternidad de El Lazarillo es el
jerónimo fray Juan de Ortega, propuesto ya en 1605 por su compañero de hábito,
fray José de Sigüenza en su Historia de la Orden de San Jerónimo:
“Dicen que siendo estudiante en Salamanca, mancebo, como tenía un ingenio tan
galán y fresco, hizo aquel librillo que anda por ahí, llamado Lazarillo
de Tormes, mostrando en un sujeto tan humilde la propiedad de la lengua
castellana y el decoro de las personas que introduce con tan singular artificio
y donaire, que merece ser leído de los que tienen buen gusto. El indicio desto
fue haberle hallado el borrador en la celda, de su propia mano escrito”.
“Otros nombres ha ofrecido la crítica como autores
de El Lazarillo, pero poco importa para el caso que nos ocupa que
sea éste o aquel otro el creador de la enjuta y enjundiosa obra. E importa poco
porque, como afirma Francisco Rico, “El Lazarillo estaba abocado
al anonimato” (“La inexcusable toledanidad del autor de El Lazarillo”,
www.uclm.es)].
Abonan las hipótesis de la profesora Navarro el
paralelismo entre obra, espíritu, sociedad y vida de Valdés y Hurtado de
Mendoza: obras puestas al servicio del emperador, espíritus erasmistas, una
sociedad renacentista y unas vidas de funcionarios inteligentes y fieles a la
política de Carlos I. Y si damos crédito a la atractiva conspiración del
emperador católico con su embajador Hurtado de Mendoza para vencer la protesta
religiosa con la literatura, no veo por qué no se ha de trasladar a Alfonso de
Valdés, como secretario para cartas latinas que era del emperador, que, además
y al contrario que Hurtado de Mendoza, ya había escrito, en defensa de Carlos V
tras el Saco de Roma por las tropas imperiales (1527), Diálogo de las
cosas acaecidas en Roma, una crítica sin contemplaciones de la corrupción
de la Iglesia y de las ambiciones e intereses de los cortesanos.
Pero aquí, en Rosa Navarro, no se trata de intuiciones
genialoides, aunque las haya, sino de mucho trabajo y estudio sistemáticos, que
continúan pero que hasta ahora ya han fijado razones que le llevan a afirmar
que Alfonso de Valdés es el autor del Lazarillo:
“El texto hace referencia al momento en
que Carlos V entró en Toledo y tuvo en ella cortes. Ese entró remite a la primera
vez que lo hizo: en 1525. Por lo tanto, el libro se escribió pocos años después
y no en los años 50, como se cree.
“El autor es un erasmista, cuyo
verdadero objetivo no es contar las desventuras de Lázaro, sino criticar a
algunos de sus amos y a todos los de su clase: cortesanos y gente relacionada
con la iglesia.
“Sólo hay un autor de la época en cuya
escritura destacan esos mismos rasgos: Alfonso de Valdés, que también criticó a
los estamentos eclesiástico y cortesano en su obra Diálogo de Mercurio
y Carón [1531]. Además, en ambos libros se utilizan vocablos
similares.
“Investigué
en las probables lecturas de Alfonso de Valdés, y luego encontré rasgos e
influencias evidentes de esas lecturas tanto en sus obras firmadas como en
el Lazarillo”.
