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La historia de Cataluña en una síntesis magistral de Jordi Canal

La editorial Turner publicó en 2015 un libro (muy) necesario en su magnífica colección Historia Mínima, una síntesis de la historia de Cataluña escrita por el historiador Jordi Canal, de la que publico un breve extracto gracias a la amabilidad del autor y de la propia editorial.


Canal nos aclara en Historia mínima de Cataluña cuál es la función del historiador, por cierto, y dice a ese respecto:

 

“Mito e historia se confundieron en la historia de Cataluña elaborada desde el siglo XIX. El nacionalismo ayudó a ello, puesto que mientras que la historia era necesaria para fundamentar el pasado del presente y sus reivindicaciones, el mito constituía un instrumento de conciencia y movilización. El mito ha disputado su lugar a la historia en el caso de personajes, acontecimientos o ideas y actitudes, desde el casi democrático pactismo hasta la intrínseca modernidad catalana.

Para escribir una historia rigurosa la separación de mito e historia resulta imprescindible. La historiografía catalana hizo un trabajo muy intenso en esta cuestión, tanto en la época de Vicens como en las décadas de 1970 y 1980. Las circunstancias cambiaron en la de 1990, fruto, entre otros factores, de la crisis del marxismo y de los éxitos del proceso renacionalizador. El retorno de la historia nacional volvió a dar alas a los mitos.

No se trata, evidentemente, de eliminarlos. Tienen sus funciones. La tarea del historiador es mucho más modesta: separar el mito de la historia y poner de manifiesto las perversiones que genera su confusión. Los mitos no dejan de ser, al fin y al cabo, un objeto de historia. El historiador debe mostrar, sostiene García Cárcel, su relativismo histórico, así como la multiplicidad de lecturas que ofrecen a lo largo de los tiempos y en función de la identidad de sus intérpretes. La historia crítica es siempre revisionista.”

 


Consideré eso sí que sería bueno hacerle un par de preguntas al autor de Historia mínima de Cataluña.

¿Para qué escribe un historiador una historia de Cataluña? ¿Para qué sirve leer una historia de Cataluña?

A lo que Jordi Canal me respondió:

“Una historia de Cataluña debe intentar hacer conocer y hacer comprender el pasado de este territorio. Se trata de relatar y analizar los hechos y los procesos. Contar lo que fue, decía Gaziel, y no lo que podría o debería haber sido, como han hecho con harta frecuencia las historias de Cataluña desde el siglo XIX. Una historia, en fin de cuentas, normal, sin mitos ni prejuicios de ningún tipo. Ello permite al lector entender el pasado y las bases del presente, además de tener elementos para enfrentarse críticamente a todas las manipulaciones que de esa historia se hacen en todo momento.”

 

 

A continuación, Anatomía reproduce por gentileza de la editorial Turner uno de los epígrafes de Historia mínima de Cataluña.

 

Las barras de sangre

(Extracto de CANAL, Jordi. Historia mínima de Cataluña, Turner, Madrid, 2015, pp. 39-44.)

 


En estos primeros siglos medievales tiene sus orígenes la bandera catalana –conocida también como señera–, con sus cuatro franjas rojas sobre fondo amarillo. Lo histórico y lo legendario se han fundido con harta frecuencia a la hora de explicar cómo y en qué momento preciso hizo su aparición este emblema, futuro símbolo de Cataluña.

Según una leyenda muy extendida fue un rey franco, Carlos el Calvo según unas versiones y Luis el Piadoso según otras, el que otorgó a Wifredo el Velloso, en agradecimiento por sus servicios de guerra, un escudo con cuatro barras rojas. El conde había sido herido en el campo de batalla y su señor mojó los dedos en la herida y dibujó cuatro palos en el que hasta entonces había sido su blasón raso dorado.

Si diéramos por bueno sin más este hermoso relato, los hechos habrían tenido lugar a finales del siglo IX. Sin embargo, los emblemas heráldicos sobre escudo datan, en Europa, del siglo XII. Todos los indicios apuntan al sacerdote y teólogo valenciano Pedro Antón Beuter como el inventor, en la Crónica general de España, y especialmente de Aragón, Cathaluña y Valencia (1551), de la leyenda. Martín de Riquer sugirió, por un lado, que el tema del uso de la sangre para diseñar escudos de armas derivaba seguramente de las aventuras de Galaad, en el influyente ciclo artúrico; de otro, que Beuter se había inspirado, copiando literalmente algunas de sus expresiones, en un pasaje del Nobiliario vero (1492), de Hernán Mexía, en el que se narraba el origen de las armas heráldicas del linaje de los Córdova.

Esta leyenda, que estaba destinada a tener amplísima difusión y seguimiento, provocó, no obstante, el desconcierto de algunos historiadores y heraldistas coetáneos, convencidos de que el escudo de marras era aún más antiguo. En cualquier caso, la versión de Beuter fue adoptada y adaptada por numerosos historiadores en las centurias siguientes y se convirtió, al fin y al cabo, en historia verídica. Cierto es que no todo el mundo le dio crédito, como pone de manifiesto el silencio de Jerónimo Zurita sobre este episodio en los Anales de la Corona de Aragón.

Ya en el siglo XIX, al lado de estudiosos que, como Pablo Piferrer o Próspero de Bofarull, no albergaban dudas sobre el carácter ficticio y legendario del relato de los cuatro palos de sangre, los escritores de la Renaixença difundieron el asunto en sus poemas y narraciones. Rubió i Ors dio a la luz en 1839 en el Diario de Barcelona la poesía “Lo compte Jofre’l Pelós”. El más bonito e insigne de los poemas dedicados a la leyenda de los cuatro palos es el que Verdaguer tituló “Les barres de sanch”, incluido en el volumen Montserrat (1880).

A la leyenda aludió Balaguer, dándola por buena, en la Historia de Cataluña y de la Corona de Aragón (1860) y en unos exaltados versos de 1882. La pintura histórica, tan cultivada en el siglo XIX, no ignoró tampoco esta sustanciosa temática. Destaca, en dicho sentido, el óleo Origen del escudo del condado de Barcelona (1843-1844), de Lorenzale.

La primera evidencia documentada del escudo está fechada en 1150, algunos años después de la unión de los condados catalanes con el reino vecino de Aragón. Se trata de unos sellos en los que Ramón Berenguer IV está representado a caballo con un escudo en la mano izquierda que contiene varias rayas heráldicas –no fue hasta el siglo XIV, en la época de Pedro el Ceremonioso, cuando su número quedó fijado en cuatro–. Aseguran algunos autores que existen antecedentes, impugnados, no obstante, por otros. Destacan, entre ellos, las tumbas románicas originales del siglo XI de la condesa Ermesenda de Carcasona y de su bisnieto Ramón Berenguer II, que se encuentran en la catedral de Gerona.

El blasón de oro con cuatro palos de gules, para decirlo en términos propiamente heráldicos, ha dado lugar a una polémica entre especialistas, no exenta de tintes presentistas y con claro trasfondo regional-nacionalista. ¿Las cuatro barras pertenecen en origen a Cataluña o a Aragón? No parece que esta cuestión les quitara el sueño a los hombres y mujeres de la época. El blasón era un emblema familiar o dinástico, no territorial. Las barras o palos verticales mudaron en franjas horizontales en el paso del escudo a la tela de la bandera.

En las épocas bajomedieval y moderna no se produjeron grandes evoluciones por lo que al carácter de este emblema se refiere. Pujades, a principios del siglo XVII, hacía mención de los cuatro palos como “armas o insignias de nuestros invictos condes de Barcelona”. Coexistió con otros, como la bandera de San Jorge –una cruz griega roja sobre fondo blanco o plateado–, que fue adoptada como propia por las instituciones barcelonesas o por la Diputación del General. En las Narraciones históricas desde el año 1700 al 1725, Castellví detallaba la entrega de banderas a los vencedores tras el 11 de septiembre de 1714, empezando por las de la Coronela y “la antiquísima bandera de Santa Eulalia” y acabando por la de San Jorge, que, sostenía el autor, “es la que representaba el Principado”.

En el siglo XIX, con el hambre de pasado que implicó la Renaixença, las cuatro barras constituían, fundamentalmente, un recuerdo histórico. No fue hasta la década de 1880 cuando adquirieron un tono reivindicativo. El surgimiento del nacionalismo, a finales de la centuria, intensificó esta tendencia. Otras opciones quedaron por el camino, en especial la cruz de San Jorge. El éxito de los impulsores fue trocar un emblema partidario en el de un territorio y una comunidad.

En el siglo XX la insignia de las cuatro barras se convierte en la bandera de Cataluña. A ella está dedicada la conocida canción “El cant de la senyera”, que se estrenó en Montserrat en 1896, con letra de Maragall y música de Millet. Reza el artículo cuarto del estatuto de autonomía de 1979 que “la bandera de Cataluña es la tradicional de cuatro barras rojas en fondo amarillo”, unas palabras que se repiten en el estatuto reformado de 2006.

En los últimos años han proliferado las banderas con las cuatro franjas que incorporan una estrella blanca de cinco puntas en un triángulo azul. Es la llamada “estelada” –de “estel”, estrella–, símbolo del independentismo. Sus orígenes se remontan a la primera mitad del siglo xx, aunque hasta hace muy poco su presencia en las calles era testimonial. Esta enseña fue ideada por Vicenç Albert Ballester y se exhibió por vez primera en 1918. La influencia de la bandera cubana resulta nítida. Han reivindicado la bandera, en la etapa democrática, distintos movimientos de ultra-izquierda independentista y el partido ERC. Su popularización data, en cualquier caso, del siglo XXI sobre todo, con la aventura secesionista en Cataluña de fondo.

Este último proceso ha coincidido con la banalización de la señera y la estrellada. Las banderas, desde hace un tiempo, ya no se cuelgan en los balcones de las viviendas coincidiendo con algunas fechas señaladas del calendario, sino que se dejan allí en permanencia; ya no se exhiben solamente en las fachadas de los ayuntamientos, sino también en la entrada de las poblaciones; ya no se multiplican en actos políticos o culturales y manifestaciones, sino que han pasado a inspirar todo tipo de prendas de vestir, complementos y tatuajes. No resulta tampoco casual que el Barça haya adoptado en los últimos años como uno de sus equipamientos de recambio una camiseta barrada en rojo y amarillo. La guerra de las banderas está a la orden del día.

 

 

Este artículo apareció en la revista digital que yo dirigí, Anatomía de la Historia, el 27 de septiembre de 2015.

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