El gran descubrimiento de la profesora Navarro es que al prólogo del Lazarillo le fue arrancada una página, que cree que contendría el nombre de la mujer para la que hace su declaración, “delante de un escribano respondiendo a la demanda de información sobre el caso que pidió la dama, ‘Vuestra Merced’. Ella está preocupada porque ha oído decir que su confesor, el arcipreste de San Salvador, está amancebado con su criada, a la que ha casado para cubrir las apariencias; y quiere saber si esos rumores son ciertos porque el secreto de su confesión peligraría en boca de un clérigo amancebado, al que además le gusta el vino (Lázaro pregona sus vinos). En efecto, tal vez un día al arcipreste se le ocurra contarle algo de lo que le han dicho en confesión a su manceba, y tal vez ésta se lo cuente luego a su marido…, que es el pregonero de Toledo, Lázaro de Tormes”. Y que esa mujer era un personaje real, lo que justificaría el haber suprimido esa página del prólogo…
¿Por qué no lo firmó? “Porque, aunque el emperador le
protegía, el poder de la Inquisición era enorme. Nunca
firmó sus obras ni las vio impresas en vida. Se editaron en el siglo XVI, pero
fuera de España. Así, hasta 1925 no se le reconoció la autoría de Diálogo
de Mercurio y Carón. Y sólo a finales del siglo XIX se admitió que también
era autor de Diálogo de las cosas acaecidas en Roma”. En todo
caso, que no se imprimiera no tenía más importancia que la falta de difusión y
conocimiento popular; los manuscritos y las copias, como se ve con la obra de
Boscán y de Garcilaso, circulaban con abundancia: por eso no es raro que fray
José de Sigüenza encontrara en la celda de fray Juan de Ortega un
manuscrito del Lazarillo (Historia de la Orden de San
Jerónimo, 1605). Y en cuanto al anonimato, el argumento de Keller para apoyar
la autoría de Hurtado de Mendoza, que a los métodos interrogatorios de la
Inquisición no se le resistía ningún anonimato, nos vale para el autor de Rosa
Navarro: “Sólo su dedicación a la política y el apoyo que el canciller
Gattinara y el propio Emperador le dieron pudieron salvarle de la
persecución inquisitorial. Sus orígenes conversos, su agudeza intelectual y su
postura crítica contra la iglesia corrupta le situaban en un lugar en el mundo
sumamente peligroso” (Jakub Lelek, art. cit.).
No hay que repetir lo que dicen los sabios: que, en
todo caso, hay que dejar, prudentemente, la puerta abierta a descubrimientos
futuros que contradigan las hipótesis actuales, pues, lógicamente, la
catedrática Navarro Durán se adelanta: “Sigo investigando sin descanso para
ofrecer a los lectores más y más datos, y así dejarlo todo sólidamente
establecido”.
¿El islam?
Pues he aquí otra pista, que los hispanistas árabes
reprochan que haya sido pasada por alto por la mayoría de los críticos
literarios: si El Lazarillo es “el pórtico de
la novela picaresca escrita en castellano”, sus raíces se encuentran
en la literatura árabe, pues “el relato picaresco existía desde el siglo XI en
todo los países de Dar al-Islam y especialmente en Al-Ándalus,
desde que Al-Harîrî escribió su Maqâmât,
en ella hay dos protagonistas: Al-Hârith (¿Lazarillo?) y Abû Zayd, que engañan
con toda clase de trucos para poder sacar dinero”. Suponen, “sin duda”, que
Diego Hurtado de Mendoza debía de conocer la obra de Al-Harîrî e incluso la de
Al-Bayhâqi titulada Kitâb al-Mâhâsîn, pues ésta cuenta un
episodio idéntico a otro que se relata en El Lazarillo de Tormes (www.islamyal-andalus.org/control/noticia.php?id=689)…
¿Quién sabe?
*
Pero, bueno, estamos con Hurtado de Mendoza, de modo
que, autor del Lazarillo o no, uno de sus finos sonetos:
Este es el propio tiempo de mudarse,
cuando el padre febrero nos enseña
ora mostrando su cara halagüeña,
ora mostrando al cielo de enojarse.
Cualquier hombre procure mejorarse,
si no está satisfecho de su dueña;
estar en un propósito es de peña
y del tiempo y del hombre es el mudarse.
Natura nos formó con mejor tino
de gusto y de elección de quién y
cuándo,
y nosotros hacémonos atados.
Cada cual tome ejemplo en su vecino,
pues vemos a los gatos ir maullando
por
bodegas, desvanes y tejados.
~
Este artículo de Ignacio Fontes de Garnica apareció
el 17 de mayo de 2017 en la revista digital Anatomía de la Historia, que
yo dirigí.
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